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Y Berlín dejó de ser una fiesta

Adiós a Berlín

Christopher Isherwood

Barcelona, Acantilado, 2014

Trad. de María Belmonte

272 pp. 20 €

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El nazismo no fue un mal sueño, sino un feroz ataque contra las libertades individuales y la convivencia democrática. Su exaltación de la Sangre y el Suelo fue un ideal regresivo, que pretendió destruir las sociedades abiertas, plurales, desenfadas y creativas. El Berlín de la República de Weimar no era perfecto, pero no se inmiscuía en la vida privada, respetaba las libertades y se mostraba tolerante con las flaquezas humanas. Christopher Isherwood recreó el clima chispeante de una ciudad con grandes contrastes, donde proliferaban las actrices sin suerte, los poetas sin editor, los pintores incomprendidos y los dandis que despilfarraban su dinero en los bajos fondos. Ese mundo se desmoronó por culpa de la crisis del 29, que exacerbó las diferencias sociales y alimentó la violencia política, provocando una especie de enajenación colectiva. En Adiós a Berlín, Isherwood reúne seis narraciones o apuntes que abarcan el período comprendido entre 1930 y 1933. Su intención era componer una novela monumental, quizás algo parecido a La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, pero el carácter de Isherwood, inconstante y hedónico, acabó decantándose por un tamaño más asequible y un tono menos filosófico, que concuerda perfectamente con su prosa ágil, fluida y con breves incursiones líricas. Con notable habilidad para inventar o recrear situaciones, se introdujo a sí mismo en la trama. No pretendía desnudar su alma. En un escueto prefacio aclara que no se trata de su yo biográfico, sino de un «práctico muñeco de ventrílocuo», con funciones de testigo y narrador. Sabemos pocas cosas de ese Christopher, salvo que es inglés, vagamente socialista, sexualmente indefinido, algo irónico, cortés hasta lo estrafalario y autor de una novela que sólo ha vendido cinco ejemplares, lo cual ha afectado a su autoestima, pero no hasta el extremo de renunciar a su vocación literaria. Parecen muchos datos, pero sólo son notas a pie de página en un relato lleno de personajes intensos y fascinantes.

El Christopher real era británico de nacimiento (Cheshire, 1904) e hijo de un terrateniente. Su padre murió en 1915, combatiendo en la Gran Guerra. La pérdida le afectó profundamente y sembró en su conciencia la semilla del antibelicismo. En sus años de universidad, se hizo marxista por influencia de los círculos radicales de Cambridge y Oxford. Expulsado de la facultad, se instaló en Berlín, buscando un ambiente menos opresivo para sus ansias de libertad sexual. No tardó en advertir que su homosexualidad atentaba contra la idea del «hombre nuevo» que postulaban nazis y comunistas con idéntico fervor. Horrorizado por la perspectiva de una nueva guerra mundial, se marchó a Estados Unidos con W. H. Auden, amigo, colaborador y probable amante. Allí conoció a Truman Capote, que asimiló sus consejos sobre estilo y construcción de personajes. De hecho, se aprecia la huella de la inolvidable Sally Bowles en la Holly de Desayuno en Tiffany’s (1958) y en la Marilyn Monroe de Música para camaleones (1980). En los tres casos, se trata de jóvenes amorales, parlanchinas, deliciosas y disparatadas. Durante tres décadas, Isherwood fue guionista de Hollywood. El día de san Valentín de 1958 conoció a Don Bachardy, de dieciocho años, e inició una relación sentimental que se prolongó hasta el final de sus días. En Santa Mónica (California) hallaron el clima de tolerancia necesario para sobrellevar un idilio que escandalizó a muchos, particularmente por la diferencia de edad. Bachardy aún vive y se dedica a la pintura. Isherwood, que murió en 1986, descubrió las enseñanzas de Swami Prabhavananda, gracias a Aldous Huxley y al historiador Gerald Heard. La filosofía del maestro hindú lo empujó hacia la contemplación y el recogimiento, pero nunca olvidó el ambiente bohemio y promiscuo de ese Berlín que el nazismo barrió con furor bíblico. Su novela A single man (1964) está considerada como una de las fuentes de inspiración del movimiento de liberación gay norteamericano.

