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La prédica del vicario de St Albion

A JOURNEY

Tony Blair

Hutchinson, Londres

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La revista satírica británica Private Eye ha incluido tradicionalmente una columna fija en la que se parodia al primer ministro de turno intentando imaginar su voz en otro contexto. Al retratar a Tony Blair como el «vicario de St Albion» –anglicano, progre, diligente y con una tendencia incontenible a practicar un cierto «coleguismo»–, que se comunica por medio de la hoja parroquial, dio en el blanco con una salvaje precisión. Como toda sátira verdaderamente eficaz, hacía suyo el lenguaje del blanco de su parodia con el tono perfecto. Ahora resulta muy difícil leer las memorias de Blair sin rememorar constantemente las «Noticias de la parroquia de St Albion». Al margen de ser además otras cosas, A Journey (Un viaje) es, sin ningún género de duda, la pura y auténtica vox Tonii. Aun al negro de mayor talento le habría resultado imposible recrear esta voz única a lo largo de casi setecientas páginas de párrafos staccato, palabras de moda y un tipo de prosa caracterizada por ese tono excesivamente amistoso que nos resulta tan familiar.

 

Este estilo accesiblemente campechano y popular constituye una parte crucial de la explicación del éxito político de Blair y de su enorme y duradero atractivo. A lo largo de su Viaje presenta su relación con el público inglés como una conexión cercana y simbiótica, si bien acabaría por agriarse en su tramo final. En sus propias palabras, Blair fue, en su mejor momento, «el político con el toque certero, el que podía expresar los pensamientos de la gente y, por tanto, moldearlos» (p. 602). Transmite la impresión de ser alguien desmesuradamente orgulloso de este hábil toque populista cuando parecía reportarle buenos dividendos, como piensa que fue el caso durante su muy repetido y empalagoso discurso tras la muerte de la princesa Diana. Es capaz incluso de reírse de sí mismo cuando las cosas le fueron horriblemente mal, como sucedió durante un memorable discurso en un momento crucial del proceso de paz de Irlanda del Norte. «Hoy no es un día para grandes declaraciones […]. Pero siento la mano de la historia sobre nuestro hombro» (p. 166). El «coleguismo» y el candor de Blair dan lugar también a algunos apartes desconcertantes pero, aun así, divertidos: cuando rememora su primer amor en Edimburgo; cuando reflexiona sobre la importancia de los cuartos de baño tanto dentro de la cultura británica en su conjunto como para él en particular; cuando recrea una terrible escena de dormitorio con Cherie (que le ha granjeado al libro la dudosa distinción de ser nominado al «Premio al Mal Sexo» de la Literary Review, que se concede normalmente a una obra de ficción).

Los lectores que acudirán, sin duda, en masa a A Journey no se sentirán atraídos por el libro, sin embargo, por ninguna promesa de prosa meliflua, sino por sus opiniones sobre las importantes controversias de la época de Blair: muy especialmente, la guerra en Irak y la relación de Blair con su ministro de Economía, Gordon Brown. A Irak se le dedican más de cien páginas del libro, mientras que el psicodrama «TB/GB» se muestra como una herida abierta a lo largo del libro, al igual que lo fue durante la década en que Blair fue primer ministro. Resulta interesante que estos dos asuntos fundamentales comporten una consideración de los pros y los contras de la contemporización como estrategia política. Nos quedamos sin albergar ninguna duda sobre la convicción de Blair de que contemporizar en el caso de Sadam Husein no era lo correcto, y esto se corresponde con sus recelos sobre el hecho de sí haber actuado de este modo, con consecuencias especialmente desestabilizadoras, en el caso de Brown.

