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Alter Ego

Mi otra vida

PAUL THEROUX

Seix Barral, Barcelona, 571 págs.

Trad. de Diego Friera y María José Díez

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En la vida de todo lector hay un momento crucial y desconcertante: cuando se entera de que el Marcel Proust que aparece citado con su nombre y apellido a lo largo de En busca del tiempo perdido no es el Marcel Proust biográfico, sino una suerte de doble o ectoplasma, o una sombra intrusa que se desliza en el cuerpo de la novela. Borges –una de cuyas frases encabeza el presente libro de Paul Theroux– explotó ese filón a lo largo de muchas páginas memorables, al intentar convencernos educadamente, quizá por timidez, de que él, en realidad, no era el auténtico Borges. El Borges opcional que suplantaba al Borges real y escribía sus relatos y poemas bañados en el oro de los tigres era otro Borges; para ser exactos, el Otro. L

a presente ¿novela? de Paul Theroux (Massachusetts, 1941) prolonga y amplía esta broma literaria al presentar, en este libro, una autobiografía ficticia o, como él mismo señala en la nota preliminar, «unas memorias imaginarias». El Paul Theroux que aparece a lo largo de las páginas de este libro titulado con precisión Mi otra vida no es Paul Theroux, igual que Proust no era Proust ni Borges era Borges. Como se ve, todo esto es un juego de espejos que complica y diluye las ya de por sí complicadas relaciones entre la llamada realidad y la llamada ficción. Paul Theroux, autor de libros de viajes y novelas de aventuras, bien conocido del público mayoritario gracias a sus relatos adaptados al cine (sobre todo por Lacosta de los mosquitos, de 1981, protagonizada por un atolondrado Harrison Ford), ha querido mezclar ficción y realidad –ignoramos en qué proporción–, siendo el resultado de todo ello un libro en el que las virtudes y los defectos andan igualados.

A lo largo de la obra, el autor va desgranando con sobriedad distintos episodios de su biografía, comenzando por su estancia en una leprosería africana, su vida matrimonial y su empleo como profesor universitario en el Singapur de los años setenta, con la guerra de Vietnam como telón de fondo, donde sus sacrificios para convertirse en escritor encuentran un trampolín idóneo en la figura un tanto peliculera del excéntrico millonario Harry Lazard, quien le instala en su mansión con piscina y le concede un sueldo fabuloso sólo por darle algunas esporádicas y más bien desganadas lecciones de poesía, dejándole todo el tiempo libre para escribir sus novelas. Vamos, el sueño de todo escritor. Allí Theroux roba (o finge que roba) una máscara funeraria de enorme valor, la vende en Londres y con el dinero obtenido del robo adquiere nada menos que una casa victoriana en Clapham. Este giro picaresco queda patente en el sarcástico aire de superioridad con que el novelista retrata la vida literaria londinense, entregándose a un sonrojante y poco púdico ejercicio de narcisismo y autobombo. Una lectora se acerca a Theroux y le dice (y él lo transcribe encantado): «De veras admiro lo que escribe. A decir verdad, creo que podría ser poseedor de esa extraña combinación de cualidades que da lugar a un escritor genial».

«Esa extraña combinación de cualidades» resulta ser, según se encarga de especificar a continuación la propietaria de la frase, «megalomanía absoluta y olfato para lo que el público quiere leer», lo cual constituye, en nuestra opinión, una definición bastante aproximada de lo que no es un escritor.

En sus momentos peores, Theroux lo mira todo con aire ligeramente despectivo, por encima del hombro, como si él fuese mejor o más listo o estuviese dotado de un talento fuera de lo común, lo que tampoco es el caso. Siempre se las arregla para quedar un poco por encima de su interlocutor, a quien presenta como alguien un tanto ridículo, o chiflado, o de personalidad poco fiable. Con ello muestra una actitud rígida, un poco envarada, de quien se toma a sí mismo demasiado en serio, sin pizca de sentido del humor. Esto no quita para que Theroux haga gala de una enorme eficacia narrativa –esa eficacia que puede llegar a alcanzar un guionista de cine competente, para entendernos– al que en determinados pasajes sobra autocomplacencia. Al menos, es sincero cuando reconoce: «Quiero lo que quieren la mayoría de los escritores: grandes elogios. La crítica nunca ayuda y es siempre aburrida. Si no puede animarme, por favor, déjeme en paz».

