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¿Cronenberg contra Cronenberg?

Consumidos

David Cronenberg

Barcelona, Anagrama, 2016

Trad. de Antonio-Prometeo Moya

360 pp. 19.90 €

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Yo diría que David Cronenberg (Toronto, 1943) ha escrito una sátira sobre las películas del primer Cronenberg, de Vinieron de dentro de… (Shivers, 1971) a Crash (1992) y eXistenz (1999), aunque el tono de su primera novela, Consumidos (Consumed, 2014) remita al tono más rutinario de un Don DeLillo insistentemente descriptivo y salpicado de comentarios irónicos contemporáneos. Si el cineasta canadiense reveló desde el principio de su carrera su voluntad de «poner a la vista de los espectadores algo que no podrán creer porque será muy escandaloso o ridículo o extraño», cabe reconocerle ahora que lo que aparece en Consumidos, siendo extraño, ha dejado de escandalizar, diluido en el flujo de sensacionalismo vigente. Pero casi todo lo que se narra sigue «puesto a la vista», filtrado por grabadoras de imagen y transmitido mediante equipos electrónicos, realidad comprimida en pantallas por distintos tipos de ordenadores y teléfonos. «¿Había algo ahora que no hiciera fotos y filmara?», pregunta la voz que cuenta la historia.

Dos enamorados, Noemi y Nathan, periodistas de investigación, se comunican mediante ingenios electrónicos descritos por Cronenberg con asepsia amorosa y fetichista. La relación de la pareja es incorpórea: voces en el cerebro, imágenes en la pantalla mental del otro. Sólo se encuentran una vez, en un hotel del aeropuerto de Ámsterdam, y Nathan contagia a Noemi una enfermedad venérea. Noemi Seberg («bonito apellido de actriz de cine») entiende que «navegar por Internet y coger cosas de aquí y de allá es una forma de periodismo completamente válida», en un momento en el que Google funciona como memoria e inteligencia. «Yo trabajo con crímenes», dice. Investiga el caso del matrimonio Célestine y Ari Arosteguy, profesores de la Sorbonne, filósofos especialistas en consumismo y activistas políticos radicales a la manera de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en los años cincuenta. Mantienen relaciones intensas con su alumnado, y no sólo sexuales. Son un monumento nacional francés. Ari Arosteguy ha desaparecido, sospechoso del asesinato de su mujer, enferma terminal: la habría matado por piedad y amor, y se la habría comido.

Nathan se define a sí mismo como «un periodista médico que, por culpa de la “creciente marea de la tecnología mediática”, se veía obligado a ejercer también de fotógrafo, de filmador y de ingeniero de sonido». Colabora en revistas de escándalos criminales: «Ahora todos somos fotoperiodistas. Ya no basta con escribir. Hay que añadir fotos, sonidos, vídeos», medita sobre su profesión, que lo ha llevado a un hospital de Budapest y al quirófano del doctor Molnár. El tema de su reportaje es un «polémico tratamiento húngaro del cáncer de mama con implante de corpúsculos radioactivos». Molnár, partidario del capitalismo orgánico (que los pobres vendan sus riñones a los ricos, como vía humanitaria a la monetarización e industrialización de los trasplantes médicos), pertenece a la banda de doctores maléficos de Cronenberg: el doctor Hobbes de Vinieron de dentro de…, o el doctor Keloid de Rabia (Rabid, 1976). Los fórceps que maneja remiten al monstruoso instrumental quirúrgico de los gemelos Mantle, ginecólogos de Toronto en Inseparables (Dead Ringers, 1988).

La paciente, Dunja, ha huido también de una película de fenómenos cronberguianos, con los pechos atravesados por «tubos blancos de plástico, semejantes a alambres, [que] se introducían en la carne dando al conjunto un aspecto de paraguas vuelto al revés por el viento». Nathan la fotografía, la graba: «Me siento como una estrella de cine […] Bondage sadomaso», comenta la moribunda. Y el doctor Molnár ofrece una posible explicación a la atracción constante que la cirugía y otras intervenciones sobre el cuerpo humano ejercen sobre David Cronenberg: «En otra época las operaciones eran espectáculos casi teatrales». Las películas del primer Cronenberg tienen mucho de barraca de feria, y como un ilusionista se dirige a su público el novelístico doctor Molnár: «Me dispongo a realizar una tumorectomía múltiple […]. Voy a inyectar en cada pecho ciento veinte perdigones radiactivos».