En algunos sentidos, el material sobre Irak constituye el aspecto menos interesante del libro para cualquiera que haya seguido el tropel de informaciones y entrevistas publicadas, lo que ha brindado a Blair incontables oportunidades de desarrollar y defender la postura que presenta en A Journey. Otros lectores encontrarán aquí, sin embargo, una exposición completa y detallada de la postura de Blair sobre aquella guerra, incluidos sus lamentos por la falta de planificación con vistas a sus inmediatas secuelas. Aquellos que vilipendiaron el sesgo atlantista de la política exterior posterior al 11 de septiembre no se quedarán muy tranquilos después de leer su cariñoso retrato de George W. Bush (que incluye un intento de tomarse a broma el bien conocido saludo de «Yo, Blair» de Bush en San Petersburgo). Quienes simplemente no comulgaran con las premisas de la política exterior de Blair, y sigan sin hacerlo, encontrarán poco en estas páginas para hacerles cambiar de opinión. Aquellas premisas no han cambiado un ápice. Lleva a cabo un trabajo admirable al exponer los argumentos de la defensa, citando profusamente resoluciones de la ONU, conclusiones de investigaciones, informes de los inspectores de armas y discursos parlamentarios. Gran parte de estas pruebas se centran en el controvertido asunto de las armas de destrucción masiva, el casus belli cuyo no descubrimiento ha atormentado a Blair y ha provocado que haya sido tildado de mentiroso («Bliar») por las personas contrarias a la guerra y por otras que piensan que los motivos para emprenderla se presentaron de forma deshonesta o poco sincera.

Blair lamenta claramente la decisión sin precedentes de publicar un resumen de los datos obtenidos a través de los servicios de inteligencia sobre las armas de destrucción masiva como el infausto dossier de septiembre de 2002. Arguye que esto se hizo como respuesta a un clamor irresistible para que se hicieran públicas las pruebas y tiene ciertamente razón al señalar que el dossier no había sido elaborado por ministros. Resulta, no obstante, menos convincente al intentar minimizar la importancia de la afirmación de que Sadam Husein habría podido disponer de armas de destrucción masiva con carácter operativo a los cuarenta y cinco minutos de haber dado la orden de utilizarlas. A pesar de que nunca formara parte de su propia y explícita justificación parlamentaria de la guerra, resultó claramente relevante para que entre el público calara la idea de que Sadam representaba una amenaza clara, inminente y creíble. ¿Por qué si no fue elegida para su inclusión en el prólogo del informe, que fue redactado por Blair? Para alguien que se halla tan claramente decantado en sus ideas sobre otros asuntos y que se lamenta del insuficiente grado de matización que exhiben las opiniones de sus oponentes, parece peculiar que no pueda aceptar que el dossier fue al mismo tiempo una medida para responder a la opinión pública y una oportunidad de oro para influir en ella.

De forma más reveladora, quizás, al lector se le ofrece la explicación completa del contenido moral de las decisiones de política exterior durante la discusión anterior sobre Kosovo. La defensa del intervencionismo liberal surgió en un momento inicial de su mandato en un esbozo de algo que Blair califica de forma bastante jactanciosa como su «doctrina de la comunidad internacional», que fue formulada durante un discurso en Chicago en 1999. Su postura –que puede utilizarse la fuerza para derrocar a los dictadores, aumentar la seguridad y construir la democracia en busca de objetivos compartidos por la comunidad internacional en vez de quedar confinados dentro de las ideas más restringidamente definidas del «interés nacional»– se halla formulada, reformulada y remachada a lo largo del libro. Ello debe de haber supuesto enfrentarse a una curva de aprendizaje admirablemente empinada. En su condición de líder de la oposición, Blair no hizo discursos sobre defensa o política exterior. Tuvo que actuar muy rápidamente bajo la presión de los acontecimientos y su «visión» de una política exterior británica atlantista marcada por un intervencionismo liberal debió de ser tanto una respuesta a esos acontecimientos como el resultado de algún tipo de «doctrina Blair» importada o preexistente.

