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El espejo americano

Autorretrato a distancia. Tocqueville, Weber y Adorno en los Estados Unidos de América

Claus Offe

Katz, Madrid

Trad. de Joaquín Otorena

160 pp.

16,90 €

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Tocqueville, Weber y Adorno se desplazaron a Estados Unidos en tiempos y circunstancias muy distintos, pero todos observaron la sociedad que estaban visitando como si, de alguna manera, fuera un espejo en el que Europa pudiera contemplarse y juzgarse a sí misma. Dos condiciones hacían brillante y productiva esa labor de comparación y autocontemplación indirecta: la primera era la lejanía real entre América y Europa, que permitía al viajero gozar de la distancia emocional y cognitiva del extranjero que, libre de los prejuicios del autóctono, es capaz de diseccionar con clarividencia el mundo extraño y fascinante que está observando; la segunda era la idea de que, a pesar de las diferencias incuestionables, existía un común destino occidental, un viaje conjunto en el que Europa y América podrían adelantarse o demorarse una u otra, pero desplazándose por raíles paralelos y con la seguridad de acabar encontrándose en la misma estación final.

Como es obvio, hoy en día esas condiciones no se dan: América ha dejado de sernos extraña, haciendo imposible o trivial el viaje exploratorio; por otro lado, lejos de viajar en paralelo hacia un común destino, vivimos tiempos de quiebra de la idea de un Occidente que comparte valores e ideales a ambos lados del Atlántico. En definitiva, al día de hoy, los Estados Unidos de América nos resultan, a la vez, paradójicamente menos extraños que antes (pues, en rea­lidad, y si somos sinceros, nos limitamos a ser expresión local de una americanización global), y más extraños que nunca (porque, lejos de ser compañeros de viaje civilizatorio, se han convertido en amos del mundo que nos ningunean y no atienden a nuestras razones). De ahí la necesidad de seguir pensando la América de que ya nos hablara Tocqueville hace casi ciento ochenta años, dando razón de esos dos demonios que disputan desde entonces nuestros corazones y cabezas: el americanismo exaltador y el antiamericanismo denigrador.

El libro de Offe que comento quiere cumplir justamente este cometido. Escrito después de la invasión de Irak, compara y evalúa la actualidad de la idea de América que se hicieron tres sofisticados intelectuales europeos de enorme influencia en las ciencias sociales. Sabe Offe que el mundo ha cambiado profundamente y que lo que se dijo entonces no puede tener plena actualidad. Pero confía en que en la larga empresa de casi dos siglos han ido conformándose los tópicos analítico-evaluativos aún vigentes, por lo que es bueno tenerlos a la vista en su versión clásica u originaria.

El viaje de Tocqueville a los Estados Unidos de América fue breve (de mayo de 1831 a febrero de 1832: nueve meses), pero muy productivo. Su fruto fue ese extraordinario libro, La democracia en América, que seguimos leyendo y discutiendo. El motivo aparente del viaje era recoger información sobre el sistema penitenciario americano en el contexto de la reforma que se preparaba entonces en Francia. En realidad, tal como nos informan sus mejores biógrafos, el motivo oficial era más bien un pretexto: el joven juez auxiliar de Versalles quería darse un respiro lejos de la pequeña política de la Francia de Luis Felipe, iniciarse como escritor y, eventualmente, afirmarse como un original pensador político. Lo consiguió.

El viaje a América fue esforzado y variado en lugares, paisajes y gentes. Iniciado en Nueva York, alcanzó las principales ciudades del nordeste, Canadá y los grandes lagos, para desplazarse más tarde hacia el Medio Oeste hasta llegar, siguiendo el Mississippi, a Nueva Orleans; desde allí, se reorientó hacia el norte para, tras una estancia en la capital, Washington, volver a Nueva York y reembarcarse rumbo a Francia. A lo largo de esos desplazamientos Tocqueville recopila datos sobre el país, consulta libros y folletos para ponerse al día sobre sus instituciones, pero sobre todo pregunta, escucha y observa. Más que los datos estadísticos o el entramado político-institucional, le interesan las costumbres, las formas de comportarse, las ideas, los hábitos cotidianos, el tejido emocional del día a día. En ellos encuentra encarnados los supuestos de un mundo social, de una manera de concebir al ser humano, las relaciones sociales, la religión o la riqueza material que constituyen el verdadero cañamazo de la sociedad estadounidense. El motivo de ese interés no es sólo ni principalmente su curiosidad por el exotismo inmediato de ese mundo. En realidad, en América Tocqueville ve algo más decisivo y relevante política e intelectualmente que un país y su organización sociopolítica. Lo que ve es la encarnación de la democracia, una forma de organización social que define de forma inexorable el futuro de la humanidad civilizada, pero que en Europa se muestra todavía impura, en formación, contradictoria y, desde luego, traumática. América es, pues, apasionante, porque en ella puede observarse de qué modo opera la democracia cuando se presenta pura e incontaminada. Es, pues, un espejo en el que una Europa convulsa y asustada puede mirarse para descubrir su futuro.