Toda esa seguridad en sí mismo se desploma al llegar a los capítulos finales, los más humanos del libro, donde el personaje narra su ruptura matrimonial, con la consiguiente caída en picado, soledad, pérdida del norte, recurso al psicoanálisis para salir del pozo, recuperación de viejas amistades, conquista de una precaria serenidad y hora de hacer balance. En esas páginas se halla, quizá, la parte más lograda de la ¿novela? Paul Theroux representa la enésima reencarnación de la figura del escritor aventurero, del que Hemingway fue el paradigma. Unos de esos escritores trotamundos que aparecen en las fotos promocionales posando con camisas hawaianas y estampados de palmeras, o bien fumando en pipa con uno de esos chalecos multiusos, repletos de bolsillos, concebidos para guardar cosas prácticas y municiones. Convertida en tópico por culpa de la insistencia masiva de los medios de comunicación y el turismo, esa imagen hoy en día ha quedado devaluada y reducida a una guardarropía de gestos caricaturescos para seguidores de Indiana Jones y a los consabidos anuncios publicitarios de colonias varoniles. Para bien y para mal, ahí está la tradición de Paul Theroux y esa es la fuente de la que bebe su libro. Su prosa es directa y descarnada, jamás se permite una digresión extemporánea o lírica que esté fuera de lugar ni se anda por la ramas. Es lo contrario de Proust. Theroux economiza sus gestos y los comprime en una prosa muy pegada a la tierra, bastante plana, sin brillos, aunque hablar de una mujer que no lleva ropa interior refiriéndose a «la oscura tarántula de sus partes pudendas» (puede deberse a la traducción, a veces algo floja y desmañada) suena rebuscado y puritano.

Con todo, Mi otra vida no es un libro desdeñable. Por descontado, Theroux domina los recursos narrativos para hacer que el argumento que cuenta interese en todo momento al lector, sabe cómo dosificar la intriga y crear la expectación suficiente para conseguir que siempre ocurra algo nuevo y excitante y la historia se desarrolle y avance sin contratiempos, capítulo tras capítulo. Salvo mínimas excepciones, huye de los tiempos muertos. El resultado es un conjunto de episodios ágiles y vistosos, bien contados, coloristas y con gran sentido del ritmo, bonitos y agradables que, para decirlo todo, dejan poca huella en el lector. Como autor de best-sellers y representante de una corriente literaria basada en el entretenimiento, atenta siempre a la respiración del mercado, Theroux sacrifica demasiadas cosas importantes en aras de una supuesta amenidad, lo que, a la larga, acaba volviéndose en contra de él. Si no fuese una exageración, uno estaría tentado de escribir que lo que Theroux sacrifica en su camino, con tal de no defraudar las expectativas del lector medio, es la propia literatura. Es decir, que su escritura parte de una renuncia previa a la ambición verbal, la exploración de la oscuridad que late bajo las apariencias visibles y la complejidad de las voces del misterio, lo cual coloca su texto en la categoría de los libros inofensivos, dominicales, aptos para ser consumidos de aperitivo sin demasiado gasto de energía durante el descanso vacacional. Para el lector que conciba la literatura como pasatiempo y evasión (y está en su legítimo derecho), este libro es adecuado y, a su manera comercial, admirable. Por el contrario, si el lector es de esos inconformistas que exigen de la prosa mayor profundidad y un vuelo artístico más amplio, es posible que estas páginas lo dejen insatisfecho.

El desparpajo, el pintoresquismo local, la desenvoltura periodística, la pincelada exótica, pueden dar (y con frecuencia lo dan) como resultado la confección de reportajes solventes, pero nada más. La literatura es otra cosa. Llegados a cierto punto, la facilidad para mover la muñeca de la que Theroux hace gala, más que una virtud, termina siendo un defecto. En nuestra opinión, y dicho con todo respeto, la literatura que de verdad importa comienza justo en el punto en que termina la facilidad para mover la muñeca. A un autor como Theroux, Kafka tiene poco que decirle. Es lógico. A Theroux no se le ocurre pensar que lo que él llama el gimoteo nervioso de los Diarios de Kafka fuese quizá su forma desamparada de acercarse a la verdad de los hechos sin maquillarlos.

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Ficha técnica

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