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Vestigios nazis

Algo más que belleza. Influencia de la estética nazi en la cultura contemporánea

Fernando Fernández Lerma

Madrid, Biblioteca Nueva, 2015

224 pp. 18 €

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«Nunca hemos tenido tanto Hitler» escribía el historiador Norbert Frei en 2005, sesenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Y lo cierto es que, con ocasión de la efeméride, una cobertura mediática sin precedentes se centró en Hitler y su corte. Hitler estaba por doquier, en el cine y en la televisión, en la portada de revistas, en objetos de todo tipo y en las páginas de libros de historia popular, y hoy en día no existen motivos fundados para pensar que futuras efemérides serán diferentes. La industria de entretenimiento global se apropió de Hitler hace tiempo y fue convirtiéndolo en un icono sensacionalista de la cultura pop. Hitler se ha transformado, en palabras del periodista Jen Jessen, en «la droga más dura para generar atención».

A finales de 2010 se inauguraba en el Museo Histórico Alemán una exposición sobre el Führer titulada Hitler y los alemanes. Nación y crimen. Además de documentar la construcción del Estado nazi, con su industria, autopistas y festivales, la exposición reflejaba también el creciente odio racial y la discriminación del período. En la muestra era posible observar objetos como juguetes que representaban a Hitler, naipes con su imagen, lápidas, tazas y platos con símbolos nazis. Se trataba de una muestra única y normalizadora, aunque con las limitaciones propias de representar el nazismo en Alemania: así, no estaba permitido tomar fotografías debido a que contenía objetos propagandísticos y la apología del nazismo sigue siendo un delito en el país.

Hitler provoca más emociones que ninguna otra figura histórica, superando a Stalin. Hoy en día, además del intenso debate sobre el nazismo, lo que podemos denominar como «industria sobre Hitler» crece diariamente, alimentada por cientos de programas diarios que se consagran a cualquier aspecto de la vida de Hitler. Por ejemplo, el conocido canal Historia («H») ha sido popularmente bautizado en Estados Unidos como «canal Hitler» por la enorme cantidad de programas dedicados al Führer y a la Segunda Guerra Mundial. Es la inevitable consecuencia de poner la historia del período a competir por la audiencia televisiva. Asimismo, se publican cientos de libros escritos para el gran público que acaban trivializando a Hitler y al Tercer Reich. Desde hace unos años esta tendencia se ha extendido a Internet, con consecuencias igualmente funestas. Existen numerosos blogs y portales web con información anónima, parcial y falaz sobre el nazismo. El nombre de Hitler representa justificadamente el del instigador del hundimiento más profundo de la civilización en los tiempos modernos. Sin embargo, el mito de una nación secuestrada de «gente corriente» llevada por el mal camino por un demagogo que secuestró unas instituciones políticas razonables y democráticas no resulta nada convincente. La historia del nazismo es, además, un pertinente y terrible recordatorio de que las amenazas a la democracia no provienen tanto de la inestabilidad política como de aquellos que la manipulan. Por ello resulta indispensable seguir estudiando e investigando el Tercer Reich y hacer frente a los planteamientos posmodernistas, defendiendo la historia como método válido para hacer frente a las tesis relativistas o negacionistas.

Sin duda, el auge y caída del Tercer Reich es uno de los acontecimientos históricos capitales del siglo XX. Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945 en medio del estruendo de la artillería rusa, que se aproximaba inexorablemente a su búnker del centro de Berlín. La situación personal del Führer aquel día constituía el fruto de su visión de la humanidad. La vida, para Hitler, era una dura lucha competitiva por el dominio, una brutal pugna por los escasos recursos, el inevitable poder de los fuertes sobre los débiles. Como un silogismo lógico, su cosmovisión se reveló aquellos días hasta sus últimas consecuencias en la devastación y ruina en que quedó postrado su país. Profundamente amargado, culpó a los judíos, a los eslavos, a los británicos, a los generales, a sus colaboradores más cercanos y a la debilidad del pueblo alemán. A todos menos a sí mismo.

La derrota absoluta de la Alemania nazi y la forma en que esta se produjo contribuyeron a la desaparición del nazismo como ideología. La imagen simbólica de las tropas rusas sobre el Reichstag o la de soldados norteamericanos en Núremberg, y el hecho de que gran parte de Alemania hubiese sido ocupada por los aliados antes de la rendición de la Wehrmacht, eliminaron cualquier posibilidad de otra leyenda de la «puñalada en la espalda». La derrota destruyó, además, un mito esencial de la ideología nazi: la imagen de Alemania ocupada por las «hordas mogoles» del Este, o por soldados negros afroamericanos en el Oeste, echaba por tierra una ideología que construía una jerarquía humana con los alemanes «arios» en el vértice. Pero, ¿hasta qué punto tuvieron éxito en prevenir la fascinación por Hitler?