Adiós a Berlín discurre en diferentes escenarios. El primero es la pensión de Fräulein Schroeder, una mujer de mediana edad chismosa, hipócrita y dominante. Aunque afirma que sus inquilinos son sus invitados, detesta a Fräulein Kost, una joven prostituta, y a Bobby, el camarero de un bar llamado La Troika. En cambio, se entiende de maravilla con Fräulein Mayr, que se gana la vida interpretando canciones tirolesas y no disimula sus convicciones nazis. Ambas pegan la oreja al suelo para escuchar las palizas que soporta una vecina judía en el piso de abajo, celebrando cada golpe. En ese tiempo, las penalidades no afectan tan solo a la clase media. Los ricos viven atemorizados por la posibilidad de una revolución proletaria. Christopher se gana la vida como profesor particular de inglés, mientras sueña con escribir una gran novela. La monotonía de su existencia se rompe cuando conoce a Sally Bowles, una joven inglesa –casi una adolescente– que canta en el cabaret Lady Windermere. Sus actuaciones son lamentables, pero ella es sensual, irresponsable y divertida. Cambia de amantes continuamente, habla sin tapujos de sus preferencias sexuales y no le afecta acostarse con viejos productores cinematográficos para conseguir un papel como actriz. Christopher y Sally se hacen grandes amigos, con esa intimidad que sólo surge cuando no hay riesgo de romance por una mutua indiferencia en el aspecto sexual. La aparición de Clive, un aristócrata generoso, aficionado al alcohol y bien parecido, les permite recluirse en una burbuja de fiestas, despilfarros y excesos, ignorando los acontecimientos del mundo real. Cuando muere Hermann Müller, canciller socialdemócrata, perciben el hecho como algo lejano y difuso. Sin embargo, el nazismo avanza imparable, con sus promesas demagógicas. Desgraciadamente, la frivolidad no es más que un refugio precario, que no soportará el asalto de los nuevos bárbaros.

Sally Bowles no es el único personaje fascinante de Adiós a Berlín. En el verano de 1931, Christopher se instala en la isla de Rügen. Allí conoce a Peter y Otto, una pareja homosexual con una relación tormentosa. Peter lleva gafas de carey. Es moreno y nervioso. Otto parece «un melocotón muy maduro». Cultiva sus músculos con unos tensores. Parece «un Laocoonte frente al espejo». Peter intenta resolver sus tendencias neuróticas con el psicoanálisis y no oculta su antipatía hacia los nazis. Cuando un admirador de Hilter lo invita a bañarse en una playa frecuentada por excelentes ejemplares de la raza nórdica, se excusa, alegando que tiene una abuela española. La mayoría de los jóvenes de la zona son nazis y cuando Peter les recrimina que están preparándose para la guerra, objetan que «el Führer no quiere la guerra», pero si ésta resulta inevitable, no hay por qué lamentarse: «La guerra puede ser hermosa, ¡créame! ¡Piense en los antiguos griegos!» A lo cual Peter responde: «Los antiguos griegos no utilizaban gases venenosos». Más adelante, Christopher se aloja en el modesto hogar de los Nowak, la familia de Otto, que ha abandonado a Peter tras saquear sus pertenencias. Frau Nowak echa de menos al viejo káiser y piensa que Hitler puede ser la salvación de Alemania, pero no desea la expulsión de los judíos, pues los cristianos no venden a crédito y no son tan escrupulosos en el trabajo. Otto no se toma la política en serio, pero opina que las cosas sólo cambiarán con una revolución comunista. Los Nowak son esa clase trabajadora que atribuye sus penalidades a la democracia y cree en la necesidad de un gobierno autoritario y populista. Por esas fechas, Christopher frecuenta a los Landauer, una próspera familia judía que contempla con espanto el ascenso del nazismo. Natalia es una encantadora muchacha de dieciocho años que se escandaliza con las historias de Sally Bowles. Su primo Bernhard, con su estampa byroniana –alto, pálido, casi siempre ataviado de negro– carece de su ingenuidad. Con unos orígenes familiares trágicos –su madre se suicidó–, su inteligencia le prohíbe entusiasmarse con cualquier ideario político. Posee una hermosa villa a orillas del Wannsee, donde intenta seducir y confundir a Christopher. Al igual que los románticos de la época de Goethe y Hölderlin, sueña con huir a Italia, liberándose de la rigidez de la cultura germánica, pero el futuro inmediato para los judíos alemanes no está en las playas venecianas, sino en los hornos crematorios de Auschwitz.

