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Vitamina P

El tercer personaje

Sergio Pitol

Barcelona, Anagrama, 2014

256 pp. 14,90 €

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Simplificando mucho, sería posible intentar dos tipos de aproximación crítica a la literatura: podemos, en primer lugar, tratar de comprender qué es lo que hace que una determinada obra sea única (tarea, en último término, imposible, por lo que no iremos más allá de la aproximación), o bien podemos, en segundo lugar, poner esa obra, o a su autor, en relación con el resto de obras contemporáneas suyas, o con las peculiares condiciones sociales, económicas y políticas en medio de las cuales fue escrita. Diríamos que ese subgénero constituido por los ensayos sobre literatura escritos por escritores suele decantarse más por la primera categoría, aunque sólo sea porque, como creadores individuales, son más conscientes de aquello que les diferencia de sus contemporáneos y de su época que de aquello que les acerca a ellos. Por supuesto, como subgénero constituye un placer especial: esos ensayos alumbrados por novelistas y poetas suelen ser más bien caprichosos, divagadores, exagerados e injustos, y el tono profesoral o científico suele brillar en ellos por su ausencia, de forma que el lector puede llegar a sentir que está charlando sobre libros queridos con un viejo amigo.

Desde luego, el tono distendido, voluble y casi libreasociativo no falta en El tercer personaje, como tampoco escaseaba en anteriores colecciones de ensayos significativos de Sergio Pitol, como El mago de Viena (Valencia, Pre-Textos, 2005). Pitol, que en sus relatos y novelas suele emplear un tono pesado, formal y elíptico, en sus textos ensayísticos se relaja y plantea lo que a veces parece un stream of consciousness en el que, desde la comodidad y la ligereza, hilvana una desigual amalgama de recuerdos, fantasías y reflexiones literarias. Es esto precisamente lo que suele dotarlos de un encanto peculiar, perteneciente a esa estirpe de ensayos firmados por literatos que hemos mencionado, pero, además, de un género peculiar y muy reconocible. «Los ensayos que prefiero», nos informa Pitol en «Sobre la escritura», «son obra de narradores y poetas, los de Mann, Forster, la Woolf, Broch, Reyes, Paz, Cardoza y Aragón y Borges» (no es ésta, por cierto, la única vez que emplea con la autora de Orlando un tratamiento de diva operística). Sorprenden, sin embargo, en El tercer personaje, los continuados intentos de calibrar la significación histórica o social de determinada obra, más propios de manuales de literatura o de cierta crítica ultraacadémica, y, quizá más grave aún, también se ocupa de señalar qué condiciones socioeconómicas propiciaron o provocaron la aparición de tal personaje o de tal tipo de novela, dejando de lado las características particulares de esta o tal otra obra literaria, e incluso sus propias opiniones y sensaciones sobre ella. Sorprende también cierta ausencia sostenida de pensamiento original.

Los ensayos son breves y, a diferencia de El mago de Viena, están claramente delimitados. El que abre el libro y le da título está entre lo más rescatable de la colección; lo forma un recorrido por la biografía de Cervantes (el tercer personaje de su propia obra maestra, después del Caballero de la Triste Figura y de Sancho, según Harold Bloom) que termina con un breve examen del famoso discurso de Don Quijote sobre la Edad de Oro. Aquí surge el hilo dorado que constituye la única trabazón que une algunos de los ensayos. Pitol conecta la imagen mítica de la América precolombina con el origen de ciertas ideas libertarias y con la relación entre Europa y el Nuevo Mundo, tanto la inmediatamente posterior a la conquista como la que han mantenido durante siglos los intelectuales latinoamericanos con Europa, adonde llegaban para «esbozar las líneas borrosas de nuestro continente, y posteriormente irlas precisando, y no sólo las del propio país, sino las de toda la América Latina». En ensayos subsiguientes, esto irá apareciendo en la descripción de Tenochtitlan de Bernal Díaz del Castillo («Confusión de los lenguajes»), en el dedicado a El periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi («La primera novela mexicana»), y en algún otro. El más interesante de la colección es «Lo que dice César Aira», donde dice cosas verdaderamente extraordinarias sobre la naturaleza de las vanguardias y del posmodernismo literario, aunque no lo nombre: «Las vanguardias tienden a ser ásperas, severas, moralistas; pueden proclamar el desorden, pero al mismo tiempo convierten ese desorden en algo programático. Les encantan los juicios; son fiscales; expulsar de cuando en cuando a un miembro es considerado como un triunfo. Excluyen el placer. Al combatir contra el pasado o a un presente que repelen, su escritura se carga de pésimos humores. En cambio, la escritura de un excéntrico casi siempre está bendecida por el humor, aunque sea negrísimo».