El viaje a América resultó, pues, un viaje por el tiempo, un viaje al futuro de la Francia y la Europa civilizadas de las que procedía Tocqueville. Las noticias que traía tras realizarlo no eran triviales; mostraban además un gusto, muy propio del estilo del autor, por enfrentarse a los prejuicios de todos, ya fueran amigos o enemigos. A sus amigos y familiares, amantes del Antiguo Régimen y añorantes del bello mundo aristocrático, Tocqueville les aseguraba que la democracia americana funcionaba razonablemente bien, no se precipitaba en la anarquía, más bien cercenaba las ansias revolucionarias y, desde luego, no suprimía ni la religión, ni la propiedad ni la familia. A sus enemigos revolucionarios, por el contrario, Tocqueville les desvelaba que el énfasis unilateral en la igualdad, que era impulso propio y definitorio de la democracia, arrastraba el peligro de la instauración de un nuevo despotismo más fiero, profundo y terrible que el de las monarquías barridas por la revolución en Europa. En América ese peligro estaba básicamente conjurado gracias al rico entramado de asociaciones cívicas y religiosas en las que los individuos se comprometían y coaligaban para actuar con independencia del poder político. Pero ese peligro era consustancial a la democracia y nada aseguraba que el remedio americano fuera a conseguirse en Europa.

Estados Unidos como tierra de promisión y futuro esperanzado de Europa: he aquí una primera versión del espejo americano. Una segunda, muy distinta, la proporciona Max Weber. Es una variante más melancólica; en última instancia se complace en decirnos que, ciertamente, América es un espejo de Europa y que ese espejo es positivo, pero lo que en él aparece no es sino la imagen de un pasado ya ido y enterrado en el viejo continente y que acabará por desaparecer también en esas nuevas tierras de promisión.

El viaje de Max Weber a América es mucho más breve que el de Tocqueville. Se limita a catorce semanas que transcurren en el otoño de 1904. De nuevo lo activa un pretexto: en este caso, la asistencia a un Congress of Arts and Sciences que se celebra en Saint Louis, al hilo de la Exposición Universal, y al que ha sido invitado, junto con otros prominentes intelectuales alemanes, como Ernst Troeltsch o Werner Sombart, con el compromiso de dictar una conferencia, por lo demás, muy bien remunerada. Weber, todavía no plenamente recuperado de la depresión que lo ha tenido durante años apartado de la vida académico-intelectual, ve en el viaje una oportunidad para cambiar de aires y conocer un país que siempre le ha llamado la atención y considera crucial a la hora de hallar respuestas a sus preguntas estratégicas sobre el porvenir de la sociedad occidental. Acompañado de su mujer, Marianne, realiza una apacible travesía hasta Nueva York, desde donde emprende un periplo muy semejante al de Tocqueville setenta años antes, aunque más escorado hacia el oeste, llegando incluso a la (entonces) exótica y salvaje Oklahoma, donde visita a unos parientes. A lo largo del viaje, y como hiciera su predecesor francés, también Weber lee, se informa, pregunta, escucha y observa en un estado de ánimo dominado por la curiosidad y la excitación ante las novedades. Tras alcanzar Nueva Or­leans y visitar Washington, vuelve a Nueva York, donde vuelve a embarcar para pasar las Navidades en casa.