En las memorias, sin embargo, los problemas del mundo se entrelazan en un todo único, el producto de un mundo posterior al 11 de septiembre, lo que requiere una respuesta decidida que combine tanto el poder blando como el implacable. Un enfoque de tan amplio alcance podía ser en ocasiones fructífero e influyó claramente en muchas de las decisiones importantes de política exterior de Blair. Su análisis de numerosos aspectos de la política mundial es persuasivo, pero es en esta interconexión de la visión donde puede encontrarse una explicación para una gran parte de la oposición a Blair. No le dolieron prendas a la hora de meter en el mismo saco a Afganistán e Irak como parte de esencialmente el mismo problema y de articular la defensa moral de la intervención en el segundo de los dos países, al tiempo que seguía persiguiendo los objetivos políticamente deseables de más resoluciones de la ONU y apoyo internacional. Una vez que la gente supo de su convicción de que lo que procedía hacer era derribar a Sadam, lo más probable era que la diplomacia en las Naciones Unidas y la construcción de una coalición a golpe de jet set no parecieran a muchos otra cosa que un ritual cuidadosamente gestionado pero, en última instancia, carente de todo valor por no tratarse de un verdadero esfuerzo diplomático. La negativa a condenar la respuesta asimétrica de Israel a los ataques procedentes de Líbano en 2006 le hizo perder a Blair un capital político considerable y nació de una convicción similar. Examinar el problema como simplemente un asunto entre Israel y Líbano resultaba una actitud miope. Él y sólo él podía valorar los hechos en su adecuado contexto internacional: «Yo definía el problema como la lucha más amplia entre la presión del extremismo religioso en el islam y el resto de nosotros» (p. 599).

Aprehender las «grandes ideas» de Blair parece una tarea crucial para comprender sus años como primer ministro. Pasó a ser bastante habitual pensar en Blair y Brown en el marco de la famosa y malévola categorización de Isaiah Berlin de erizos y zorros. Blair era el erizo, que veía el mundo a través del prisma de una única idea; Brown era el zorro, que se basaba en un conjunto de experiencias e ideas y para quien cualquier problema resultaba inexplicable en términos de una idea única. En términos domésticos, la gran idea de Blair era el «Nuevo Laborismo». A lo largo de las páginas de A Journey ésta aparece machaconamente como su idea, aunque con contribuciones fundamentales de los anteriores dirigentes laboristas Neil Kinnock y John Smith y, por supuesto, de Gordon Brown. En ciertos sentidos, el tono es defensivo. Para Blair, «Nuevo Laborismo» era más que una etiqueta y en parte consigue describir su contenido intelectual como un intento de crear un nuevo paradigma en la política británica. Se basaba en ideas y no se trataba simplemente de una estrategia política huera concebida para lograr que el Partido Laborista resultara elegible.

Es a la hora de explicar el proyecto del «Nuevo Laborismo» donde esta biografía de un primer ministro transmite la sensación ligeramente peculiar del relato de alguien llegado de fuera. Aunque Blair niega el «mito» de que utilizara deliberadamente las disputas con su partido y con los sindicatos para demostrar al electorado que él se encontraba «por encima del partido», es exactamente así como se nos presenta en varios momentos su estrategia política. Del recuerdo de sus propios pensamientos cuando tomó posesión del puesto de primer ministro resulta difícil evitar sacar una conclusión: «Me encontraba solo. No iba a haber más equipo, no iba a haber más emociones compartidas entre un grupo de íntimos. Estarían ellos; y estaría yo» (p. 11). En las páginas de A Journey encontramos numerosas referencias a esta sensación de aislamiento: a estar en el Partido Laborista pero sin haber formado siempre parte inextricablemente de él; a estar presionado entre los intelectuales y los sindicatos; a estar solo en una relación directa (que Blair caracteriza como una «historia de amor») con el público en vez de una relación filtrada a través de las instituciones del parlamento y el partido. Esto podría explicar muy bien esos otros aspectos controvertidos del gobierno de Blair que él se apresta a echar por tierra como mitos: su «estilo presidencial» y su «gobierno de sofá» con su pandilla de consejeros íntimos que no habían sido votados en ninguna elección.

