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Literatura comparada: el estado de la cuestión

Lo que Borges enseñó a Cervantes

César Domínguez, Haun Saussy y Darío Villanueva

Barcelona, Taurus, 2016

Trad. de David Mejía

304 pp. 22,90 €

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En la literatura comparada se institucionaliza la experiencia del lector, que queda rota por la conversión de la práctica cotidiana de la literatura en materia académica. Frente a la ordenación escolar, generalmente cronológica y nacionalista, todo lector pasa de un libro escrito originalmente en una lengua a otro redactado en otra, regresa a sus lecturas de infancia por razones más o menos melancólicas, cambia un texto contemporáneo por otro medieval y un artículo de periódico por un cuentecillo llegado en hojas volanderas. Es capaz, así, de hacer comparaciones entre obras de épocas diversas, entre novelas traducidas o no, entre poemas, prosas o películas, del mismo modo que discute de las adaptaciones teatrales y goza leyendo escritos no hechos para el goce. Proyecta preocupaciones propias sobre los libros y los interpreta desde sus miradas femeninas y feministas, desde su experiencia racial o de clase, desde su origen campesino o urbano. Desde el mundo que bulle en su entorno y ha ido conformando su modo de selección, de lectura y de comprensión de los enunciados. Virginia Woolf reivindicó al lector común, la persona que «lee por placer más que por impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. […] Apresurado, impreciso y superficial, arrancando ora este poema, ora esta astilla de un mueble viejo, sin importarle dónde lo encuentra o cuál sea su naturaleza».

La literatura comparada exige, en teoría, unos conocimientos lingüísticos y culturales previos que pocos estudiantes y lectores están en condiciones de demostrar. Por eso, al establecerse como materia de estudio, busca enseñar, más incluso que una metodología de análisis, una filosofía. Da la impresión, y este libro lo demuestra, que la preocupación de quienes se dicen comparatistas es fundamentalmente epistemológica. Sin embargo, un historiador como José Antonio Maravall, al hablar de la tradición cultural en la Edad Media, se refiere a una especie de contemporaneidad intelectual «de todo cuanto ha sido y de todo cuanto es», que se resumiría en una frase de cierto escritor de finles del siglo XII que veía los sabios de su presente «parisienses in theologia; bononienes in iustitia; salermitanos in phisica; atenienses in philosophia». Es decir, la experiencia enseña que ese lector común que describiera Virginia Woolf ha existido siempre y, en fin de cuentas, es el buen lector. El teórico rumano Adrian Marino, en un gran libro de 1977, La critique des idées littéraires, a partir del cual desarrollará trabajos posteriores, aseguraba que existe una «lectura simultánea» por la que la historia literaria deja de ser una diacronía para establecerse en la práctica lectora en una absoluta sincronía. Por eso, una lectura que se haga de un libro ruso del siglo XIX influye en cómo se comprende, por ejemplo, otro español del XVII. Desde el punto de vista del lector, T. S. Eliot puede influir en Shakespeare, tal como hace un personaje de la divertida novela de David Lodge El mundo es un pañuelo. A partir de este ejemplo, César Domínguez, profesor de la Universidad de Santiago de Compostela, Haun Saussy, de la Universidad de Chicago, y Darío Villanueva, catedrático también de la de Santiago y hoy director de la Real Academia Española, se inspiran para titular su libro sobre la literatura comparada Lo que Borges enseñó a Cervantes. Un título valiente que, por cierto, no utilizaron en la versión original del volumen en lengua inglesa, pues en Estados Unidos se tituló Introducing Comparative Literature. New Trends and Applications (Introducción a la Literatura Comparada. Nuevas tendencias y aplicaciones).

