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Alejandro Amenábar: Mar adentro

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En el comentario que dediqué a Tesis (Revista de libros, núm. 3, marzo de 1997), primera película de Alejandro Amenábar, anotaba dos reflexiones que abrían y cerraban el artículo. Decía yo que Amenábar representaba un modo de hacer cine distinto del precedente, que, con él y algún que otro miembro de su generación, se ponía término a la hegemonía del cine creacionista en España, un cine en que el ombligo del autor se había hecho más grande que la propia pantalla. Y terminaba diciendo que estos nuevos directores iban a protagonizar el milagro de meter a los españoles en el cine, en el doble sentido de atraerlos a las salas como público y en el decisivo de convertirlos en personajes de ficción cinematográfica dotados de verosimilitud.

Parece que estos casi ocho años transcurridos desde entonces demuestran que ambas cosas han resultado bastante ciertas. Ahí están las obras de Fernando León de Aranoa, Iciar Bollaín o Benito Zambrano, y de algunos otros, con buen comportamiento en taquilla y un rico plantel de tipos humanos convertidos en personajes de ficción, superándose, por fin, esa insuficiencia casi crónica de nuestro cine para crear caracteres auténticos: el meramente comercial, porque se contentaba con retratar caricaturas de sainete o de astracán; el de autor, porque abrumaba con entelequias de laboratorio, casi siempre irreconocibles por el espectador.

Amenábar se ha atrevido, además, con películas de género de las que ha sabido salir airoso. Después de Abre los ojos, película de invención compleja por demasiado truculenta, y que, sin embargo, también recibió el favor del público, alcanzó la internacionalidad con Los otros, producida por Tom Cruise e interpretada por Nicole Kidman, como todo el mundo sabe, y que supuso un significativo paso adelante en su carrera, no tanto por la abundancia de recursos con que contó como por la sabia utilización que hizo de ellos.

Está, pues, de sobra acreditado que Amenábar es, a estas alturas, un cineasta que maneja con soltura y propiedad el medio en el que trabaja, habiendo corroborado con su trayectoria posterior que su primera película, sorprendente ganadora de siete Goyas, no fue ni mucho menos fruto de la casualidad. Ahora, con Mar adentro, ha alcanzado la madurez, al menos la madurez expresiva, y esto es mucho decir para quien acaba de cumplir los treinta años. A mi modo de ver, Mar adentro es su mejor película, por su pericia técnica, su inteligencia narrativa y su brillante pulsión poética. Y si no me atrevo a considerarla una obra perfecta es por aquello que no puede ser evaluado con idéntico criterio por no estar en la película, puesto que sus autores, guionista y director, decidieron dejarlo fuera, aunque, a la postre tal ausencia venga a menoscabar no tanto sus logros, como la naturaleza de su seducción.

La película narra la historia de Ramón Sampedro que, como el lector sabe muy bien, fue ese ciudadano gallego que, postrado en la cama con una tetraplejía producida por un accidente, reclamaba el derecho al suicidio. Sampedro quería conseguir que alguien le ayudara a morir sin que fuera luego criminalizado por ello. El asunto iba, pues, mucho más allá de lo meramente individual. Su peripecia vital presentaba dos planos muy destacados: el privado o íntimo, y el público o político y judicial.

Amenábar y su guionista Mateo Gil han optado por prestar atención preferente al primero, sin ahondar en el segundo, que tratan de modo bastante raquítico y algo maniqueo. Las derivaciones del caso, la pugna con los jueces y con la legislación, la polémica con colectivos que claman por la vida a cualquier precio o simplemente con otras personas con una limitación física semejante, no merecen mucha más atención que la de servir de obligado telón de fondo. Y, sin embargo, esa pugna y esa polémica son lo que hicieron de Ramón Sampedro un icono en los medios de comunicación españoles, con su amplia calva central y sus aladares canosos.

