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Bárbaros y romanos

BÁRBAROS Y ROMANOS EN HISPANIA. 400-507 A.D.

Javier Arce

Marcial Pons, Madrid

318 pp.

22 €

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El siglo V es uno de los períodos más lóbregos de la historia peninsular. Su único historiador (hasta 468), el obispo Hidacio, cree asistir desde su rincón de Galecia (¿Chaves?) a la ruina del mundo e interpreta todos los acontecimientos en clave apocalíptica. A esta y otras crónicas hay que sumar un puñado de actas conciliares, algunos textos literarios (entre ellos la carta de Consencio a san Agustín), inscripciones y los datos arqueológicos. Poca cosa, es cierto.Y, sin embargo, el siglo V es un período capital, pues en él, con el surgir de los nuevos reinos, se fragua la fragmentación definitiva del imperio romano de Occidente. De la interpretación de tan avaras y taciturnas fuentes depende la solución de cuestiones cruciales: cómo fue realmente la entrada de los bárbaros –vándalos, suevos, alanos– en Hispania; qué consecuencias tuvo y qué suerte le cupo a la población autóctona. Si hay alguien en España que pueda contestar a tales preguntas, ése es Javier Arce, que ha condensado en este volumen el resultado de fecundas y prolongadas investigaciones.

Con acierto enmarca el autor la llegada de los bárbaros en el cuadro de las guerras civiles que libraron los usurpadores (Constantino III en las Galias, Geroncio y Máximo en Hispania) contra el emperador Honorio primero, y entre ellos mismos después. Según Arce, Geroncio, bien instalado en Hispania y deseoso de independizarse de Constantino III, su antiguo caudillo, selló un pacto con los bárbaros establecidos en las Galias y les permitió el acceso a la Península Ibérica (409). En 411, la hechura política de Geroncio, Máximo, les concedió tierras, reservándose él mismo la Tarraconense y poniendo su capital en Tarraco (Tarragona) y no en Barcino (Barcelona). De esta suerte, cabe añadir, el paso de los bárbaros a Hispania es paralelo al de los musulmanes siglos más tarde: la discordia interna llama en su apoyo a tropas extranjeras que, finalmente, acaban tomando el poder con el beneplácito de una parte de la población, harta de la dominación romana en 409 (los testimonios de Orosio y Salviano son terminantes) y de la visigoda en 711 (la rapidez de la conquista habla por sí misma, aunque no fuera toda ella un paseo militar).

A pesar de la duración del reino suevo en Galecia (hasta 585), apenas queda memoria reconocible en Hispania de estos primeros bárbaros, cristianos los vándalos, paganos los alanos (un pueblo de las estepas) y los suevos, todos regidos por reyes. Ello se debió a su escaso número, a su incultura, a su incapacidad organizativa y a sus luchas internas. Más huellas, en cambio, dejaron en África, adonde se trasladaron en masa vándalos y alanos (unos 80.000) en 429: éxodo y triunfo sorprendentes. Tras una fugaz presencia en Barcino (415-418), los visigodos, establecidos en Tolosa, tardaron en entrar (494) y asentarse (497) en Hispania, según la Crónica Cesaraugustana. Pero antes sus reyes se convirtieron en el brazo armado de Roma contra los demás bárbaros: así,Valia, todavía desde Barcino (418), y Teodorico (458-460) y Eurico (468), desde Tolosa: una inscripción, un tanto minusvalorada por Arce, atestigua el poderoso influjo –¿dominio?– de Eurico en la lejana Mérida (483). El problema estriba en delimitar las zonas de ocupación real de cada pueblo, sin duda muy elásticas, así como en distinguir la actuación de las tropas regulares romanas (negada por Arce) de la de los ejércitos enviados esporádicamente.

No obstante la disgregación política, los hispanorromanos controlaron la administración civil y eclesiástica (de la misma manera, apostillamos, que los musulmanes conservaron la estructura administrativa de la Hispania visigoda). Las ciudades, en las que el obispo pasó a ocupar un puesto preponderante (acrecentado en anales escritos por eclesiásticos), remontaron el saqueo de las hordas, aunque la extinción del paganismo y el cuarteamiento del poder imperial impusieran una desacralización de los templos gentiles y una redistribución de las áreas públicas. Mejor, a mi ver, resistieron el embate bárbaro algunas uillae rústicas, normalmente fortificadas (castella): los castella del interior de Galicia derrotaron a los suevos, el castrum de Coyanza rechazó los ataques de los godos. Una cita de Cavafis abre y cierra el libro: en un período de transición como el siglo V los bárbaros fueron «una cierta solución». Tal vez, vista desde la actualidad. Pero ¿cuántos siglos costó salir de la barbarie?

No es cuestión de seguir una por una las inteligentes interpretaciones de Arce, perdiéndonos en una maraña de incidencias, ni éste es el lugar de hacer reservas eruditas. Baste decir que, a mi juicio, el tyrannicus exactor (412) de Hidacio no es un simple «recaudador de impuestos» ni el término puede referirse a los bárbaros: tyrannus se aplica siempre a un usurpador, es decir, a Máximo en este caso (cuyo nombre omite Hidacio por sistema). Tal vez esta exacción ocasionara la inmediata ruina de Máximo (412), si bien su «modestia y humildad», al decir de Próspero (en un pasaje no bien interpretado por Arce), le evitaron, una vez destronado, la malquerencia general por haberse arrogado el Imperio.

Este libro excelente siempre sugiere e instruye, incluso cuando despierta discrepancias. Quizá le haya faltado una cuidadosa revisión final: ciertas repeticiones, la errática transcripción de los nombres propios (Aetius, pero Máximo y no Maximus; formas híbridas como Hydacio o Hydatius o Hidacio), acentos erróneos (Rávena) y algunas erratas entorpecen una muy grata lectura.

 

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