Considerado por unos como la personificación del mal absoluto e, incluso, por otros como una mera «banalización del mal», el interés de las potencias vencedoras de la guerra se centró en eliminar todo trazo de su existencia. De ahí que, tras la Segunda Guerra Mundial, las lenguas occidentales incorporaran un nuevo y curioso vocablo con resonancias higienistas: la «desnazificación». La desnazificación fue una política diseñada por los estadounidenses y aplicada principalmente en la Alemania Occidental para obliterar cualquier rescoldo de la ideología nacionalsocialista. Esta política que, a lo postre, demostró ser ineficaz por la irrupción de la Guerra Fría, apuntaba tanto a los estratos políticos como a los sociales y culturales en que había prosperado el nazismo. De ahí que no sólo se purgara la Administración civil y militar, sino también a empresas, como la tristemente famosa I. G. Farben, a destacadas personalidades intelectuales, como la prohibición de ejercer la docencia a Martin Heidegger ante las evaluaciones negativas de contemporáneos como Karl Jaspers, e incluso las manifestaciones artísticas surgidas de la ideología nazi, como fue el caso de las obras del escultor Arno Breker –admirado por Jean Cocteau y Salvador Dalí- o de la fotógrafa y directora Leni Riefenstahl.

En efecto, tal y como señala a guisa de conclusión Fernando Fernández Lerma en su amena y ágil obra, Algo más que belleza: «Intentos de exponer obras de Arno Breker en Alemania han encontrado oposiciones tan furiosas y rotundas que se han tenido que cancelar. La mayoría de las obras del nazismo han sido demolidas, enterradas, disimuladas o malconviven en el paisaje urbano. De alguna manera, la negación es una manera de no haber superado una situación. Y del miedo que todavía persiste». Sin embargo, si las manifestaciones culturales del nazismo –sus artefactos, expresiones plásticas e ideas– fueron «demolidas, enterradas, disimuladas o malconviven en el paisaje urbano», ¿es lícito preguntarse sobre la influencia estética del nazismo en nuestras sociedades contemporáneas? ¿Puede hablarse de una impronta nazi en nuestra forma de vida, o incluso de una estética? Esta es, precisamente, la tarea, a medias arqueológica y a medias detectivesca, que se propone Fernández Lerma en su obra.

Una de las prioridades de los aliados tras la contienda fue, tal y como se ha apuntado, desnazificar no sólo el territorio alemán que ocupaban, sino también Europa Occidental en su conjunto. Este proceso, qué duda cabe, tendría un inesperado y beneficioso efecto secundario para los mandatarios en Washington: americanizar si cabe a los europeos y, por ende, animarlos a incrementar el consumo de sus bienes culturales. Este proceso fue más allá de las purgas sobre el terreno y dio lugar a nuevas manifestaciones culturales de masas. Así, surgió un cine bélico hecho en Hollywood en el que los soldados alemanes siempre aparecían como demonios y en el que se parodiaba todo lo germano, incluido el acento alemán vinculándolo con el militarismo. Ese fenómeno era, sin duda, paradójico, ya que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, el apetito alemán por la lucha armada desapareció y, desde luego, no ha regresado. Como afirmó el primer presidente de la República Federal Alemana, Theodor Heuss, la derrota marcó el final de la historia militar de Alemania. Una nación que un día se mostró orgullosa de su tradicional marcial, se ha convertido en uno de los países más pacifistas de Europa y en un Estado que condena a los demás por precipitarse a la guerra. Desde 1945, Alemania sólo ha desplegado sus tropas en misiones de paz, en claro contraste con Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética, que han librado guerras en casi todos los rincones del planeta.

