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Quién sucede a quién: hermenéutica de la monarquía

A cuerpo de rey. Monarquía accidental y melancolía republicana

Jon Juaristi

Barcelona, Ariel, 2014

192 pp. 16,90 €

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Resulta que hay dos libros distintos dentro del brillante trabajo que ha escrito Jon Juaristi. Y si lo sabemos es por una casualidad: en concreto, el hecho de que en el número 233 (marzo-abril de 2014) de la revista Claves de Razón Práctica, un monográfico dedicado al tambaleo del monarca en plena temporada de safaris, Juaristi publicara un artículo («El monarca accidental») en el que se incluían ya las líneas maestras de su juicio sobre la monarquía parlamentaria española actual, es decir, la idea de que su legitimación es acentuadamente accidental (más carismática que tradicional) y la de que está hoy desafiada por un republicanismo que, en cierto sentido, es también accidental, pues ha nacido recientemente en España al calor de un antifranquismo sobrevenido y de la crisis económica.

Dos meses después, en junio de 2014, sobrevino la inesperada abdicación de Juan Carlos y la sucesión en la corona de Felipe VI. Y destaco lo de inesperada porque Juaristi, a diferencia de los demás escritores de aquel monográfico, que recomendaban de consuno la más pronta sucesión (Fernando Savater, Roberto Blanco Valdés, Soledad Gallego-Díaz), se manifestaba tajantemente a favor de la continuidad de Juan Carlos, «excluyendo abdicaciones prematuras»,  decía (p. 49). Tan solo dos meses más tarde –en agosto de 2014–, Juaristi terminó el libro que ahora presentamos, en el que recoge y desarrolla los pensamientos ya explicitados entonces sobre la monarquía juancarlista, pero a los que añade –esto es lo nuevo– toda una propuesta hermenéutica sobre la sucesión monárquica, sin duda para poner el texto al día con lo que acababa de suceder en España.

El caso es que esta dualidad se nota bastante. Los primeros cinco capítulos del libro nos aportan una novísima reflexión sobre la sucesión real como el momento peligroso de las monarquías; los tres restantes, que podían estar ya escritos antes de la abdicación, relatan el reinado de Juan Carlos como un curioso bucle, el que va desde el ciclo incremental de legitimación del rey desde 1969 hasta 1982 (su momento máximo), hasta el proceso tardío de pérdida de esa legitimación en los años horribles de la vejez, la crisis económica, Urdangarín y los elefantes.

Lo más brillante del doble libro, desde el punto de vista de la creatividad, es la primera parte, en la que Juaristi exhibe toda su capacidad de recreación literaria y hermenéutica –que es mucha–, aplicándola a las sucesiones regias, remontándose nada menos que hasta las andanzas de los visigodos en el siglo VI y, sobre todo, evocando y jugando con el trío que forman Leovigildo, Hermenegildo y Recaredo, sumado a sus cronistas, sus hagiógrafos y sus cultivadores actuales (los todavía influyentes nacionalcatólicos españoles) para sugerir al lector, todo ello bien hilado, un marco apasionante de comprensión de las dificultades de las sucesiones reales.

Y, sin embargo, es también una parte bastante desatinada, como lo muestra el hecho de que Juaristi no consiga aplicar de manera mínimamente convincente el marco hermenéutico que acaba de construir al hecho concreto que domina la segunda parte de su texto: la sucesión de Juan Carlos por Felipe. Creo que el desatino radica en la perspectiva que adopta en la primera parte del libro, consistente en definir la sucesión monárquica como un momento particularmente problemático en el funcionamiento de cualquier monarquía, «incluidas las constitucionales» (p. 25)Juaristi emplea el nombre de «monarquía constitucional» de una manera técnicamente incorrecta y que, sobre todo, induce a confusión al lector. La doctrina llama «monarquías constitucionales» a las propias del Estado liberal del siglo XIX, en las que el rey retenía una importante cuota de la soberanía y del gobierno, mientras que califica de «monarquías parlamentarias» a las actuales, en que el rey carece de cualquier poder (aunque conserve cierta autoridad), como lo hace también el artículo 1.3 de la Constitución. Véase, por ejemplo, Roberto Blanco Valdés, La construcción de la libertad, Madrid, Alianza, 2010, pp. 183 y 311. Las monarquía de Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII eran tan «constitucionales» como lo es la actual de Felipe VI; lo que las distingue es que las primeras no eran democráticas o «parlamentarias» como la segunda.. Esta idea es patentemente incorrecta: la sucesión es un momento problemático, sin duda, en las monarquías tradicionales, no digamos ya si son monarquías electivas como fue la goda; pero no lo es en las monarquías parlamentarias del siglo XX que, precisamente, «son útiles porque eliminan de la política el problema sucesorio», como declaraba Eric Hobsbawn a la revista Prospect el 23 de marzo de 2011. Y, efectivamente, si miramos la realidad de los últimos cien años de las monarquías parlamentarias europeas (las de Suecia, Holanda, Noruega, Dinamarca o Reino Unido, por ejemplo), apreciaremos que nunca se ha vivido la sucesión de los monarcas como un momento particularmente problemático o crítico, sino más bien todo lo contrario, con una normalidad bastante rutinaria. Y lo mismo sucede –ha sucedido ya– en el caso español de junio de 2014: la sucesión en sí ha funcionado con razonable normalidad y sin crear ningún problema especial al sistema. Digo la sucesión en sí, no la monarquía en general. La monarquía española sigue teniendo los mismos problemas de legitimación e institucionalización que tenía con Juan Carlos, pero eso se debe a que lo suyo no es pasar por un momento problemático, sino tener una vida problemática. Que Felipe suceda a Juan Carlos no cambia los parámetros esenciales de su difícil futuro, desde luego, pero no puede decirse que la sucesión en sí haya sido problemática.