Las últimas páginas de Adiós a Berlín están ambientadas en el invierno de 1932-1933. Christopher se encuentra de nuevo en la pensión de Fräulein Schroeder. Los nazis ya llaman a la puerta y la demagogia ha reemplazado a cualquier planteamiento racional. Christopher asiste a un combate de boxeo amañado. La farsa es grotesca, pero el público se emociona: «La moraleja política es ciertamente deprimente: a esa gente puede hacérseles creer cualquier cosa». El ambiente de un café «comunista», con sus intrigas y conspiraciones, no es menos deprimente. Su retórica revolucionaria está contaminada por el mismo odio hacia el otro. En la dictadura del proletariado, no hay espacio para el adversario ideológico. Herr Brink, director de un reformatorio, comenta con amargura que el anhelo de libertad «nunca ha sido demasiado fuerte entre los alemanes». No le sorprende que Hitler cada vez disfrute de más adeptos, pues en los barrios más pobres sólo hay dos alternativas: la fábrica o la cárcel, y las fábricas quiebran una detrás de otra. Brink no esconde su pesimismo: «Parece como si existiera una especie de maldad, una enfermedad que infectara el mundo real». De hecho, la estética nazi ha infectado incluso a los scouts, que se fotografían con planos contrapicados, gracias a los cuales parecen gigantes épicos entre nubes. No sospechan que el nazismo prohibirá su movimiento, pues en la nueva Alemania los adolescentes serán alistados forzosamente en las Juventudes Hitlerianas. Christopher no se hace ilusiones sobre el porvenir. En un café escucha a un joven nazi, que expone claramente la filosofía del partido: «Ya sé que venceremos, […] pero eso no basta. […] ¡Tiene que correr la sangre! Claro que va a correr, cariño –le tranquiliza su novia–, el Líder lo ha prometido en nuestro programa». Unos días más tarde, Christopher contempla cómo los camisas pardas requisan los libros de un modesto editor pacifista y liberal. Dirigiéndose a los curiosos, uno de los matones enseña la portada de una obra titulada ¡No más guerras! Una mujer gorda y bien vestida lanza una risotada salvaje y despectiva: «¡Vaya idea!» «Hitler, el amo de la ciudad» ha logrado que la ciudadanía se transforme en masa y aplauda la perspectiva de la guerra.

Adiós a Berlín se publicó en 1939, cuando la ilusión de la paz ya se había disipado. La excelente adaptación cinematográfica de Bob Fosse (Cabaret, 1972) le proporcionó una segunda vida a una obra que ya disfrutaba del reconocimiento reservado a los clásicos. La escena de la cervecería al aire libre, cuando un miembro de las Juventudes Hitlerianas lograba enardecer a todos los feligreses, anunciando con una hermosa canción que el mañana pertenecía a la Nueva Alemania, se ha convertido en un símbolo de la seducción totalitaria. Los totalitarismos movilizan las emociones primarias, con banderas y consignas que apelan al corazón y no a la razón, pero su poder de fascinación suele producir una cosecha de infortunio, diezmando a generaciones enteras. ¿Por qué es un clásico Adiós a Berlín? ¿Puede aplicarse la famosa definición de Borges, según el cual llamamos clásicos a los libros que nos producen «un previo fervor» y «una misteriosa lealtad»? Admiro a Borges, pero esas categorías pertenecen a la teología y no a la crítica literaria. La lealtad no existe en literatura y el fervor debe ser sometido al criterio de excelencia. No es descabellado afirmar que Adiós a Berlín es un clásico por su prosa limpia y su equilibrio interno, dos virtudes que le permiten urdir personajes humanísimos y reproducir la atmósfera de una ciudad que sirvió de taller y de referencia a las vanguardias históricas. Pensar que doce años de nazismo fueron suficientes para reducir a ruinas este espacio de libertad e ingenio produce desolación, pero la intención de Isherwood no es incitar a la desesperanza. En las últimas páginas, Hitler ya ha realizado su sueño de conquistar el Estado. La tortura y la ignominia reinan en Alemania, pero la tibieza del sol en el rostro invita a sonreír y a celebrar la vida. Quizás una de las virtudes de los clásicos es que, sin negar la existencia de lo trágico e injusto, nos ayudan a conservar la esperanza y el deseo de vivir, aunque sólo sea para leer una página más. Me temo que mi razonamiento es pura teología. Tal vez Borges tenía razón y la literatura es una cuestión de fe. No creo que a Isherwood, con su profunda y peculiar espiritualidad, le hubiera molestado esta observación.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013).

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