Es una lástima que el interés decaiga en otras piezas. Escribe sobre Carlos Fuentes; sobre Un drama de caza, la novela policíaca de Chéjov; sobre Fortunata y Jacinta; sobre el delicioso libro de relatos Los jardines de Kew, de Virginia Woolf, que, según Pitol, fue un experimento que hizo posibles las obras maestras subsiguientes; sobre la novela policíaca; sobre Augusto Monterroso, Mario Bellatin o José Emilio Pacheco. Al final hay una moderadamente interesante pieza diarística que refiere un mes de 2001 en el que Pitol estuvo escribiendo una novela titulada El triunfo de las mujeres. También hay ensayos dedicados a las artes plásticas y al cine.

Desconozco el origen de estos textos. ¿Fueron publicados de forma independiente en algún periódico o fueron escritos para constituir un libro? La edición no nos lo aclara. La primera opción explicaría el aparente descuido, la intrascendencia y esa especie de didactismo que asoma aquí y allá. De cualquier forma, un paseo como este, tan alejado del centro vivo de las obras de las que habla, puede contentar poco y a pocos. La ausencia de penetración parece querer suplirla Pitol con encomios, loores y oraciones panegíricas.

Se antoja difícil o imposible intentar decir algo moderadamente valioso sobre literatura si no se parte del amor por la literatura. El entusiasmo (incluso inmoderado cuando la ocasión lo merezca) es una herramienta necesaria para el crítico, aunque deba ser atemperada por la cautela o el escepticismo. Pero la tendencia de Pitol a la blandura formularia llega a hacerse un poco cargante, particularmente porque a menudo el lector tiene la impresión de que, a lo caduco y vacío en ciertas expresiones rimbombantes que utiliza, subyace cierta desgana a la hora de formular pensamientos con precisión. Es más fácil hacer sonar los clarines que definir claramente la fuente de la belleza: «Mi mano, mi voz, el corazón –escribe– se rigen sólo por la exaltación y el ditirambo». El tono engolado y florido, anticuado y vacuo, emerge en los peores momentos del libro. Al hablar de Alfonso Reyes, dice: «Invariablemente acudo al eminente polígrafo mexicano». Así termina el ensayo dedicado al escritor peruano-mexicano Mario Bellatin: «Si el jardín literario del nuevo siglo tiene una vegetación de crecimiento prometedor, se deberá, en buena medida, a esa extraña planta sembrada por Bellatin entre nosotros». Y esto dice sobre José Emilio Pacheco: «La obra de Pacheco se ha convertido en una fuerte columna de las literaturas de nuestra lengua». O «López Velarde –declama Pitol–, nuestro inmenso poeta nacional». A veces parece estilo de sección cultural de periódico de segunda; otras, fragmentos de algún texto oficial sobre las razones para adjudicar un premio.

Hay infinidad de tópicos trillados que Pitol recalca con un tono como de locutor radiofónico de otra época. Lo pedestre de algunas observaciones produce un efecto cómico que tememos involuntario. Por ejemplo, al hablar de la Barcelona de finales de los años sesenta: «La cercanía de Francia y su situación de puerto mediterráneo, entre otras cosas, le permitían codearse con el mundo exterior; de afuera llegaban las ideas, las corrientes políticas, las nuevas formas de vida y hasta la moda, que también tiene su parte en el conjunto». O esta otra: «No creo que llegue a ser nunca satisfactorio carecer de lectores. Un mínimo de reconocimiento se antoja como necesario. Esa vitamina P (Praise: elogio) de la que hablaba Mann, quien venturosamente la recibió siempre. Pero si no se da, paciencia: el autor debe proseguir su obra y no rebajarla para obtener lectores».

El libro tiene algunos momentos logrados y puede leerse a ratos con agrado y simpatía, pero esos buenos momentos saben a poco y los malos, desgraciadamente, casi nos hacen olvidar a los primeros.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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