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Alivio de luto

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La primera vez que tuve noticia de los bals à victimes fue por una frase aislada de la Historia de la Revolución Francesa de Carlyle, quien, como se sabe, adoptó hacia los acontecimientos que habían aterrorizado a la generación de sus abuelos un punto de vista algo más comprensivo que el que había manifestado el irlandés Edmund Burke, riguroso contemporáneo del proceso revolucionario. En este libro pesadísimo, considerado pieza clave de la historiografía romántica, Carlyle se refiere a un tipo de baile que se habría puesto de moda tras la caída de Robespierre (9 Thermidor, 27 de julio de 1794) y al que sólo podían asistir los que acreditasen ser parientes cercanos de algunos de los ejecutados durante el Terror.
Me llamó inmediatamente la atención el carácter macabro del hecho y, durante mucho tiempo busqué documentación acerca de esa extraña moda. Hallé pocas referencias, pero constaté que algunos historiadores solventes –incluyendo François Furet– recogían con más o menos entusiasmo y escepticismo la posibilidad de que esos insólitos saraos hubieran tenido lugar. Pero no hay nada seguro acerca de su existencia –ni siquiera, al parecer, un testimonio auténticamente fiable en los grandes memorialistas del período– más allá de las «reconstrucciones» sesgadas de algunos cronistas a quienes también les movía el morbo o la intención política y que fueron añadiendo características siniestras a sus referencias de segunda mano. Según algunas de ellas, citadas por Ronald Schechter en un trabajo sobre este asunto publicado en Representations (enero de 1998), en la etiqueta de aquellos bailes figuraba que las damas debían acudir vestidas de la misma guisa en que sus madres o hermanas ajusticiadas habían sido conducidas a la guillotina –es decir, con el sayón carcelario y el célebre chal– y con los cabellos cortados al nivel del cuello. O que uno de los momentos culminantes de la danza tenía lugar cuando se ejecutaba un espectacular paso, denominado le salut à la victime, en el que los bailarines saludaban a sus parejas no con una modesta inclinación de la cabeza, sino con un brusco movimiento que trataba de remedar el involuntario de la testa de la víctima precisamente en el momento en que la guillotina la separaba del tronco.

De manera que, a pesar de que no hay nada que demuestre de modo fehaciente su existencia, los bals à victimes forman parte de la deformada mitología de la Revolución, como sucede a veces con determinados «acontecimientos» guardados en la «memoria histórica» de cada pueblo, y que el boca a oreja, la literatura, el periodismo o el cine se han encargado de transmitir. Un baile de víctimas, por ejemplo, puede verse en el  Napoleon (1927) de Abel Gance, en una escena en la que los títulos explican que, en los días siguientes al fin del ­Terror, se organizaban bailes para cuya asistencia era necesario haber perdido a alguien cercano en la guillotina.

En cualquier caso, el marco temporal en el que, de tener lugar, pudieron realizarse tales bailes son los días de lo que se ha llamado «reacción Termidoriana». Un tiempo en que, liberada de los rigores impuestos por el Incorruptible y sus seguidores, la gente daba rienda suelta a todo lo reprimido durante la República de la Virtud. Los cinco años que median entre el 9 Thermidor y el ascenso de Napoleón son ferozmente antipuritanos. La historia social relata el cambio de aires, que se refleja en todos los aspectos de la vida. Los nuevos ricos desean acabar con el jacobinismo, pero también con una temida restauración del Antiguo Régimen que ponga en cuestión las fuentes de su riqueza. La jeunesse dorée, con dinero abundante y ganas de gastárselo, invade las calles con alegría. Se abren los bailes, que frecuentan las merveilleuses y los incroyables, y las prostitutas regresan a sus lugares de trabajo. Se decreta la supresión de todo culto oficial (atrás queda la festividad en honor del Ser Supremo, el deísmo revolucionario), con lo que se permite el restablecimiento del catolicismo, pero sin derecho a ningún tipo de compensación a cuenta de la confiscación de sus bienes. Cambian las modas: la austeridad da paso a un nuevo gusto por la ostentación, en el que los hombres visten con amaneramiento y las mujeres alargan el escote de la túnica para mostrar generosamente el pecho. Son los inicios de la irresistible ascensión de gente como ­Teresa Cabarrús, «Nuestra Señora de Thermidor», como es llamada la amante (y más tarde esposa) del oportunista especulador Jean-Lambert Tallien. Es el momento también, de los camaleones políticos, de los tránsfugas.

Se ha acabado el Gran Terror que, en sus momentos culminantes, ponía a trabajar a Guillotina a pleno rendimiento, fagocitando incluso a los propios revolucionarios que la implantaron para acabar con los «enemigos de Francia», que eran todos los que se les oponían. Ahora se abren paso quienes desean aprovechar lo que la Revolución ha conseguido. Se trata de unos años de enorme inestabilidad política en los que, todavía, la situación puede decantarse a uno u otro lado: la tremenda represión de los jacobinos en Pradial (mayo) y de los monárquicos en Vendimiario (octubre) cierra el año 1795 dejando en muchos la sensación (que irá creciendo en el Directorio) de que sólo un poder militar fuerte podrá asegurar las conquistas de la Revolución que favorecen a las clases ascendentes, sin apoyar el regreso del Absolutismo.

Es en ese caldo de cultivo –confusión política, explosión de libertades, alivio relativo de la sensación de miedo– cuando se origina, seguramente a partir de un rumor popular surgido del rencor hacia los «frívolos» que ahora dirigen el proceso, el probable mito de los bals à victimes, una narración que funciona como epítome significativo de una manera de entender el Zeitgeist por parte de quienes desean transmitir  –a sus contemporá­neos y a sus descendientes– su propia sensación de inestabilidad y pérdida de valores. Y el mito se extiende por la simple razón de que se non è vero, e ben trovato.

Luego, a medida que se difunde –sobre todo a partir de la Restauración– el espíritu romántico, los bals à victimes pasaron a formar parte del imaginario «gótico» que hacía furor en Europa occidental. Probablemente los nietos de 1789 sintieron mucho más miedo a la Guillotina y a la Revolución de lo que nuestra generación ha sentido por las atrocidades del siglo xx, incluidas las que nos deparó el «incorruptible» Pol Pot en la enésima búsqueda del «hombre nuevo» posrevolucionario. A partir de los primeros años del siglo xix proliferaron las historias de horror o de fantasmas con guillotina al fondo: la «Aventura del estudiante alemán», de Washington Irving, anuncia las que escribirán otros autores que, como Victor Hugo, Alejandro Dumas, Eugenio Sue y muchos otros sintieron que era su potencial narrativo en pleno Romanticismo. Y que se integran perfectamente en esa tendencia que popularizan en Europa las obras claves del gótico maduro de Mary Shelley o Charles Robert Maturin. Los bailes de víctimas –reales o supuestos– forman una parte más subterránea y menos explotada del arsenal de motivos góticos.

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