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Las entrañas del fascista

LO SECO Y LO HÚMEDO. UNA BREVE INCURSIÓN EN TERRITORIO FASCISTA

Jonathan Littell

RBA, Barcelona

Trad. de María Teresa Gallego Urrutia

140 pp. 17 €

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Hay veces en que los estudios sobre el fascismo y sus peculiaridades actúan como la piedra de Sísifo: cuantas más interpretaciones leemos sobre él, menos tenemos la sensación de comprenderlo. El breve ensayo Lo seco y lo húmedo, de Jonathan Littell –trabajo preparatorio para su monumental novela Las benévolas–, contribuye en gran medida a despistarnos. Littell se propone ahondar aquí en la esencia psicológica del fascista, y para ello parte casi exclusivamente de dos libros: el testimonio autobiográfico La campagne de Russie del fascista Léon Degrelle y el ensayo Männerphantasien (Fantasías masculinas) del estudioso alemán Klaus Theweleit, haciéndolos encajar hábilmente como las dos piezas de un gran rompecabezas.

El libro de Theweleit, publicado en 1977, puede relacionarse directamente con la discusión sobre las estructuras patriarcales surgida del ideario sesentayochista. Para Theweleit, que emplea a su vez como fuente los textos autobiográficos de siete miembros de los cuerpos paramilitares alemanes de entreguerras (Freikorps), el fascismo no sería una ideología, sino un recurso psicológico para enfrentarse a la realidad. El fascista sería un hombre que todavía no se ha separado plenamente de la madre, «el-que-aún-no-ha-acabado-de-nacer», cuyo único yo es un rígido caparazón que lo protege de las temibles pulsiones de su interior, asociadas a lo húmedo, lo amorfo, lo acuoso y lo femenino. Al proyectar su interior hacia el exterior, el fascista percibe el mundo como una masa igualmente informe y blanda a la que debe imponer la rigidez fálica de su yo, ya sea poniéndole paredes al caos o enfrentándole su propio cuerpo en el combate.

El ensayo de Littell es entretenido, sugerente y poco convencional. Littell parece compartir con Theweleit el rechazo premeditado de las convenciones del discurso académico, aunque a veces eso le haga caer en cierta simplicidad escolar, impropia del imponente estilo literario de su gran novela ya mencionada. Las interpretaciones del interesante material gráfico que proporciona constituyen pequeños ensayos en sí mismos, como su excurso sobre la supuesta identificación entre Degrelle y Tintín. Otro de sus méritos es el de aproximarnos por medio de extensas y abundantes citas, que ocupan casi la mitad del ensayo, al texto comúnmente tabuizado de Degrelle, cuya insensata glorificación de la guerra y sus numerosas falacias e inexactitudes, de las que Littell nos advierte, aparecen bajo un estilo literario a ratos extraordinariamente envolvente. (Por cierto, que la eficacia literaria de Degrelle contribuye a cuestionar una vez más el tópico del nazi como bárbaro e inculto, algo que, por otro lado, Littell ya pone de manifiesto mediante el protagonista de su novela, Max Aue).

Quizá la mayor debilidad de este libro sea su ineficacia para responder al interrogante sobre la naturaleza del fascista que se plantea explorar (un reproche que, ciertamente, puede hacerse extensivo a las tesis de Theweleit). Por ejemplo, ¿fue Degrelle un fascista o un nazi? Littell emplea de continuo el término fascista, si bien la admiración confesa que Degrelle sentía por Hitler, su militancia en la Sturmbrigade «Valonia» de la Waffen-SS y su comprometido combate contra los rusos en el frente oriental harían igualmente lícita la segunda denominación. Según nos hace saber Littell, Degrelle es «rabiosamente racista», aspecto que lo acercaría más al nazismo que al fascismo, aunque Littell descarte esta deducción al indicarnos que el racismo de Degrelle «es cultural y no biológico», lo cual supuestamente lo diferenciaría de Hitler, cuando en realidad el racismo del dictador era tanto una cosa como la otra. Por otro lado, para enunciar sus tesis, Theweleit emplea indistintamente los términos de «fascista» y de «hombre-soldado», lo cual casa con su teoría de que el fascismo no es una ideología, sino un estado corporal que consiste en someter al mundo a las necesidades del propio cuerpo. Sin embargo, los «hombres-soldado» à la Degrelle han existido siempre y siguen existiendo en la actualidad. Y así nos lo confirma Littell en su «Post-scriptum»: «La sonrisa de oreja a oreja del hombre-soldado, su entusiasmo corporal ante la muerte que causa no es […] una peculiaridad del “fascista” ni del nazi», a lo que añade que sería conveniente aplicar también esta categoría, por ejemplo, a los militares estalinistas.

Aceptemos por un momento que la categoría «fascista» –y es de suponer que también la categoría «nazi»– esté perfectamente englobada en otra superior, la del «hombre-soldado», que en principio abarcaría a su vez a la principal antítesis ideológica del nazismo: los militares estalinistas. ¿Qué hacemos entonces con la afirmación de Littell según la cual Adolf Eichmann, el brazo ejecutor del Holocausto, no sería un «fascista», sino un simple caso de «vacuidad moral»? Es verdad que Eichmann no era precisamente lo que podríamos llamar un «hombre-soldado»; pero tampoco lo fue el exquisito Albert Speer, y en puridad tampoco Goebbels ni Himmler. Y eso nos llevaría al absurdo de suponer que un militar estalinista podría acabar siendo más nazi o más fascista que Adolf Eichmann.

La incongruencia surge del hecho de que el fascismo puede coincidir, en efecto, con un «estado del cuerpo» o una categoría psicológica como las que define Theweleit, pero nunca será sólo eso. Entre otras cosas, el fascismo es también una ideología o, incluso, una religión secular que termina por absorberlo todo, incluidos los pequeños criminales de oficina como Eichmann. Habla a favor de este ensayo que el propio Littell admita esta confusión: «Pues tal es el tema que, fuere cual fuere el rigor con el que se lo delimite, siempre se escapa por algún sitio». Y de ahí surge, probablemente, la inmarcesible fascinación que aún hoy despierta el fascismo.

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