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Mecánica celeste

Beatriz y los cuerpos celestes

LUCÍA ETXEBARRÍA

Premio Nadal. Ediciones Destino, Barcelona, 1998

267 págs.

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De acuerdo, tal vez Beatriz y los cuerpos celestes no sea una gran novela, esa gran novela que define una época, o que sabe representar inquietudes humanas permanentes, pero seguro que tampoco es esa nadería a que ha querido reducirla la crítica. Tengo para mí que el índice de grandeza de una obra de arte no depende en modo alguno de los defectos que puedan acumularse sobre ella. Me viene a la memoria aquel trance en el que Miguel de Unamuno, cuando ya no sabía qué decir ni qué hacer para desprestigiar a Cervantes, lo desautoriza con aquello tan enigmático de la «sintaxis hablada». Viene esto a cuenta del «descuido» e «incorrección» estilística de esta novela que tanto han afligido a más de un lector. Por lo que pueda valer, deseo dejar dicho que el estilo me parece secundario a la hora de juzgar lo que pueda ser interesante en esta obra. No es gramaticalmente perfecto, claro que no, pero me parece que se adapta de forma admirable a los fines que persigue, cuando menos se adapta al de proporcionar una pátina grisácea a todo lo que se describe: familia, amigos, novias, novios y destino. Pero, además, me parece que es un estilo fiel a la capacidad expresiva de la narradora a la que se representa en estas páginas. Hacer hablar a la protagonista, a Beatriz, de otra forma habría hecho poco creíble su posmoderno salpicón cultural.

A mi juicio, el artificio de esta novela alcanza sus efectos más inteligentes cuando explora esa eterna diferencia entre el mundo del que se habla y el mundo en el que se vive. Aunque esa diferencia se agote pronto. El subtítulo, novela rosa, alude tanto a un subgénero literario al que se parece esta obra por oposición, como al hecho de que las vidas de los personajes y la propia novela participan de la fugaz intensidad de las rosas. El mundo del que se habla es un mundo idealizado, un mundo contemplado todavía con los ojos de la infancia, un mundo en el que el amor y el afecto ocupan un lugar importante. En el mundo en el que se vive, los matrimonios son un sonoro fracaso, y los hijos –abandonados en las lujosas y desiertas mansiones de la burguesía madrileña– se asoman a una efímera idealización del amor. Acaso la crítica que con mayor justicia pueda aplicarse a esta novela es la de que los personajes parecen determinados por un enojoso naturalismo que no les deja espacio ni para la más mínima desviación personal, que los convierte en seres genéricos e indiferenciados, y, a pesar de ello, son poco representativos, no abarcan la variedad caracteriológica de las clases sociales de las que son ejemplo. La vapuleada burguesía madrileña, era predecible, sube al escenario para exhibir su enésima caricatura: madre devota y epiléptica, especialista en bridge; padre ausente, violento, proclive a la infidelidad: hijos que, al haber crecido sin tutela de ninguna clase, pueden dar en la flor de la extrema derecha –aparece fugazmente un grupo de alevines de matones que se dedica a comprar armas–, o pueden dar en la flor de la provocación infantil: «Alguien que no me conociera habría sido incapaz de imaginar que esa jovencita de aspecto cándido había estampado contra la pared la porcelana de su madre apenas quince horas antes». Lo malo de las provocaciones infantiles es que se perpetúen en la vida adulta.

No creo que la burguesía madrileña pueda reducirse sólo a los estereotipos de esta obra –cualquier mirada fríamente estadística a las vistas judiciales de los tribunales de Madrid, o a las revistas de moda, por no sacar las cosas del territorio de la novela, podría atestiguarlo–, ni pienso que sus vástagos, los de esa burguesía, se acomoden, todos, a los tipos de Beatriz, Mónica o los jovencitos de extrema derecha. Sin embargo, la escritora está empeñada en que el lector cierre la novela persuadido de que todo lo rige un inevitable fatalismo, y de que el individuo carece de potestad en las decisiones determinantes de su propia vida. Así, Beatriz vuelve de Escocia sin saber muy bien por qué, y deja allí también sin saber muy bien por qué, un novio y una novia, y se vuelve a Madrid para descubrir que su amor de antaño, Mónica, sometida a una cura de desintoxicación, es una «especie de campesina regordeta de manos rudas», de la que se siente «más alejada que nunca». Todo ha sucedido así porque cada personaje ha seguido una órbita de la que no sabía nada. La estéril vacuidad de la vida se explica mediante una filosofía que toma el cosmos como envoltorio alegórico, donde planetas y satélites son el correlato de los seres humanos, donde prevalece «un silencio insondable que todo lo absorbe», donde hay «un vacío enorme y negro, una quietud indescifrable». La protagonista, cuando ha llegado a esta conclusión nihilista, escribe una novela tal vez porque se siente «a millones de años luz de cualquier señal de vida».

Haber explicado lo inmotivado de cada una de las decisiones de los personajes (fijos en su órbita) habría anulado el efecto estético de la analogía con la constante orbital a que cada uno de ellos está sometido. Casi toda la doctrina estética de Beatriz y los cuerpos celestes parecen provenir de la física clásica; pero es sabido que la física contemporánea está menos interesada en esta clase de descripciones, en explicar los fenómenos mediante modelos, y que hay otra física que afirma que una misma fórmula puede consentir varias explicaciones, e incluso hay expresiones, como «nube de probabilidad», que para el físico clásico se dice que carecerían de sentido. Beatriz y los cuerpos celestes es un sano ejercicio de física clásica, sus lectores esperan que la autora dé el paso a la física contemporánea.

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Ficha técnica

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