Amor de hombre

En China, a mediados de septiembre, se celebra el Día del Profesor y, con ese motivo, el departamento en el que enseño organiza una serie de actividades para sus miembros. Pueden ser una salida al campo, o una visita a la playa o, si hace mal tiempo, una tarde en un hotel en el que se organizan partidas de cartas o de mahjong. Imagino que también incluye tiempo para intercambio de cotilleos y para movidas de política académica, pero mi limitado conocimiento de la lengua me impide seguir esas sutilezas. Estas actividades de hermandad acaban siempre con un excelente banquete.

El banquete se celebra en un conocido restaurante. Los buenos restaurantes chinos suelen ser siempre gigantescos. A veces, por la calle, veo un negocio que ocupa cuatro, cinco y hasta seis plantas y, cuando pregunto a mis amigos a qué se dedica, generalmente me dicen que son restaurantes. Hay más que bancos. Una de las razones para su tamaño es la población local, muy numerosa. Pero, al cabo, una ciudad media como Dalian no tiene más de seis millones de habitantes. Puede, pues, que sea un tercio más grande que Madrid, pero no recuerdo haber visto en Madrid restaurantes que puedan rivalizar con unos grandes almacenes. Otra razón es que a los chinos les gustan mucho los reservados y cada restaurante tiene un buen número de ellos.

Este año hay novedades en el banquete del departamento. La anterior comisaria política ha llegado a los cincuenta y cinco años y ha tenido que jubilarse porque ésa es la edad de retiro de las mujeres en China. Puede sorprender que un pequeño departamento universitario tenga que contar con la presencia de un comisario político. En definitiva, una parte de sus miembros y, por supuesto, su director y subdirector son miembros del Partido Comunista, lo que debería asegurar que siguen la línea general decidida por el centro y cada una de sus ramificaciones locales. No en China. Con el modelo del Ejército Rojo, todos los expertos, sea cual fuere su cualificación, tienen que someterse al control político de los comisarios. No es necesario que estos personajes conozcan el medio en que se desenvuelven. La anterior comisaria había trabajado antes en varias unidades del ejército y éste nuevo, un hombre joven, de unos treinta y cinco años, provenía de una unidad en una empresa pública. Lo que importa al Partido es que sean personal de su total confianza y, para ello, tienen que seguir una carrera que empieza en los escalones inferiores de la pirámide burocrática y puede llevarlos hasta puestos de mucha responsabilidad. Su antecesora, consciente de sus limitaciones, no se metía en camisas de once varas, pero el nuevo comisario parece dispuesto a hacerse notar y a trepar tanto como pueda.

El banquete anual del Día del Profesor tiene un ritual bien establecido. Los profesores se reúnen en un amplio reservado y se dividen en dos grandes mesas circulares con una plataforma giratoria en el centro. En la mesa de respeto se sienta el director y los más antiguos, mientras que en la otra se concentran los más jóvenes y el personal de administración. Habitualmente, en mi calidad de extranjero, se me hace el honor de sentarme a la derecha del director. Y, este año, el nuevo comisario se sienta también a mi vera. No habla una palabra de inglés, pero es uno de esos personajes tozudos que creen poder hacerse entender si hablan muy alto. Una colega cercana hace de interfaz y me traduce sus ocurrencias. Tanto por su mirada de sospecha como por sus preguntas iniciales, veo que el comisario quiere sacarme el padrón. Uno puede esperarse cualquier cosa de los diablos blancos. Así que trata de enzarzarme en la disputa con los japoneses por las islas Senkaku y ver por dónde tiro, pero, afortunadamente, mi interfaz está chicoleando con otro colega y no tiene tiempo de ayudarle a ahondar en la cuestión.

Mientras tanto, han llegado los platos, unos veinte, que los camareros depositan en la plataforma giratoria. Pero nadie empieza a comer hasta que no se ha pronunciado el brindis inicial (gambei). El director del departamento dirige unas cuantas frases hechas, tras las cuales todo el mundo levanta su copa, que, al acabar, en un gesto de cortesía, se enseña vacía a los demás. A partir de ese momento se empieza a comer, tomando lo que apetezca de la plataforma giratoria según ésta va pasando por delante. Pero los brindis no han terminado. Es de mala educación beber solo, así que la única forma de hacerlo es brindar con alguno de los otros comensales. Ellos, a su vez, hacen lo mismo de forma que, a lo largo de la velada, corre la bebida a caño abierto. Desde hace tres o cuatro años, se empiezan a ofrecer vinos al estilo occidental, aunque hechos, ay, en China, como un terrible cabernet llamado La Gran Muralla, igual de roqueño que ella. También corre una abominable cerveza que se sirve caliente y que, de tan ligera (3,5% de alcohol por lo regular), no sabe a nada. Las mujeres del departamento suelen dedicarse al té o a los zumos de frutas y, por su parte, los más aguerridos de los hombres brindan con alguno de esos espantosos aguardientes como moutai o algún baijiu semejante pero menos caro. Muchos de ellos llegan al 60% de volumen alcohólico, así que si, sobre aguerridos, los colegas tienen escasa resistencia al néctar del arroz, de la patata o de cualquier otra fécula de la que se destilen esos brebajes y repiten sus gambei, al final de la cuchipanda las lenguas se sueltan y se habla más de lo que se debe.

El comisario, que es muy aguerrido, sigue en su afán de calar al forastero y le espeta una batería de preguntas a tiro rápido seguidas de repetidos brindis con una lengua cada vez más insegura. «¿Eres creyente?», culmina y, cuando le digo que no, vuelve a levantar la copa. «Ahora somos amigos. Tú también eres un comunista. Gambei». Y no sólo me enseña la copa vacía, sino que, a renglón seguido, me planta un beso en la mejilla. «Yongyuan de pengyou. Amigos para siempre. Viva la amistad», me traduce la colega que habla inglés. Y, zas, otro beso. Como el banquete está llegando a su final, me escabullo a la otra mesa para perderlo de vista hasta que pueda marcharme. Pocos minutos después comienza la desbandada. Cuando estoy a punto de salir, el comisario me asalta de nuevo. «Me caes bien. Te quiero» y se siente en la necesidad de aclarar. «No con el amor de un hombre por una mujer. No. Sólo con amor de hombre».

No sé cuál de los dos podría ser menos inquietante.