El viaje americano de Weber no se plasma en una obra equivalente a La democracia en América, sino (aparte de la rica correspondencia a familiares y amigos) en apuntes aquí y allá que aparecen en los escritos weberianos posteriores a esas fechas, especialmente en las secciones de Economía y Sociedad dedicadas a la religión, la política, el derecho o la economía. También la América de Max Weber es algo más que un país y el viaje que por ella emprende algo más que un simple desplazamiento por espacios salvajes para encontrar paisajes y gentes exóticos. En realidad, Weber cree también viajar en el tiempo y estar afrontando una experiencia crucial cuando se desplaza por el Nuevo Mundo. Pero, curiosamente, lo que atrapa su atención no es tanto lo que de nuevo tiene ese mundo, sino lo que muestra de viejo y primordial; no el futuro que apunta, sino el pasado que todavía retiene. Y es que, a su entender, en América se ha mantenido de forma todavía firme y pura ese ascetismo de origen religioso que fue primordial en la génesis del específico racionalismo europeo-occidental cuyos avatares pretende retratar en sus indagaciones históricas. A diferencia de América, en la vieja y cansada Europa, ese impulso ético originario, la autenticidad moral que lo dominaba, las poderosas personalidades que lo encarnaban, han desaparecido, asfixiados por la carcasa de hierro que han ido construyendo esos burócratas sin alma que administran sus aparatos de dominación.

El espejo americano de Weber mira, pues, al pasado, un pasado abolido en Europa y que no se podrá mantener en América. Al cabo, el proceso de modernización emprendido en Occidente y que se ha desarrollado con distintos ritmos, ha de converger en un estadio final que homogeneizará a todos, a un lado y otro del Atlántico. Si Tocqueville veía en América un futuro esperanzado, Weber contemplaba, melancólico, un pasado admirable, pero irrecuperable. En ambos casos, la imagen de América es positiva, pero su papel en la autoconciencia temporal europea se invierte: se pasa de un porvenir por llegar a un pasado definitivamente superado; la admirable América está después o antes en el tiempo histórico del mundo.

El tercer espejo lo proporciona Adorno y se trata de uno que refleja una imagen siniestra sobre el futuro. Se configura en tiempos muy posteriores a la estancia de Weber, cuando, al hilo de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo parecen escucharse las campanadas que anuncian el acabamiento de todas las cosas. En esos tiempos de apocalipsis, alguien que dirá más tarde haber vivido una «vida [que] no vive» o, lo que es lo mismo, una «vida dañada», genera un retrato de América como pesadilla actual y futura.

Muchas son las diferencias que separan la estancia de Adorno de la de sus dos predecesores. En primer lugar, el motivo: si Tocqueville y Weber fueron a América libremente, movidos por la curiosidad y en un viaje de observadores con pocas ataduras, Adorno se refugió allí como exiliado, huyendo del horror nazi. El desasosiego, la de­ses­pe­ra­ción a veces, la sensación de tener que estar allí porque no hay más remedio y en contra de sus deseos, dominan su estancia americana. Además, y ésta es otra de las diferencias, Adorno permaneció mucho tiempo (de febrero de 1938 a noviembre de 1949), llegando incluso, por razones de comodidad, a adquirir la ciudadanía estadounidense. Su conocimiento del país era, en principio, mejor, más asentado, menos impresionista y anecdótico. Con todo, hay que calibrar esto con prudencia: Adorno se movió poco por América, no hizo viajes exploratorios como sus predecesores; vivió hasta 1941 en Nueva York y, desde entonces hasta su partida, en Los Ángeles; además, tendió a aislarse del país, frecuentando básicamente al grupo de intelectuales exiliados, representantes como él de la gran cultura centroeuropea, que, en rea­lidad, vivían de espaldas al mundo social e intelectual estadounidense.

¿Qué retrato podía proporcionar de la América que lo acogía alguien que se sentía desarraigado, exiliado de la cultura y de la lengua en la que pensaba? Un retrato admonitorio que juntaba las desgracias contemporáneas de Europa (nazismo, guerra, genocidio) con las desgracias que estaban por venir. En efecto, la sociedad estadounidense que Adorno analiza en obras escritas en el exilio, algunas tan significativas como Dialéctica del Iluminismo, es una sociedad donde señorea el lado oscuro de la razón, la Ilustración se ha convertido en engaño de masas, rige un control cultural que, impregnando cualquier mensaje de grosera y complaciente positividad, elimina toda diferencia. Una sociedad convertida en rebaño administrado por el pastor eléctrico de la industria cultural: he aquí la imagen que refleja el espejo americano y que anuncia el orden social que caerá sobre Occidente en su conjunto. El futuro está ciertamente en América; será, es verdad, menos violento y zafio que lo que domina en esos momentos en Europa; pero, en cualquier caso, nada tiene que ver con la emancipación y la libertad, y todo con el control y la heteroadministración.