La enfermedad de transmisión sexual que Dunja contagia a Nathan, y Nathan a Noemi, vincula dos casos que acaban relacionándose con un mismo crimen, como sucedía en las novelas de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Noemi se ve en Tokio, en el refugio del filósofo Arosteguy, presunto uxoricida antropófago, y Nathan se va a Toronto, en busca del médico que dio nombre a su infección venérea. Por una de esas astucias del azar que cimentan desde sus orígenes la razón novelesca, la hija del médico resulta ser antigua alumna del matrimonio Arosteguy, y sobre ella escribe su padre un libro a la manera de Oliver Sacks: Consumidos. Historia de un caso curioso. La muchacha sufre una mutiladora manía caníbal: celebra tea parties solitarios en los que se corta carne con un cortaúñas, se la sirve en una vajilla de juguete y se la come, algo que recuerda los trozos de sí mismo que perdía y guardaba en una caja aquel otro científico de Cronenberg que se transformaba en mosca. Tanto Noemi como Nathan terminan tragados por los casos que investigan, protagonistas de su reportaje, periodistas buscadores de historias fantásticas para convertirlas en su propia historia o su propia fantasía.

La trama de Consumidos es enfáticamente absurda y ostensiblemente disparatada, sostenida sobre coincidencias de folletín decimonónico. Novela de misterios criminales, la historia que cuenta no está enfocada hacia el futuro, hacia el «qué pasará», sino hacia el «qué pasó»: las novedades llegan del pasado, imprevisible. Cronenberg hace suya la relación de los novelones sensacionalistas con las páginas de sucesos. Si para la intriga de Le rouge et le noir Stendhal tomaba de La Gazette des Tribunaux un caso que se cerraba en la guillotina, la saturación efectista de Consumidos combina cuatro casos de periodismo escandaloso: el del filósofo Louis Althusser, estrangulador de su mujer; el del japonés que mató y se comió a una holandesa en París; el de la actriz y el director de cine surcoreanos secuestrados en Hong Kong por agentes de Corea del Norte para ponerlos a hacer películas al gusto del Líder Supremo de la República Popular Democrática; y, por fin, un reciente ciberataque norcoreano a Sony Pictures. Corea del Norte ha alcanzado un grado de irrealidad fantástica, universo fabuloso en el que cabe todo lo imaginable, incluido lo imaginable imposible. Al nuevo género de ficción norcoreana pertenecen, por ejemplo, El huérfano (The Orfan Master Son, 2012), de Adam Johnson, y la película que motivó el famoso ciberataque, The Interview.

Las anomalías y monstruosidades, prodigios y patologías que poblaban al primer Cronenberg y lo caracterizaban como un derivado cáustico o de la serie B se han transformado en motivo de imitación satírica, como si el novelista de Consumidos le hiciera burla al cineasta de Vinieron de dentro de… Los organismos destructores que invadían los cuerpos humanos han sido sustituidos por fantasías y enfermedades catalogadas por la ciencia médica actual. Cronenberg aprecia las enfermedades raras y usa como un fetichista la terminología clínica: apotemnofilia, acrotomofilia, enfermedad de La Peyronie (puede consultarse Wikipedia). Son tecnicismos equiparables a los nombres emblemáticos de la cultura contemporánea que iluminan las páginas de Consumidos y funcionan como las marcas de las casas de moda: como adjetivos que califican el mundo en que aparecen, dándole un estilo o un tono. El foro de Internet de los estudiantes de los Arosteguy, por ejemplo, tiene «el estilo de una película de la Nueva Ola francesa de los años sesenta». Un personaje parece salido de una película de Truffaut. En el espejo de la habitación de un hotel dos amantes se ven «como si fueran personajes de aquellas encantadoras películas checoslovacas de los años sesenta». Alguien fuma como Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada. Samuel Beckett es definido como «un pasmoso objeto fotográfico» (a stunning photographic thing). Hay más artistas invitados: Philip K. Dick, Louis Wolfson, Serge Gainsbourg y Jane Birkin, Dalí y Picasso, el periodista Tom Wolfe, la casa de Psicosis en los Estudios Universal de Hollywood, el festival de cine de Cannes… No se nombra a Hannibal Lecter y su vertiente gastronómico-antropófaga, pero flota sobre las escenas del banquete caníbal.