De forma paralela, se desarrolló una literatura complementaria de la guerra que paulatinamente fue centrando el conflicto en torno a la exterminación sin precedentes del pueblo judío. Sin duda, el ejemplo más notable de este fenómeno cultural de masas es el diario de Ana Frank, el cual, si hemos de creer a la Wikipedia, a día de hoy ha vendido entre treinta y sesenta millones de ejemplares. La industria de Hollywood ha dedicado en los últimos años una gran atención al fenómeno del Holocausto. Sin embargo, este interés ha proyectado una imagen incompleta y, en muchos casos, engañosa del fenómeno del Holocausto. Uno de los principales problemas ha sido el descuido a la hora de describir las raíces más profundas del odio hacia los judíos. Todo el mundo parece saber lo qué sucedió en el Holocausto tras visualizar las imágenes que nos ofrece Hollywood en películas de gran éxito como La lista de Schindler, dirigida por Steven Spielberg. Como consecuencia de este renovado interés por el tema, han surgido museos y exposiciones en diversas localidades y la industria editorial ha intentado también rentabilizar el interés del público. Sean cuales fueren las ventajas y los inconvenientes de este interés por el tema –lo que algunos han denominado con desprecio como «Holocaustomanía»–, uno debe cuestionarse si realmente ha contribuido a mejorar nuestra comprensión sobre el fenómeno del Holocausto. En la mayor parte de las películas y series sobre el Holocausto, los hechos son simples, demasiado simples tal vez. Un pueblo, el alemán, dominado por una ideología criminal, el nazismo liderado por Adolf Hitler, decide desde el primer momento aniquilar a los judíos por el mero hecho de considerarlos culpables de todos los males que habían aquejado a Alemania durante años: la derrota en la Primera Guerra Mundial, la crisis, la revolución, etc. Existiría, así, una línea recta desde la toma del poder de Hitler hasta los campos de exterminio. Una de las graves deficiencias de la mayoría de los enfoques de estos últimos años ha sido la sobresimplificación del problema antisemita hasta reducirlo a menudo al punto de la caricatura. Muchos de quienes defienden hoy la necesidad de salvaguardar la memoria del Holocausto alertan sobre la proliferación de ese tipo de películas sobre el tema que acarrea dos grandes peligros: la banalización exhibicionista del horror y la posible identificación con los verdugos.

Ante la vigorosa política de borrado del nazismo que llevaron a cabo los aliados tras la guerra, resulta que, de forma subterránea, algunos aspectos culturales de su ideología han sobrevivido hasta nuestros días y, podría decirse, gozan de una extraordinaria salud. Se trata de aspectos «estéticos», en su sentido radical relativo a la forma de percibir el mundo, que brotan de forma aleatorias en contextos muy dispares. Un ejemplo palmario lo encontramos en el género de cine pornográfico conocido como los «sexplotation films», o cine de serie Z, cuyo esplendor podemos datar en la década de 1970. Básicamente, esta deriva nazi se centra en la exhibición de la mujer como cuerpo degradado en un escenario sórdido: un prostíbulo, una cárcel o un campo de concentración. Ejemplos notorios de este género son la pionera Love Camp 7 (1969), de Lee Frost, que abrió la veda a este subgénero; Ilsa, la loba de las SS (1975), de Don Edmonds, y sus secuelas, quizás el producto que mejor ejemplifica la madurez de este subgénero; y Salón Kitty (1976), de Tinto Brass, que gira en torno a un histórico prostíbulo de clase alta radicado en Berlín.

En un interesante paréntesis en el libro, Fernández Lerma nos aclara que la vinculación de este género con el régimen nazi no resulta tan descabellada si consideramos que durante el Tercer Reich existió una industria de cine pornográfica de la que poco se conoce. A finales del siglo XX, el escritor e investigador alemán Thor Kunkel descubrió que, en 1941, hedonistas de las clases altas del nazismo promovieron la filmación de películas pornográficas para su propio consumo. En Alemania, hasta las investigaciones de Kunkel no se había escrito nada sobre ellas. De hecho, y esto es poco conocido, tales películas pudieron ser objeto de una serie de intercambios entre 1941 y 1943 para paliar la escasez de materias primas. Películas porno alemanas a cambio de hierro sueco y petróleo tunecino. La primera referencia que cita el autor de la investigación es un artículo de la revista Playboy: «La historia del sexo en el cine», de Arthur Knight y Hollis Alpert. En él se decía: «El más peculiar de los negocios de cinematografía pornográfica fue el que emprendió el Tercer Reich. Desde 1936 hasta 1939, los nazis rodaron en Hamburgo las llamadas películas de Sachsenwald». Según las investigaciones, se trataba de un «porno» blando, aunque con posterioridad ha podido saberse que los contenidos eran muy duros e incluían violencia.

Junto a estas expresiones más obvias que beben de la estética nazi, cabe mencionar extrañas genealogías que nos retrotraen a la oscuridad de las trincheras de la Segunda Guerra Mundial. Este es el caso de la celebrada muñeca Barbie. El origen de este icono de la sociedad de consumo nos lleva hasta la mítica Lili Marleen, «la canción del soldado alemán de aquel Reich intercontinental». En la década de 1950, el semanario alemán Bild introdujo el personaje en una tira de viñetas «de una rubia, atontada y voluptuosa, que el subconsciente de dibujante y editor acordaron llamar Lili». El éxito de las viñetas se tradujo en una muñeca y, en 1964, la multinacional estadounidense Mattel compró los derechos y cambió el nombre por el de la hija del dueño de la compañía.