Estamos ante el tercer espejo americano. Los dos anteriores podían ser benévolos y alimentar algunas de las variantes del americanismo europeo. Este último, por el contrario, es cerradamente negativo y, presentando a América como la tierra de la falsa libertad, el conformismo, la grosería y la barbarie, es la expresión tópica de alguno de los antiamericanismos europeos. Con todo, aunque enfrentadas en su juicio final, estas imágenes tan diferentes tienen algo en común. Offe lo subraya: se trata de la idea de la convergencia final en la deriva relativamente diferenciada de los dos pilares, europeo y americano, del Occidente civilizado; las trayectorias son autónomas, los ritmos disímiles, pero idéntica la meta final: de ahí que lo que le pasara a América o a Europa fuera aleccionador para la otra. Si el bostoniano que viajaba a Europa veía en ella un pasado patético o encantador, o un futuro refinado y exquisito, el berlinés que viajaba a América sabía también que lo que observaba hablaba de él, de su pasado o de su futuro, de lo maravilloso a la espera o de la pesadilla por venir. Uno era el tiempo del mundo, aunque muchos fueran los contendientes por alcanzar la meta final.

Offe asegura que esa manera de ver las cosas no es ya sostenible. El mundo en que vivimos no es de convergencia, sino de hegemonía. América ha dejado de ser pariente retrasado o adelantado para convertirse en ama y señora. En consecuencia, ya no se trata de descubrir en ella nuestro pasado o nuestro futuro, sino de atender a sus características diferenciales, pues son las que marcan sus actuaciones y definen nuestro presente. Para lograrlo habría que emanciparse del núcleo duro de las propuestas de esos geniales visitantes que miraron en el espejo americano la imagen de nosotros mismos. ¿Cómo hacerlo? Evidentemente, partiendo del diagnóstico de sus errores. Offe se limita a plantear algunos apuntes y sugerencias en este sentido. Tal vez habría que dejar de reverenciar el retrato que Tocqueville nos brindó de las virtudes de las sectas americanas y del asociacionismo cívico. Ciertamente, tampoco parece muy plausible ese retrato weberiano que se empeñaba en reencontrar a los antepasados puritanos del siglo xvii en la América de principios del xx. Y, desde luego, la aproximación paranoica de un Adorno a la lógica de la dominación cultural retrata más bien las insuficiencias de quien, en realidad, no concebía escuchar a Beethoven por la radio, lejos de las refinadas salas de concierto de Alemania.

Lo que hay que pensar, pues, es la diferencia que genera trayectorias distintas en Europa y América. Un libro de estas modestas dimensiones no puede adentrarse suficientemente en tan arduo territorio. Con todo, apunta algunas pistas nada desdeñables. Sugiero al lector que atienda a la que se esboza en forma de digresión, tras la exposición sobre Tocqueville (pp. 53 y ss.). Lo que allí se propone es que la diferencia europeo-americana radica en lo disímil que fue el proceso de construcción del Estado en ambos continentes. Las comunidades de disidentes religiosos que desembarcaron en América del Norte intentaron siempre proteger las libertades religiosas de la acción del Estado, lo que llevó a configurarlo como una maquinaria débil hacia el interior y que sólo justificaba su necesidad frente a los enemigos de fuera. Por su parte, los europeos que sufrieron las guerras religiosas anteriores a Westfalia intentaron justamente lo contrario: preservar al Estado de la acción de los grupos religiosos y construir una maquinaria política que pudiera garantizar las libertades y la acción pública por encima de las Iglesias. De esta diferencia surgen muchas otras: una distinta delimitación de la esfera de acción del Estado, unas disímiles relaciones entre la positividad jurídica y la libre voluntad contractual, una fundamentación distinta de las libertades, una manera diferente de legitimar las decisiones políticas, tendencias muy contrapuestas a la hora de recurrir a argumentos religiosos, morales, jurídicos o puramente políticos en las luchas (internas y externas) por el poder, modos incompatibles de pensar la diferencia amigo/enemigo, etc. Son todos temas relevantes que sólo una indagación de más altos vuelos puede esclarecer. En cualquier caso, parece que la idea de una carrera europeo-americana hacia la modernidad animada por mutuos adelantamientos carece ya de fundamento, por muy tópica que fuera en los últimos dos siglos. Vivimos otro mundo, pero podemos estar seguros de que, a europeos y americanos, nos seguirán apasionando las historias de los otros. De ahí la actualidad de este pequeño gran libro de Claus Offe. 

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