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¿Realmente los años veinte fueron tan locos?

Tú no eres como otras madres

Angelika Schrobsdorff

Madrid, Periférica y Errata naturae, 2016

Trad. de Richard Gross

592 pp. 24,50 €

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«¿Realmente los veinte fueron tan locos?», le pregunta mucho más tarde a un testigo directo de aquellos tiempos Angelika Schrobsdorff, autora de este magnífico libro de memorias, mitad autobiografía, mitad crónica del frenético Berlín de entreguerras. La respuesta se la proporciona inmediatamente la mujer alemana interrogada: «Fueron fantásticos. El preludio de una época nueva, moderna, emancipada. ¡Una grandiosa danza de la muerte! La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble. La mitad eran judíos. Y bien: conseguimos matarlo todo: a los judíos, el arte y el intelecto».

Los gigantes a que se refiere, efectivamente, fueron innumerables: desde Alfred Döblin, Heinrich y Klaus Mann, Walter Benjamin, Joseph Roth, Erich Maria Remarque, Ernst Toller, Kurt Tucholsky o Bertolt Brecht en el campo de la literatura, hasta Erwin Piscator y Max Reinhardt en el teatro, Kurt Weill en la composición musical, George Grosz en la pintura, John Heartfield en los fotomontajes, Fritz Lang en el cine y Siegfried Kracauer en el campo del ensayismo. Todos ellos, y muchos más, se concentraron en Berlín durante la célebre y turbulenta República de Weimar, un paréntesis de precaria paz antes de un conflicto sin precedentes, que duraría desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta la ascensión de Hitler al poder en 1933. Un período histórico que encarnó todo lo mejor –una febril efervescencia artística e intelectual– junto lo peor: una feroz crisis económica, una inflación y cifras de paro cada vez más disparadas, agitación, huelgas y movilizaciones continuas, asesinatos y altercados por las calles, así como la subida incesante e irrefrenable del fascismo y, en general, de todos los extremismos políticos.

No en vano, Joseph Goebbels, futuro ministro de Propaganda de Hitler, obsesionado con la ciudad de Berlín –a la que designó como «la Babilonia roja»–, comenzó en 1926 la reorganización del Partido Nacionalsocialista de los Obreros Alemanes (NSDAP) en Berlín. Así describiría (en Kampf um Berlin, 1932) el espíritu de aquella Babilonia demoníaca y ultramoderna: «El ritmo de esta ciudad de cuatro millones de almas temblaba como un soplo ardiente bajo el golpe de las declamaciones retóricas pronunciadas por el conjunto de la propaganda en la capital del Reich. Allí se hablaba una lengua nueva y moderna que no tenía nada que ver con las formas de expresión antiguas nacionalpopulistas. La concepción nueva de la vida propia del partido buscó y encontró allí un estilo moderno que arrastraba multitudes».

Nacida en 1927 en Friburgo y fallecida recientemente en Berlín, esposa del cineasta Claude Lanzmann, autor de Shoah, con quien se casó en 1971 y con quien se trasladó a Israel en 1983, tras vivir más de una década entre París y Múnich, autora de diez novelas y dos libros de cuentos, entre ellos una primera obra, Los señores (Die Herren), de 1961, que provocó un sonoro escándalo, Angelika Schrobsdorff se haría mundialmente famosa sobre todo a través del retrato de un personaje novelesco y singular donde los hubiere: su propia madre, Else Kirschner. Una joven rebelde e inconformista del Berlín de los años veinte, nacida en el seno de una acomodada familia conservadora de comerciantes judíos «asimilados». La obra, Tú no eres como otras madres, apareció en 1992 en Alemania, convirtiéndose inmediatamente en un enorme éxito de ventas.

La protagonista, Else Kirschner, era una mujer magnética y dotada de un irresistible carisma entre sus contemporáneos, más allá de unas determinadas «dotes físicas, humanas o intelectuales», como su propia hija reconocería. Alguien que no dejó tras de sí memorables obras artísticas ni intelectuales, pero que encarnó en su juventud como pocos, y gracias al indudable talento literario posterior de su hija, unos años, los llamados «locos años veinte». También encarnó a un determinado grupo social, el que más ostentosa y «espectacularmente» alumbró día y noche aquel período: una burguesía culta, bohemia, liberada, a menudo escandalosa, un producto característico del Berlín de entreguerras, que hizo de este volcánico centro del universo una ciudad mítica.