Otro fenómeno, sin duda llamativo, es la influencia de la estética nazi en la música popular. Acaso por su necesidad genética d’épater la bourgeoisie, numerosos grupos y estrellas del rock han recurrido a la parafernalia nazi en sus conciertos e incluso a extrañas adhesiones a su ideología. El primer caso queda ilustrado por grupos como Led Zeppelin, KISS (con sus letras rúnicas) o Motörhead. El segundo lo encarna David Bowie en su etapa más oscura de la década de 1970, durante la cual combinaba su apetito por los estupefacientes con el ocultismo y la ideología nazi. Esta controvertida simpatía desemboca en el supuesto incidente en la estación Victoria de Londres en 1976, cuando Bowie saludó a sus fans levantando el brazo derecho, extremo que el cantante siempre negó.

Junto con el rock, la cultura de las motocicletas va de la mano del espíritu rebelde de la juventud occidental que creció durante la Guerra Fría, y ahí también descubrimos símbolos nazis. Es el caso de la mítica marca estadounidense Harley Davidson que, según Fernández Lerma, adoptó la Cruz de Hierro «como elemento decorativo buscando una imagen agresiva y de dureza», imagen relacionada con la vida en la carretera, en algunos casos con los clubes de motoristas, la parafernalia sureña de tintes racistas y que suele asociarse con la marginalidad y el sexo o con los espectáculos eróticos.

Existe un aspecto inquietante de la estética nazi para el que es no fácil hallar una explicación. Se trata de la insólita «modernidad» del Tercer Reich. En palabras de Fernández Lerma: «Existe una permanente convivencia con la contradicción que es la esencia que mejor explica el nazismo. Las autopistas, el Volkswagen escarabajo, las vacaciones pagadas como un preludio del Estado del Bienestar, barcos de placer del Estado para los obreros, como el hundido por los soviéticos Wilhelm Gustloff, las casitas unifamiliares con garaje y un deseo de constituirse como vanguardia de la modernidad, aunque sólo sean meras pinceladas supeditadas a los proyectos estatales, contrastan con la persecución del pensamiento, de las libertades o de la Bauhaus, a la que deben los modelos de su buen hacer. El Estado alemán quiere ser moderno y tiene muchas ideas y a veces acertadas de lo que es la modernidad».

Quizás esta contradicción en la esencia de la estética nazi queda magistralmente plasmada en la película Starship Troopers (1997), del holandés afincado en California Paul Verhoeven. La saturación de imaginería nazi del film, incluidas las alusiones al El triunfo de la voluntad (1935) de Leni Riefenstahl, generó una gran controversia. Como señala un tanto perplejo Fernández Lerma: «Sorprende que, en Starship Troopers, los elementos caracterizadores del nazismo y que de forma habitual son relacionados, sobre todo en la ciencia ficción, con lo negativo y con los antagonistas, aquí son mostrados con los mismos criterios con los que funcionaban en los días del Tercer Reich. Como algo bello, hermoso y positivo. El espectador puede estar confuso, pues el imaginario representado en el cine se interpreta aquí de modo inverso: uniformes fascistas, sociedad militar, valores antidemocráticos y raza arquetípica aria… pues resulta que son, digamos, los buenos de la película. Cuesta creerlo».

Ante la conclusión del autor de que «no hay que tomarla muy en serio», vale la pena mencionar la explicación del propio Verhoeven incluida en la edición en DVD de la película. En efecto, Verhoeven reconoce que su intención fue hacer una crítica feroz de la sociedad estadounidense actual, porque «la guerra nos convierte a todos en fascistas», y que el recurso a la imaginería y propaganda nazi en el filme obedecen a lo que él percibe como la evolución natural de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial.

Para concluir, cabe citar un testimonio recogido al principio de Algo más que belleza y que, a su vez, procede de un libro de Paul Virilio. Cuando la escritora Marie Lichtenstein visitó Auschwitz, no sintió espanto al contemplar los objetos expuestos, la deshumanizada museografía de objetos personales. Parecía una exposición de arte contemporáneo: aquéllos recordaban demasiado a las muestras conceptuales, o de arte povera. «Han ganado ellos», afirmó, y de esta sentencia extraemos que se crearon formas de percepción que son ahora las predominantes. Somos, sin duda, ahora, más que nunca, indiferentes al mirar el horror.

Álvaro Lozano es historiador. Sus últimos libros son La Alemania nazi (Madrid, Marcial Pons, 2008), El Holocausto y la cultura de masas (Barcelona, Melusina, 2010), Anatomía del Tercer Reich. El debate y los historiadores (Barcelona, Melusina, 2012), Mussolini y el fascismo italiano (Madrid, Marcial Pons, 2012), El laberinto nazi (Barcelona, Melusina, 2013), La Gran Guerra (1914-1918) (Madrid, Marcial Pons, 2014) y XX. Un siglo tempestuoso (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016).

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