En los telefilmes americanos, inspirados en casos reales y que constituyen todo un género, se suele optar por un camino diferente. Se ocultan identidades, no se persiguen parecidos físicos, se trasladan los escenarios y lo que queda en el guión es la esencia del conflicto, esa madre a la que le cambian la niña al nacer, ese hijo que busca a sus padres a los que ha creído muertos, etc. Naturalmente que caben todas las opciones. Pero a mi juicio, sólo un mayor énfasis en la vertiente social del caso Sampedro justificaría de manera cabal esas cinco horas de maquillaje que Javier Bardem debía soportar antes de cada sesión de rodaje, salvo que se persiguiera simplemente aprovechar la publicidad mediática que el caso tenía. Porque, y esto hay que subrayarlo, estoy seguro de que en otros países donde no se hayan tenido noticias del Sampedro real el espectador entenderá la historia lo mismo que el espectador español.

En Mar adentro no se cuenta tanto el «caso Sampedro» como la biografía de Sampedro, cuya vida se sintetiza en los últimos meses o años de su vida, ya que la cronología no es muy explícita. El espectador conoce al personaje, igual que el público español tuvo conocimiento por los medios de comunicación del Sampedro real, como un tetrapléjico ya maduro, cansado de vivir y que reclamaba el derecho a que alguien le ayudara a quitarse la vida. Sus veintiocho años en la cama son, así, la clave de su biografía, al constituirse a la vez en el argumento y en la evidencia de la justicia de su petición. Y aunque hay saltos atrás en el tiempo, muy poéticos y logrados, en los que vemos el accidente en que un Sampedro vital y pletórico, que había dado la vuelta al mundo, perdió la movilidad, la película sólo se detiene para escrutar la vida de ese Sampedro que se ha convertido en el paladín de su propia muerte.

Ignoro si el modo de ser del Sampedro real se parece mucho o poco al de la película y tampoco importa demasiado. El de la película es, a pesar de su tremenda minusvalía, un ser capaz de enamorar y seducir, de convencer y persuadir, de reírse y de hacer reír. Por eso la pregunta que surge inmediatamente y que queda en el aire es si nuestro hombre quiso morir desde el primer momento después de su accidente, o si alentó alguna esperanza y con el paso del tiempo la fue perdiendo, hasta llegar a esa determinación que le hizo famoso y a la que fue tan fiel, porque ningún titubeo se ve, tanto en el Sampedro real como en el interpretado por Bardem, a la hora de tomar ante las cámaras el veneno que lo mataría. Se diría, antes bien, que ésa es la hora de su mayor triunfo.

Y aquí se da la gran paradoja de que, precisamente porque Amenábar ha sabido caracterizar tan magistralmente a su personaje, el espectador siente la necesidad de conocer más datos sobre su vida. Una personalidad tan rica, tan sensible, tan inteligente, como la que se nos muestra, dotada de una ironía seductora, capaz de atraer el interés y la atención de mujeres de distinta condición, a pesar de su terrible estado, podría haber encontrado en la vida suficientes alicientes como para seguir viviendo. Algo queda apuntado en la película, aunque de manera insuficiente, cuando Sampedro declara que, tras el accidente, su novia se mostró dispuesta a casarse con él y él la dispensó de su compromiso. Más énfasis en este dato y en esta época hubieran completado el círculo para un mejor entendimiento del personaje, puesto que, en medio de su desgracia, posee una irradiación que no sólo magnetiza a sus próximos, la familia que le cuida, la cooperante que lo ayuda, la abogada que lo defiende, la trabajadora que lo admira, sino también al público.

Este entorno de Sampedro es uno de los mayores aciertos de Mar adentro. La interpretación de cada personaje merece la mención expresa del nombre del actor que le da vida. De Javier Bardem no cabe sino decir que, milagros del maquillaje aparte, está a la altura de sus mejores trabajos, con el valor añadido de que se trata de un actor joven haciendo de hombre maduro. Pero el resto del elenco no le va a la zaga, desde la cuñada, Mabel Rivero; el hermano, Celso Bugallo; el sobrino, Tamar Novas; el padre, Joan Dalmau, hasta la abogada, Belén Rueda, muy guapa y entonada, y, sobre todo, la chica de la fábrica de conservas de pescado, Lola Dueñas, insuperable en su papel. Algún don tiene Amenábar, que sabe extraer de los actores tamañas cotas de calidad interpretativa, porque no es sólo cuando hablan, es también en los silencios, en las miradas, en los gestos, contenidos y sobrios, precisos y exactos. Formidable. Siendo todos los tipos humanos notables construcciones –la del hermano José, la de la cuñada, la del sobrino–, la de Rosa (Lola Dueñas), la chica que en definitiva se presta a ayudarle a morir, por amor a él, es ciertamente magistral.