Lo que en realidad sucede es que toda la propuesta de Juaristi para enmarcar y comprender las sucesiones reales y su elevada problematicidad sólo puede aplicarse a las monarquías predemocráticas, precisamente porque en ellas se trataba de transferir el poder, un poder efectivo contante y sonante. Y eso es siempre difícil. No digamos si, para colmo, la monarquía era de tipo electivo como la visigoda, en la que la sucesión la decidía un grupo de nobles: entonces era más bien propensa al caos puro y duro. Que se lo pregunten a Polonia, un Estado raté en su historia por el colegialismo de su monarquía.

Por eso precisamente sucede que donde se aplica cabalmente la hermenéutica de la sucesión como momento complicado que propone Juaristi es en la transmisión de poder de Franco a Juan Carlos, un proceso que narra y fabula en las más inspiradas páginas del libro. Porque fue una sucesión cargada de poder y, por ende, arriesgada, en la que era imprescindible para que resultara bien el juego coral de unos personajes que aparecen sucesivamente como héroes y como traidores. Es impagable la presentación de Franco como un Hermenegildo moderno que se hace elegir monarca (que no rey) por sus pares y los prelados eclesiásticos, que vence a los arrianos republicanos, que desprecia a los héroes de la línea dinástica tradicional (Alfonso XIII y Don Juan) por no haber estado a la altura de su propia ley, y que construye a su propio Recaredo (Juan Carlos) para hacerle por fin rey de una nueva estirpe. ¿Por fin? No, porque ese Recaredo que ya ha traicionado a su padre tiene todavía que traicionar al dux que lo nombró y a las leyes que juró: Juego de tronos en estado puro.

Brillantes también las páginas dedicadas a la recreación del mito godo del nacionalismo español (versión nacionalcatólica desde Menéndez Pelayo hasta el cardenal Cañizares), mito en el que Recaredo y su Concilio de Toledo fundan para siempre una esencia de lo español indisolublemente unida a la religión, una identidad a prueba de milenios, que diría don Américo Castro con retranca.

Pero es traída por los pelos (incluso para la desbordante capacidad de fabular con credibilidad que posee Juaristi) la ligazón necesaria que encuentra entre la abdicación de Juan Carlos el día que lo hizo, el 2 de junio, con la celebración al día siguiente del Capítulo de la Real Orden de San Hermenegildo, a cuyas buenas manos querría Juan Carlos encomendar el éxito de la sucesión. Improbable: Felipe había presidido ya antes en 2011 y 2013 el Capítulo de esta singular orden militar, por delegación de su soberano el rey Juan Carlos, con lo que estaba ya plenamente introducido en la buena mano mística del patrono de las sucesiones.

En relación con esta conexión del monarca con la jefatura militar es donde se echa en falta una valoración más completa del significado que ha tenido en la historia constitucional española el hacer del rey el titular del mando supremo del ejército (artículo 62 de la actual Constitución y artículo 52 de la de la Restauración de 1876). Porque esta figura del rey-soldado fue una deliberada creación de Cánovas del Castillo para «reducir a los militares a los cuarteles de donde nunca debían salir» y acabar así con el intervencionismo militar en política. Al igual que fue de nuevo una atinada idea de Franco el hecho de poner a su Recaredo particular por encima de sus generales, lo que rindió frutos una tarde de febrero, qué duda cabe. Más aún, tan buena debió de parecer la noción de «mando supremo» a todos los peninsulares que en la Euskadi o en la Cataluña autónomas se ha conservado como mito del cargo, de manera que el lehendakari o el presidente de la Generalitat ostentan, según sus normas particulares, también el «mando supremo» (literal) de la Ertzaintza o los Mossos d’Esquadra. Debe de ser que no se concibe autoridad máxima si no hay por ahí algún uniformado, con banda de música, del que predicarse mando supremo.