La denominación estadounidense centraba más la obra en un texto académico, destinado a los estudiantes de la asignatura en cuestión, como viene a afirmarse en las páginas 5 y 6, mientras que la edición española busca, con su título, atraer también a todos los interesados por las cuestiones literarias, independientemente de que sean estudiantes o no. Al fin y al cabo, la Literatura Comparada no disfruta aún en España de todo el prestigio socioacadémico que debería y, sobre todo, obliga a plantearse problemas que, por un lado, incardinarían la práctica literaria en la mal comprendida globalidad y, por otro, provocarían una actualización de la propia enseñanza de la literatura española, tantas veces planteada en clave cerradamente nacionalista. De ahí que hubiese sido aconsejable aligerar el libro de ciertas referencias exclusivas del mundo académico anglosajón, incluso a sus modas y dependencias. Por ejemplo, se indica que «en los últimos veinte años no se ha publicado en inglés ningún nuevo manual sobre literatura comparada», dejándonos en la duda de qué ocurrió en otras lenguas importantes de investigación (recuerdo sobre la marcha el volumen preparado por Dolores Romero, en español, el de Helena Buescu, João Ferreira Duarte y Manuel Gusmão en portugués, o el de Franca Sinopoli en italiano, entre otros). Y, aunque sea un libro más antiguo, de 1964, hubiera sido oportuno situar en su contexto los Principios de literatura comparada, redactados en España por Alejandro Cioranescu y que tanto significaron entre nosotros.

La orientación universitaria norteamericana tal vez motive curiosas contradicciones en las páginas, no carentes de interés, firmadas por Haun Saussy. Acepta plenamente, por ejemplo, una frase del danés Georges Brandès según la cual sólo los escritores franceses, ingleses y alemanes esperan ser leídos en su lengua original. Creo personalmente, conociendo la obra de Brandès, que éste no hacía en sus escritos exactamente una defensa de esas lenguas, sino que se interesaba, desde la cultura danesa, por aquellos países que prepararon, como él dice en uno de sus libros, «la sacudida de 1848». En cualquier caso, nueve páginas más adelante, el profesor cita al científico francés Louis Pasteur, al inglés Charles Darwin y al alemán Robert Bunsen, para asegurar que sólo Darwin se lee ya en su lengua original. Tal vez la contribución al libro del profesor Saussy peque de prescindir del sentido histórico, lo que es, sin duda, una opción teórica. Sorprende también, entre otros aspectos, que se refiera al «mensaje» de las novelas, no distinga «significado» de «significación» y que considere el canon como la lista de obras de lectura en clase.
Por eso resultan tan importantes los capítulos redactados por Darío Villanueva (los autores se han distribuido los distintos aspectos tratados en la obra y puede apreciarse dónde se manifiesta una visión totalizadora de los problemas y dónde el razonamiento se consume en la finalidad inmediata universitaria), capítulos que repasan la preocupación comparatista, desde el concepto de literatura mundial (Weltliteratur) de Goethe hasta la crisis de la posmodernidad y la globalización, recomponiendo un sentido histórico que permite absoluta comprensión de los problemas. Son estas páginas de una extremada claridad y permiten comprender la disputa de la asignatura con otras visiones del hecho literario, paralelas al desprestigio universitario de la filología o al mismo oscurecimiento de los estudios humanísticos. La clásica definición de Henry Remak («La literatura comparada es el estudio de la literatura más allá de los confines de una país particular, y el estudio de las relaciones entre la literatura, por un lado, y otras áreas de conocimiento y creencia, tales como las artes, la filosofía, la historia, las ciencias sociales, la religión, etc., por otro») quedó cuestionada por las dudas que la teoría deconstructivista lanzó sobre la trascendencia de la literatura, las críticas de las tendencias poscoloniales a un posible eurocentrismo, el nacionalismo de los estudios y, desde luego, la nivelación posmoderna que eliminó la noción de valor en los estudios estéticos. Ello condujo a algunos teóricos a declarar la muerte de la asignatura, aunque la literatura comparada no tenía por qué ser una excepción cuando eran los propios estudios literarios en sí mismos los que eran declarados fallecidos o, al menos, sin interés presente.