Algo que no puede despachar como un mito, sin embargo, es la contienda notoriamente prolongada que mantuvo con Brown. Aquí leemos la visión de Blair y será fascinante leer la versión de Brown, en caso de que aparezca alguna vez. La contienda y el «golpe» de Brown se analizan minuciosamente en el último cuarto del libro. Esta parte comienza con el pacto catastrófico acordado, cual transacción comercial, en el piso de John Prescott (que habría hecho de corredor) en noviembre de 2003 en respuesta al obstruccionismo de Brown en el Tesoro. Blair aceptó no buscar un tercer mandato si recibía el «apoyo pleno e incondicional» de Brown para su programa de reformas (p. 497). La parte de Blair del pacto consistía en la promesa de llevar a cabo una acción clara y fácilmente verificable; la de Brown era una promesa de efectuar un cambio de actitud que siempre estaría abierto a la interpretación. La ambivalencia misma de este lado de la ecuación hizo mucho por perjudicar el último mandato de los laboristas.

Este relato de cómo se agrió lo que fuera en su día una íntima amistad da cuenta de lo que ha constituido claramente para él un motivo de sufrimiento. Hay, sin embargo, ciertas partes de la caracterización que Blair hace de la relación que huelen a chamusquina o que, al menos, se ven contradichas en otros lugares. Aunque a Brown se le concede un papel fundamental en la génesis intelectual del proyecto de «Nuevo Laborismo», Blair se muestra deseoso de recuperar el crédito para algunas de las cosas especialmente asociadas con su ministro, como la concesión de la «independencia» monetaria al Banco de Inglaterra. De hecho, uno de los «mitos» fundamentales que a Blair le encanta echar por tierra –que a Brown se le diera rienda suelta como responsable de las finanzas– no puede quedar desmantelado de forma convincente. Reconoce que la política económica fue siempre un caballo de batalla, pero afirma: «Yo siempre conservé, al menos hasta el tercer mandato, un control muy férreo sobre ella, y estaba prepa¬rado para dar marcha atrás decididamente en caso de que fuera necesario» (p. 71). La afirmación llega al comienzo del libro, pero luego hay pocas pruebas de que las riendas fueran sujetadas con mucha fuerza o que lo fueran con algún tipo de efecto durante las seiscientas páginas restantes, una impresión que se ve confirmada por el testimonio de quienes fueron en su momento colegas de gabinete.

No obstante, Blair conserva su fe tanto en el «Nuevo Laborismo» como en su enfoque holístico de la política exterior en el epílogo que cierra A Journey. Es aún demasiado pronto para decir si los recelos de Blair sobre la respuesta de Brown/Darling a la reciente crisis económica –que él caracteriza de keynesiana– son certeros. En determinadas áreas, sus instintos políticos siguen siendo agudos. Tiene razón casi con seguridad, por ejemplo, en que el incremento propuesto en las contribuciones a la Seguridad Social –que permitieron a los conservadores lograr el respaldo del mundo empresarial en contra del «impuesto de los laboristas sobre el trabajo»– fue un factor decisivo durante las elecciones generales de hace unos meses. Como un último indicador de la increíble confianza en sí mismo, Blair expresa su análisis de las elecciones: «Los laboristas ganaron cuando se trataba del Nuevo Laborismo. Han perdido porque han dejado de ser el Nuevo Laborismo» (p. 679). Sea cual sea la dirección que tome el Partido Laborista bajo la dirección de su nuevo líder, Ed Milliband (la elección «brownita» en perjuicio de su hermano «blairita», David) será imposible ignorar el inmenso impacto del régimen de Tony Blair –para bien o para mal– tanto en el propio partido como en la cultura política de Gran Bretaña y en sus relaciones con el resto del mundo.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Gordon Pentland especialmente para Revista de Libros

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