Desde este punto de vista, como desde tantos otros, la película resulta impecable, llena de detalles sutiles que sirven para provocar una emoción en el espectador que no es fruto de un sentimentalismo barato, sino de relaciones de afecto y de amor, profundas y serias, de conflictos personales en que intervienen las creencias y los sentimientos.

Bastante menos feliz me parece el tratamiento que se hace de la episódica contrafigura de Sampedro, ese cura, el padre Francisco, que interpreta José María Pou, tratamiento sin duda intencionado porque no parece que a Amenábar y a su guionista se les haya ido nada de las manos. Es una secuencia concreta, pero que representa muy bien cuanto decíamos antes. Me refiero a esa visita que hace el cura tetrapléjico a la casa de Sampedro y cuya silla de ruedas no cabe por las escaleras, con lo que se ven forzados a mantener un diálogo a gritos o por persona interpuesta en el que hay una leve pero perceptible intención ridiculizadora. Algo que, lejos de sorprender, resulta casi natural. Porque ya hemos apuntado que todo el contexto de la película ha quedado sometido de inmediato, es decir, a priori, a la personalidad de Sampedro, esa personalidad magnetizante y esclarecida, a la que se rinden parias, colocando al espectador de su parte, sin más averiguaciones ni indagaciones que la evidencia de su minusvalía. Otras opciones, otros puntos de vista, apenas merecen consideración.

Y no hay que olvidar que Sampedro era un minusválido, pero no era un enfermo terminal. En una situación parecida a la de Sampedro hay otras muchas personas en el mundo que viven, a pesar de sus terribles limitaciones, una vida provechosa y satisfactoria; se me ocurren los nombres de Stephen Hawking o el de Christopher Reeve, el famoso Supermán de tan reciente y triste fallecimiento. Sampedro estaba en su derecho de pedir lo que pedía y probablemente de hacer lo que finalmente hizo, pero parece discutible que su opción deba de quedar moralmente por encima de otras, hasta el punto de ponerlas en entredicho en las escenas más hilarantes de la película.

Eso, como ya ha quedado dicho, es lo que a mi modo de ver impide que la película sea una obra maestra, y lo que probablemente le impedirá conseguir un Oscar, tan merecido desde otros puntos de vista. A la postre, Amenábar parece querer decirnos en Mar adentro que el caso Sampedro no es un problema sobre el que debamos debatir o un asunto sobre el que reflexionar, sino la triste epopeya de un hombre cabal para lograr poner término a su vida. Pero, insisto, Sampedro no era un enfermo terminal: además, requirió la ayuda de otros para poder culminar su propósito, y, para colmo, era muy querido por todos cuantos le rodeaban. Es cierto que su empeño en morir parecía nacer de su situación de disminuido, pero esa relación entre una cosa y otra no era necesariamente fatal. Profundizar en ello hubiera hecho definitivamente grande a Mar adentro, claro que entonces estaríamos hablando de otra cosa.

Como el lector habrá comprendido, la película no es en ningún sentido baladí. Lo que cuenta lo cuenta con maestría, ya lo hemos dicho, y con inspiración. El tiempo narrado, en las dos horas largas que dura, se comprime muy poéticamente con verdadera sabiduría narrativa, en un juego visual de mar y cielo con el que comienza y termina, a la manera de una gran metáfora de la prisión que es la vida y la liberación que es la muerte. Y es verdad también que pocas veces en nuestro cine puede el espectador español reconocer el país en que vive con mayor proximidad y certidumbre.

 

Mar adentro, de Alejandro Aménabar, ha sido distribuida por Sogecine.

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