¿Y el segundo libro, el dedicado a la monarquía juancarlista en sí misma, antes de la sucesión filipina? Juaristi propone comprender el árbol genealógico de Juan Carlos como el baobab de que habla El principito de Saint-Exupéry: ese árbol cuyas semillas infestan el suelo y acaban por devorar el suelo y el mundo. En el caso de Juan Carlos, el baobab incluía a sus hijas y a sus maridos, también Urdangarín: el principal devorador del suelo del trono estos últimos años. Y es que «los reyes se aniquilan con sus hijas más jóvenes». Más dudosa resulta la extensión del maleficio a Leticia, la esposa de Felipe VI, a la que Juaristi atribuye una imagen radicalmente desconectada con la sensibilidad de la subclase predominante en la empobrecida burguesía española. Para Juaristi, Leticia puede ser letal para el trono de Felipe, porque irrita a muchos con su vestuario y sus gestos. Veremos.

Juaristi es un declarado «juancarlista», de eso no cabe duda. El rédito positivo para el sistema democrático del Juan Carlos del 23-F lo absuelve a sus ojos de su haraganeo en el trono durante decenios, sin preocuparse eficazmente por institucionalizar la monarquía (rutinizarla, que diría Max Weber). Lo absuelve incluso de la descuidada vida privada que ha llevado y que le estalló en la cara –y en la cadera– al final: «El rey tiene derecho como cualquier otro a preservar su vida privada –su intimidad– de las miradas ajenas», dice, así que déjense de queridas, escopetas y elefantes (p. 152). Dudosa afirmación. Si la monarquía es privilegio (es decir, lex privata), rige también para ella otra lex privata que no contiene el derecho a la intimidad, sino más bien el exigente de la ejemplaridad. El monarca nunca podrá decir que es como los demás ciudadanos, ni en deberes ni en derechos.
Recuerda Juaristi en varias ocasiones que Juan Carlos era muy consciente, ya desde 1981, de que su legitimación era muy personal o carismática (muy accidental), y que por ello su principal tarea como monarca era la de transferir esa legitimidad desde su persona a la institución. Se lo dijo a Tom Burns Marañón (La monarquía necesaria, Barcelona, Planeta, 2007, p. 19). Si esto es así, y no hay por qué ponerlo en duda, la dura conclusión es que Juan Carlos se durmió en los laureles durante casi treinta años, y sólo se despertó cuando no sólo el baobab, sino hasta los elefantes, se le caían encima. Porque poco hizo para legitimar e institucionalizar la monarquía. Un ejemplo: ni siquiera previó su abdicación.

El republicanismo difuso que hoy vive la sociedad española, y que es la amenaza a la estabilidad de la monarquía como institución (no a su continuidad, que ya se ha verificado) lo describe muy acertadamente Juaristi como un sentimiento melancólico por algo que no se sabe muy bien qué fue, la breve República de 1931, y que ha sido asumido por el antifranquismo sobrevenido con que José Luis Rodríguez Zapatero pretendió descubrir una legitimación para el régimen democrático que fuera alternativa a la de la Transición (y, de paso, descolocar a la derecha conservadora). El republicanismo carece de tradición o memoria en España, tanto por lo menos como el fervor monárquico. Como muy oportunamente recuerda, los términos del debate fueron siempre, desde el franquismo, dictadura o libertad, sociedad abierta o clerigalla nacionalista; no república o monarquía. Así, la «burguesía asalariada», cuyo reino y ampliación hemos vivido en el último medio siglo, era accidentalista en cuanto a la forma de gobierno (o, mejor, posibilista, como crudamente señala Juaristi). Ahora bien, el comportamiento de esa nueva clase global que es la burguersía (la clase media actual, infraempleada, infrarretribuida e infraintegrada, también denominada precariado) es impredecible. Piensa Juaristi que es improbable que el precariado se deje convencer sin más por la langue de bois de la fracción de izquierda radical de la burguesía remunerada que queda (dicho en claro, por el pensamiento Somosaguas). El mayor reto para el éxito del republicanismo, al final, será su propio extremismo, que espanta a la derecha, al centro y a la socialdemocracia.

Pero es cierto que, por simple mímesis irreflexiva, el personal piensa en la democracia como algo incompatible con la monarquía. Y es que, como estableció Hermann Heller, los argumentos meramente utilitarios colocan al principio monárquico sobre unas bases muy inestables y peligrosas, ya que reconocen implícitamente que la institución carece de justificación por sí misma. Además, en tiempos de vacas flacas y malfuncionamiento político generalizado, la monarquía atrae los rayos populares simplemente porque destaca en el horizonte como algo raro (algo «no inteligible» en términos de Julián Marías, a quien Juaristi rinde particular homenaje). Justo lo contrario de la monarquía británica que, según Walter Bagehot, era la que hacía inteligible el sistema político para el pueblo inglés. Es la institución más fácil de criticar, y eso no tiene arreglo.

Su única ventaja, hoy por hoy, es la de que ya existe, aunque sea porque entre Hermenegildo y Recaredo lograron ponerla ahí por carambola y con un poco de ayuda mística. Y en España, lo que existe tiene mucho andado a favor de persistir, porque para suprimirlo son necesarios mucho acuerdo y mucho esfuerzo.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010).

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