Una Metrópolis frenética, traducción de la ciudad futurista reflejada en la célebre película de Fritz Lang, que parecía bailar al borde del abismo poco antes de la catástrofe. Y lo hacía subida a una vertiginosa noria que giraba sin descanso –«en un colapso general de los valores», en palabras de Stefan Zweig– al ritmo del jazz, los cabarets, los fotomontajes y carteles vanguardistas, la Bauhaus, el libertinaje sexual, el expresionismo y la «Nueva Objetividad», y mientras convivía, simultáneamente, con una salvaje crisis económica provocada por la Gran Depresión. Una ciudad, escenario de lo mejor y, sobre todo, lo peor por llegar, que más tarde sufriría el furor de los bombardeos aliados hasta hacerla casi desaparecer del mapa. Su forma de vida decadente y desenfrenada se haría famosa décadas después a través de películas como Cabaret, de Bob Fosse (basada en Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood), cumbres de la modernidad europea, como la novela Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, las pinturas de George Grosz y Otto Dix, una generación de cineastas legendarios integrada por nombres como Friedrich Wilhelm Murnau, Ernst Lubitsch y Josef von Sternberg, actrices como Marlene Dietrich, guionistas como Carl Mayer o documentales no menos célebres como Berlin, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, de 1927.

Else, descrita por su hija con un amor y devoción rendidos al cabo de los años, con todas sus virtudes y no pocos defectos, de los que más tarde siempre se arrepentiría, era, como muy bien dice Angelika Schrobsdorff, una madre distinta a la mayoría. Con ella no siempre tendría buenas relaciones, muy a menudo no la comprendería o le exasperaría, e incluso la «eludiría» en los peores momentos, una vez acabada la guerra, y cuando ya estaba enferma y la necesitaba más que nunca. Nada de estas culpas y partes oscuras de un pasado, vivido por su madre como «una especie de castigo merecido» después de una juventud egoísta, despreocupada, derrochadora de afectos y talento, en la que sólo contaba su placer, se verán maquilladas en el libro de Schrobsdorff. Es un libro que destaca especialmente por su descarnada, lúcida y rotunda autenticidad, por una factura literaria impecable, de ritmo y progresión narrativa perfectamente engarzados y, sobre todo, por un ejemplar equilibrio, lejos de todo sentimentalismo, entre la crónica privada y familiar y el trasfondo histórico. Un trasfondo de aconteceres realmente trepidantes, ya se trate de los «locos» años veinte, de la llegada de los nazis y la persecución de los judíos, de la huida a un país cercano, integrado en el Eje, como era entonces Bulgaria, y por fin, la llegada de una dura, amarga y decepcionante posguerra, que conforma una de las mejores partes del libro de memorias de Schrobsdorff. Una posguerra «similar a los cuadros denominados “arte degenerado” de la época nazi», como dirá la narradora, vivida entre ruinas, fachadas de casas arrasadas, escombros, penuria y caos por doquier de la que fue la orgullosa Berlín. Un fantasma «irreconocible» de algo que existió, con no pocas dosis de «rabia acumulada y sin sentir arrepentimiento alguno», tras la rendición de Alemania y la llegada de las tropas vencedoras que tomaron la ciudad.

Muchos lectores se preguntarán: ¿quién era aquella fascinante joven judía, como para dedicarle todo un libro, en una ciudad en la que los genios y artistas rebosaban en cuanto uno daba la vuelta a la esquina? «Joven y loca» (como ella misma se recordaría años después), permanentemente inquieta y a la búsqueda «de algo más», ya fueran nuevas sensaciones, obras artísticas o relaciones; «seducida sobre todo por el mundo de la libertad y de los cristianos», por «algo diferente», con un no sé qué de salvaje insatisfacción que corría como por contagio por las entrañas de toda la ciudad, Else se convierte en una especie de símbolo o abanderada de aquella urbe en estado permanente de ebullición. Un personaje cuya mayor obra de arte sería su propia vida. Una vez acabada la guerra, un amigo del mundo del cine, emigrado como muchos otros durante la guerra a Estados Unidos, le escribió diciéndole que le gustaría hacer una película sobre su vida. También lo afirmarían los dos maridos que tuvo, los dos cristianos, en el momento de su desaparición: «Fue demasiado el centro humano de nuestro círculo como para poder olvidarla».