Al fondo de todo hay un incesante ruido de risa, de diversión y grotesca representación histriónica. La mutación deformadora de los cuerpos propia de las películas de Cronenberg, ligada a la sexualidad y a la enfermedad, a la temible decadencia física y a la mortal metamorfosis final, se ha visto desplazada en Consumidos a las posibilidades tecnológicas de alterar, desfigurar y falsificar la realidad mediante procedimientos electrónicos, capaces de sustituir lo real por las apariencias. El engaño en que se basa la intriga se impone como verdad al público-lector. Pero si el cineasta Cronenberg quería demostrar a sus espectadores que lo escandaloso, absurdo y extraño podía ser verdad, el objetivo del autor de Consumidos es probar que lo que aparece como verdad puede ser, además de absurdo, mentira.

Lo que no quiere decir que la verdad sea menos absurda y horripilante que las ficciones electrónicas. El presunto filósofo asesino se confiesa en primera persona a la periodista Noemi Seberg en los capítulos 9 y 10 de la novela: «Te habría gustado estar en mi cuerpo […] como en esas películas de ciencia ficción en que un guerrero se sube a un robot gigante y manipula sus piernas y brazos desde la cabeza de cristal». La historia se remonta al Festival de Cannes, donde el matrimonio Arosteguy forma parte del jurado que una vez presidió su creador, David Cronenberg. Los Arosteguy se empeñan en premiar la película norcoreana El juicioso uso de los insectos, y así empiezan las conexiones norcoreanas y una invasión de órganos humanos por los insectos que termina en una mutilación quirúrgica, reminiscencia del aborto del feto-larva de la protagonista de la película La mosca.

Hay más luminosos de marcas culturales, Eisenhower, China, Estados Unidos en los años cincuenta, el cine de Douglas Sirk, y, como si Cronenberg quisiera concluir que la tecnología sirve tanto para mentir como para decir la verdad, la solución a todos los enigmas se presenta en imágenes: una grabación en la que aparece lo que podría ser «el cadáver de una película de terror de la Hammer de los años sesenta», y una serie de fotos «en la tradición de las fotos de Weegee de los años cuarenta, típicas fotos de los técnicos de la policía […] estilo distanciador, como el Verfremdungseffekt brechtiano”, o como las instantáneas de Art Shay a Simone de Beauvoir en un cuarto de baño, en el Chicago de 1950.

«Trata de sexo y violencia y de cómo nos afecta la televisión», decía Cronenberg de su película Videodrome (1982): la señal de una cadena televisiva dedicada a la violencia pornográfica provocaba en los televidentes tumores cerebrales y alucinaciones. Consumidos trata de los efectos del aislamiento colectivo en la multipantalla a través de las conexiones telefónicas. «He sido colonizado, invadido», dice el protagonista, que siente que sus sentimientos y pensamientos son desalojados por los que le llegan por la televisión, los periódicos, Internet, las radios de los coches, el ruido de la calle. Aparte de ambientes monstruosos en casas de filósofos y médicos, los escenarios de Consumidos son aeropuertos, aviones, quirófanos, habitaciones de hotel y de hospital: ampollas de tiempo vacío y pleno aburrimiento mortal conectado a Internet, que me recuerdan un versículo de Pere Gimferrer: «Los escolares hunden sus plumillas entre uña y carne…». Corrijo: no ha escrito Cronenberg una sátira de los mundos de Cronenberg, sino de la banalización contemporánea de los motivos originarios de Cronenberg, de sus viejas, precursoras y corrosivas distorsiones de las películas baratas de terror. La traducción de Antonio-Prometeo Moya es ejemplar.

Justo Navarro ha traducido a autores como F. Scott Fitzgerald, Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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