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El cine norteamericano tiene afición reiterada a realizar películas sobre catástrofes. Por ejemplo, el hundimiento del Titanic ha motivado numerosas versiones fílmicas, y la última ha resultado, al parecer, la más costosa producción de la historia. Acaso bajo la fascinación que muestran los productores hacia ese suceso fatal, en que una soberbia tecnología humana fue avasallada por las fuerzas de la naturaleza, se oculte otro motivo inconsciente, pues desde ciertas perspectivas, el hundimiento del Titanic no deja de ser el fracaso de una gigantesca inversión económica. Algo de tentación morbosa, mezcla de conjuro y magia simpática, parece haber en esa inclinación a gastar tanto dinero en reproducir una vez más el ruinoso naufragio. En el caso de Armageddon no se nos relata una catástrofe sucedida, sino posible, según las últimas especulaciones estadísticas de los astrónomos. Un meteorito puede terminar con las actuales formas de vida en la Tierra, del mismo modo que otro de esos incontrolables fragmentos estelares causó, hace 65 millones de años, la extinción de los dinosaurios. El funesto vaticinio ha penetrado con tal vigor en la órbita de la vida diaria norteamericana, que ya se han realizado varias películas sobre el mismo asunto, y National Geographic le ha dedicado un sombrío documental en que demuestra que no sólo han sido producidos por meteoritos ciertos impresionantes cráteres de algunos desiertos, sino el propio entorno geográfico de viejas ciudades europeas. La obsesión llega a tal punto que, en estos momentos, en la Smithsonian Institution de Washington, en el mismísimo corazón del imperio, el espectáculo que ofrece el planetario del National Air and Space Museum proyecta sobre el abrumado espectador una historia del universo y del sistema solar que concluye con el planeta Tierra recibiendo el impacto de un gigantesco meteorito. Ese es, pues, el tema de Armageddon, la película que está resultando reina de las taquillas en los últimos tiempos. Encajados dentro de la tradición del género «de acción», los personajes se ajustan a dos grandes núcleos dramáticos: por un lado, el institucional, que componen los científicos de la NASA, los políticos del entorno presidencial y los militares; por otro, el de los héroes, en este caso un grupo de obreros cualificados –petroleros– que deben viajar hasta el meteorito que se acerca a la Tierra para perforarlo y colocar en sus entrañas la potentísima carga nuclear capaz de anular su amenaza. Es el viejo tema de Perseo en lucha con el monstruo marino para salvar a Andrómeda, el tema de San Jorge y el dragón que luego se fijó con fuerza en ciertos motivos de la andante caballería, filtrado por un modelo de fantasía científica positivista y optimista, deudor de Jules Verne y Arthur Clarke. La historia se ha proyectado con eso que se llama largo aliento –la película llega casi a las dos horas y media– y puede dividirse en cuatro partes principales: el anuncio de la catástrofe, la elección y preparación de los héroes, los prolegómenos inmediatos de la hazaña y la hazaña propiamente dicha. La posibilidad de la aniquilación de toda la especie humana es el desenlace más dramático que pueda imaginarse, y crea una tensión inicial muy fuerte en el espectador. Por eso el gran reto de la historia era establecer intrigas subsidiarias que, en cierto modo, se superpusiesen a la gran inquietud, no dejasen de enriquecer la emoción y mantuvieran el interés. Sin embargo, lo que va sucediendo en la primera mitad de la película no es sino una manera de ir entreteniendo la espera hasta el punto culminante, que no puede ser otro que la aventura espacial y el enfrentamiento final. La aventura que se narra lleva consigo los requerimientos del género, y la problemática general y externa se va conjugando discretamente con la que afecta a cada personaje en su individualidad. Dentro de un panorama psicológico convencional y de un simplismo quizá inevitable –la desenfadada indisciplina de los petroleros recuerda a los televisivos «hombres de Harrelson»–, se puede decir que ha habido un intento no desafortunado por matizar y dar verosimilitud a las diferentes actitudes. La historia se narra mediante lo que en literatura sería fraseo corto y fragmentos breves y rápidos, con abundante contrapunto de escenas. Primerísimos planos, barridos, panorámicas, una cámara incansable pretende, sin duda, administrar crecientemente los grados de un interés que debe llegar al punto álgido en las más crispadas circunstancias. En la larga secuencia de la hazaña que destruirá la cósmica amenaza, el tiempo real en que suceden los hechos parece andar un poco a la greña con el tiempo que marcan los implacables relojes, pero las vueltas de tuerca emocionales se suceden hasta el paroxismo, entre otras cosas para dar también mayor dimensión a la grandeza de los héroes, que, en la tradición del tema clásico, ejercitarán el sentido de la solidaridad, el coraje y la extrema abnegación. Hay que decir que los efectos especiales son extraordinarios desde los primeros momentos. Nueva York es acribillado por una lluvia de meteoritos –con el derrumbamiento del edificio Chrysler– y destruido por un impacto colosal ese París que siempre ha hecho suspirar cinematográficamente a los norteamericanos. Es excelente el ominoso escenario de la gesta final. Como es lógico, la película nos muestra a los Estados Unidos como salvadores de la humanidad –representada principalmente por ciertas escenas de pueblos asiáticos y árabes, y un fotograma perdido, uno, de algún rincón del mundo hispánico–, aunque conviene señalar que el éxito del proyecto se debe a una especie de subordinación final de los científicos y técnicos civiles, que para conseguir su objetivo deben luchar también contra los apresuramientos de ciertos políticos ineptos y las feroces rigideces del reglamento militar. Con una sospechosa y prescindible secuencia en que se ridiculiza a Greenpeace, el beneficiario último de las inquietudes que la película debe despertar es, sin duda, la NASA, a cuyos escasos presupuestos se alude en el transcurso de la acción. Parece que el agua recién descubierta en los casquetes polares de la Luna, o ese cauce fluvial que tras millones de años de sequía y violentas tormentas de polvo fueron capaces de vislumbrar en Marte los científicos de la agencia espacial, forman parte de la misma campaña. Más dinero para la NASA. Pues que sea para bien.

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