Su vida, en efecto, sería una especie de radiografía, el ADN más excitante, eléctrico y desorbitado de aquella ciudad mítica, elevada a cumbre literaria por flâneurs como Walter Benjamin y su amigo Franz Hessel (cuyos estupendos Paseos por Berlín, de 1929, editados por Errata naturae, darían cuerpo físico al mito), por novelistas expresionistas como el citado Alfred Döblin, o por espléndidos y desgarradores retratos de la devastación social provocada por una crisis económica sin precedentes, como el que Hans Fallada refleja en su novela Pequeño hombre, ¿y ahora qué? (Maeva), de 1932. Pero también contribuirían a plasmar literariamente aquel seísmo permanente en el que se hallaban inmersos una serie de jóvenes autores magníficos, debutantes en aquellos años, como era el caso del hijo menor de Thomas Mann, Klaus Mann. A los diecinueve años, a través de una primera y provocadora novela, La danza piadosa (Cabaret Voltaire), aparecida en 1926, primera novela de la literatura alemana que trataba abiertamente el tema de la homosexualidad, Klaus daría cuenta de la tormentosa ciudad que era Berlín en los tiempos prehitlerianos, volcada a diario de forma furiosa, desesperada, en la subversión de todos los valores de antaño. Una novela que poseía todo un halo profético: «No podemos saber nada acerca de la solución de este malestar que nos invade: sólo que es un gran abismo, el apocalipsis, una nueva guerra, un suicidio de la humanidad».
También la entonces joven escritora, Irmgard Keun (Berlín, 1905-Colonia, 1982), compañera de Joseph Roth, descubierta por Döblin y Tucholsky en su día, y recuperada en los últimos años, contribuyó igualmente a la recreación literaria del mito del Berlín de los años veinte. Lo hizo en su novela La joven de seda artificial (Minúscula), de 1932. Una sobrecogedora recreación, en este caso sórdida, desesperanzada, cruel, del destino común de miles de chicas jóvenes de provincias que llegaban a esa subyugante metrópoli, escapando de la miseria, y vagaban por sus calles viviendo a salto de mata, a la espera de una oportunidad para alcanzar la «fama» al precio que fuera. Durante años dada por muerta, ocultándose en la propia Alemania para sobrevivir al nazismo, Keun sería también una cronista realmente notable de la época hitleriana y de aquellos emigrados del nazismo diseminados por toda Europa, como fue el caso de Else Kirchner y sus dos hijas, refugiadas en Bulgaria durante los años de la guerra.

El hedonismo irreflexivo y desenfrenado de Else en sus años de juventud tendría fecha de caducidad: para ella y muchos judíos asimilados de aquellos años. Y llegó de golpe, sin comprender apenas nada, cuando vieron desfilar las tropas de energúmenos de las SA por las calles de Berlín y las redadas y palizas a los judíos por parte de la Gestapo: «Sólo una persona versada en política podía saber realmente lo que ocurría y estaba en juego. Else, sus parientes y sus amigos, no tenían más que una vaga idea. Eran individuos sin conciencia histórica», comenta la narradora. Refugiados tercamente en la idea única de que eran alemanes, de que conocían al dedillo y sentían devoción por la gran cultura alemana, aquella especie de ingenua y frágil cápsula protectora en la que se habían albergado se mantendría, obcecadamente, hasta el final. Los padres de Else, aunque judíos practicantes, no eran en absoluto sionistas ni estaban deseosos de ir a Palestina, como algunos de ellos entonces. Se consideraban asimilados en todo lo demás, en lo que no atañía estrictamente a la religión, al contrario que los «judíos ortodoxos del Este, con sus tirabuzones, caftanes y su medieval existencia», que a menudo les hacían sentir vergüenza, como muy bien observó Joseph Roth en su libro Judíos errantes. Un sentimiento de total asimilación a la cultura y a los países en los que se vivía en la diáspora, que el austríaco y antisionista Stefan Zweig expresaría con una gran claridad en una carta a Martin Buber: «Lo único que me separa de usted y de los suyos es que yo jamás he querido que el pueblo judío se convierta en una nación y se humille en la realidad de las rivalidades. Amo la diáspora y la comparto por el sentido de su idealismo, de su vocación universal y cosmopolita».