Los llamados Estudios Culturales no significan tampoco una solución, sobre todo en su realización norteamericana, lejos de los planteamientos originales de los británicos Raymond Williams, E. P. Thompson, Richard Hoggart y Stuart Hall, cuya obra estaba fuertemente ideologizada. Su apertura temática, que puede comprobarse en el Dizionario degli studi culturali de Roberta Coglitore y Federica Mazzara, los ha convertido en un cierto cajón de sastre en el que la literatura resulta ser un simple almacén de datos. Darío Villanueva destaca que Edward Said, alarmado por lo que sucedía, propuso, en Humanismo y crítica democrática, el necesario retorno «a un modelo filológico-interpretativo». Naturalmente, el problema radica en la importancia que, en un momento histórico, la sociedad estima preciso que debe otorgarse a la literatura como expresión realmente significativa, e incluso como modelo, del individuo y de la sociedad. Además, la globalización ha creado la idea de que todo es accesible a todos y en todo momento, lo que puede ser una falacia pero, en cualquier caso, determina y justifica el cambio de dirección de los estudios. De ahí esa idea de la descentralización cultural, la huida (más teórica que real) del llamado eurocentrismo y la importancia que quiere darse a culturas hasta hace poco consideradas marginales. El libro no se detiene aquí en cuál sea el origen de la apertura a las literaturas orientales, debida tal vez no tanto a exclusivos motivos científicos como a la procedencia de ciertos capitales influyentes en las universidades norteamericanas, según comentaba Claudio Guillén.

Ya no interesaría, pues, tanto el texto literario singular como eje de la literatura, sino el sistema de la comunicación literaria, «que integra, junto al texto propiamente dicho, las situaciones y determinaciones de su producción, recepción y posprocesado», es decir, los efectos de distinto tipo que es susceptible de ocasionar. Destaca Villanueva la importancia de la teoría de los polisistemas, de Itamar Even-Zohar, de quien contamos en español con algunos ensayos traducidos. Convendría aquí traer a colación la utilidad para los estudios humanísticos de la Teoría general de los sistemas, de Ludwig von Bertalanffy, y la reflexión en torno a ello de Javier Aracil. El estudio sistémico facilita el estudio de las relaciones de la literatura con las demás artes y, en especial, con el cine, como muy bien ha sabido hacer en sus publicaciones el propio Villanueva.

Son también excelentes los capítulos redactados por César Domínguez, especialmente cuando se refiere a las teorías poscoloniales, que han evolucionado desde considerar «la escritura de aquellos otrora colonizados por Inglaterra» hasta entender que las literaturas no europeas reflejan los efectos de la dominación colonial, pues la europea habría impuesto los patrones d expresión y las creencias de los colonizadores. Resulta muy interesante la reflexión sobre la historia comparada de las literaturas. En ella el profesor Domínguez cita el caso de Gibraltar como territorio idóneo para el estudio, lo que es cierto, aunque la brevedad de su referencia no le permitió indicar que el estudio más importante, a mi entender, sobre la literatura gibraltareña lo publicó el Instituto Cervantes en 2005.

En resumen, Lo que Borges enseñó a Cervantes resulta un libro enormemente sugestivo, que acerca al lector a la literatura comparada de un modo que supera los aspectos introductorios a una materia académica para plantear los problemas que hoy en día tiene la escritura, la lectura y el estudio de enunciados literarios. Tiene la virtud de cuestionar la consideración nacionalista de la literatura, que ha entorpecido y entorpece tanto la comprensión de nuestra cultura, hasta el punto de haber impedido la comprensión de tendencias, temáticas y estilos como el Barroco o el Modernismo. Por eso no debe caer en olvido este libro, y el cambio de título con respecto a la edición original en inglés creo que beneficiará su aconsejable difusión.

Jorge Urrutia es catedrático de Literatura en la Universidad Carlos III. Sus últimos libros son  El teatro como sistema (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007), Tecnología de la literatura (Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana, 2010), Hallar la búsqueda. La construcción del simbolismo español (Valladolid, Cátedra Miguel Delibes), 2013 y Juguetes de un dios frío. Literatura, historia e ideología (Madrid, Devenir, 2015).

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