Los Kirchner, los padres de Else, «vivían en su acomodado mundo burgués berlinés y eran leales al emperador, la política se les antojaba banal y vulgar –uno desperdiciaba el tiempo si se ocupaba de ella– y en los periódicos echaban una ojeada fugaz a las noticias políticas», escribe Angelika Schrobsdorff. Por su parte, la joven y rebelde hija única de los Kirchner, Else, no quería saber nada de aquel aburrido y programado mundo de los comerciantes judíos («los de nuestro círculo me resultaban insufribles»), con uno de los cuales sus padres intentaban emparejarla siguiendo la tradición.

Embarcada en un matrimonio por amor con un joven intelectual cristiano, lo que provocó un tremendo escándalo en su familia y la ruptura con sus progenitores, no tardaría mucho en producirse también un cambio radical en la muy poco sumisa Else. Su marido, Fritz Schwiefert, un dramaturgo que «pergeñaba críticas de teatro», preparaba un libro sobre Rilke y que gozaría de una cierta fama en aquellos días, fue el causante del brusco despertar de la apasionada pero ingenua Else. Tras descubrir las continuas infidelidades de aquel al que había elevado en un pedestal, Else reaccionó, volcándose de lleno en el aire que imperaba en la época: un desafío continuo a los convencionalismos y una revolución en el campo de las relaciones amorosas, tal y como se habían entendido hasta entonces. Else decidió que ya nunca más pertenecería totalmente a alguien y que tendría un hijo de cada hombre que amara. Y así lo hizo. Tres serían sus hijos, todos de padre diferente: Peter, el mayor, hijo de su primer marido Fritz Schwiefert; una hija, Bettina, de su amante Hans, con el que no se llegó a casar; y, por último, Angelika, la autora de este libro, hija de su segundo marido, Erich Schrobsdorff, el que más protegería a Else hasta el final, aun habiéndose divorciado y estando casado con otra mujer. Un joven y recto hombre de negocios, cuando Else lo conoció, perteneciente a una prusiana y muy tradicional familia, que había hecho fortuna fundando una sociedad inmobiliaria «y ganando millones gracias al rápido crecimiento de la ciudad». Alguien devoto del espíritu y cultura del pueblo alemán «como pueblo del intelecto y el humanismo» que, como otros muchos alemanes, siempre se negó a creer, hasta el último momento, que Hitler, aquel «hortera criminal» al que en un momento de ofuscación se le había votado, avanzaría mucho más allá: «Lo ha votado la escoria, ¿o acaso creéis de verdad que el pueblo entero, la Alemania intelectual que amamos, de repente ha cerrado filas en torno a un criminal demente? ¡Los alemanes no lo seguirán!»

Muy pronto, en una villa que le regalan sus padres, por fin reconciliados, tras el nacimiento del primer nieto, y a pesar de ser fruto de un no judío, Else inaugura un nuevo tipo de vida que los mantendrá felices y en armonía a todos durante un tiempo. En una misma casa y bajo el mismo techo convivían dos parejas: su marido, ahora unido con la mejor amiga de Else, una excéntrica baronesa, reina de las fiestas de Berlín, que encadena un amante con otro, y Else con su nuevo amante, un atractivo joven ario, de nuevo cristiano, Hans, del que no tardará en quedarse embarazada. Un hijo que su esposo reconocerá como legítimamente nacido dentro del matrimonio para no causar escándalo.

Como es de imaginar, sólo un tercero, un recién llegado, el padre de la autora, conseguirá romper la armónica vida de las dos parejas. Su amante Hans le dará el ultimátum, y Else, una vez abandonada, contraerá matrimonio con su nuevo galán. Con él recorre media Europa, en especial una amada Italia, sobre todo Venecia, venerada a través de los libros. Pero esta débil tregua o paz idílica no tardará mucho en romperse bruscamente. Negándose a aceptar sin cesar la realidad tras el ascenso de Hitler al poder en 1933, tanto Else y su familia judía como muchos alemanes enamorados de la Alemania de «los valores humanistas», como es el caso de su esposo Erich, tras la Noche de los Cristales Rotos, en noviembre de 1938, deciden abandonar Alemania sin más demora. Por medio de una artimaña (divorciarse de su marido ario y casarse ficticiamente con un búlgaro), Else y sus dos hijas emprenden la huida. Allí, en Bulgaria, permanecerán toda la guerra. Un país, que a pesar de todas las penalidades sufridas aquellos días, quedaría grabado en la mente de todas ellas como una especie de raro y solidario paraíso perdido, «genuino, natural, primitivo», rebosante de una humanidad simple y cálida que creían desaparecida. Una humanidad que venía ofrecida desinteresadamente por parte de sencillos y pobres campesinos que comparten todo con ellas.
Muy pegada en su obra a los países en que vivió y que la formaron como persona, Angelika dedicará más tarde varios libros tanto a Bulgaria como a Israel, donde residió hasta 2006, el año en que regresó a Alemania. Ese es el caso de Gran Hotel Bulgaria. Regreso a la casa del pasado (1997), Jericó. Una historia de amor (1995) y Si me olvidara de ti, oh Jerusalén (2002).

Pasada la guerra, ninguno de ellos sería ya el mismo. Uno de los mejores hallazgos de este libro será reflejar los muchos y sorprendentes giros que darán varios de ellos. La guerra no dejaría inmune a nadie. El mundo de «seguridad» del que hablaba Zweig hacía tiempo que se había acabado. Muchas serán las metamorfosis en un libro que cubre un espacio entre 1893 y 1949, casi todo él transcurrido en Alemania. Una de las más llamativas e insólitas mudanzas vitales será la que emprende el hijo amado y preferido de Else, su único hijo varón, Peter Schwiefert, del que hace unos pocos años Angelika y su marido Claude Lanzmann darían a conocer –con el título de El pájaro ya no tiene alas (2012)– unas impresionantes cartas enviadas a su madre Else. Tras una adolescencia irresponsable, frívola y despreocupada respecto al más mínimo cumplimiento del deber, malgastando día a día con ahínco sus posibles talentos –un fantasma de sí misma, lo que angustiaba a su madre, Else–, cuando da comienzo la persecución de los judíos por los nazis se declarará totalmente judío, deseando participar de lleno del destino de los suyos que estaban siendo masacrados. Poco después se enrolaría en las tropas de Charles de Gaulle y, tras cuatro años de guerra, moriría en Alsacia, como un héroe, siendo condecorado pocos meses antes de proclamarse el armisticio.

Aquello provocó un dolor que ya nunca abandonará a su madre, Else, que enferma de esclerosis, fallecerá en 1949, a los cincuenta y seis años. Aunque le quedarían por experimentar muchas más decepciones antes de morir. No sólo la idea de una gran cultura –la alemana– que se reveló incapaz, como defensa o dique, para detener la barbarie que se había desencadenado. Una vez finalizada la contienda, después de 1945, Else comprueba amargamente que sólo el país y los paisajes arrasados de las ciudades han cambiado. Los alemanes, en lo más hondo, íntimamente, siguen siendo los mismos: «Los alemanes son incorregibles –escribirá Else en 1948 en una carta a su hija Bettina–. No se han desprendido de su arrogancia, no han comprendido ni aprendido nada. Y si algo los conmociona no es lo que hicieron, sino lo que ahora están haciéndoles a ellos. No pueden soportar ser los derrotados y vencidos, despotrican y provocan y no son, en absoluto, conscientes de que si se ven en esta situación ha sido por su propia culpa […]. Mi hijo Peter murió por nosotros, y son millones los que fueron asesinados. Esto no debe olvidarlo nunca nadie».

Mercedes Monmany es crítica literaria y escritora. Su último libro es Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015).

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