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Filosofía barata y falaz

Pensar el islam

Michel Onfray

Barcelona, Paidós, 2016

Trad. de Núria Petit

128 pp. 15,95 €

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Más de mil años –es más fácil decirlo que asimilar lo que eso significa– llevan los europeos occidentales pensando sobre el islam. Desde entonces la bibliografía existente sobre el tema se ha hecho literalmente inabarcable: miles de títulos, ciertamente de calidad muy desigual y realizados con objetivos muy dispares, están a disposición de todo el mundo . Siendo así, sería deseable que cualquier nueva aportación al tema partiera de, al menos, una ligera noción de lo que antes han hecho tantísimos autores. Por desgracia, no es el caso de la obra que nos ocupa.

En ese mar de trabajos anteriores se cuela este pequeño librito de Michel Onfray como si nunca se hubiera dicho nada acerca del islam; más aún, despreciándolo de manera supina como un intento de ocultar al público la verdad sobre el asunto: «los historiadores de los que usted habla pueden decir lo que quieran» (p. 65), nos espeta el filósofo francés. Y a pesar de su desconocimiento, no sólo de lo ya hecho, sino del propio objeto de su pensamiento –algo que él no tiene reparos en reconocer (p. 49)–, no duda en presentarnos este libro en el que nos invita a «pensar el islam».

Sin embargo, en Pensar el islam hay muy poco islam. Ni siquiera hay demasiado pensamiento. Se trata de una obra de un simplismo insultante. Así, por ejemplo, cuando sostiene que de las dos únicas lecturas que, al parecer, pueden hacerse del Corán –la pacífica y la violenta–, se obtienen «dos maneras de ser musulmán» (p. 52), que «hay dos formas de ser musulmán» (p. 56). Tras esta demoledora afirmación, la posterior acerca del pluralismo en el islam (p. 62) resulta meramente retórica y no afecta realmente a la visión general del islam y los musulmanes que se sostiene a lo largo de todo el libro. La inabarcable variedad se ve reducida una y otra vez a esa dicotomía simplista entre musulmanes buenos –los que siguen las suras pacíficas– y musulmanes malos –los que siguen las suras de violencia– (pp. 57, 61, 63, 78, 89, 92-93, 94, etc.). Así se caracterizan, pues, desde el principio, no sólo los más de mil quinientos millones de seres humanos que hoy se identifican como musulmanes, que residen en países de todo el mundo y que pertenecen a grupos etnoculturales de lo más variados, sino a todos los que en el mundo han sido desde que el profeta Mahoma ganó para su credo a los primeros seguidores: buenos y malos.

Pero, ¿piensa Onfray verdaderamente que hay musulmanes buenos? En la práctica, eso da igual, porque, como no puede distinguirse a simple vista entre buenos y malos, hay que someterlos a todos a una estricta vigilancia, pues todos son sospechosos: «hay que formar a los imanes, vigilar los lugares de culto para que no sean lugares de propaganda terrorista, y, de esta forma, luchar de verdad contra los que sólo creen en las suras belicosas» (p. 58). Así es como este gran defensor de la República se carga la separación entre Iglesia y Estado para hacer del islam una religión sometida al control estatal.

¿Merece la pena seguir leyendo después de leer cosas así? La respuesta no puede ser sino negativa. De hecho, para alguien que esté habituado a la lectura de la literatura antisemita de finales del siglo XIX y principios del XX, este libro provocará un sentimiento constante de déjà vu. Prácticamente todos los temas tratados en él son comunes en la literatura antisemita: la sociedad europea en decadencia por el materialismo y por la traición de la izquierda; ya no es la izquierda judía la culpable, sino «la izquierda islamófila», pero el resultado es el mismo; Francia y Europa entera ya no están a punto de sucumbir al dominio judío como en las obras de Édouard Drumont, Wilhelm Marr o Tanyeman (un seudónimo), sino a punto de ser islamizadas; y todo ello ya no es ocultado deliberadamente por la prensa judía, sino por la de una izquierda traidora que persigue a aquellos que, como Onfray, se atreven a decir «la verdad». Tampoco faltan en esta obra las citas continuas de los textos sagrados para intentar probar que la maldad anida en la esencia misma de la religión del Otro. Ya no son, como en la literatura antisemita, citas de la Biblia o del Talmud, sino del Corán y los hadices, pero el objetivo es el mismo .

Nos detendremos un momento en este asunto del uso de los textos fundamentales del islam, método tan utilizado en este tipo de literatura y sobre el que Onfray basa toda su visión de esta religión (pp. 56, 64-65, 68-69, 73, 81, 84-85 y 89). El filósofo cita un puñado de versículos del Corán, unos pocos hadices y fragmentos de la biografía de Mahoma –la Sira de Ibn Ishaq–, y pretende mostrar con ello no sólo lo que esos textos son, sino lo que es el islam en su totalidad, obviando descaradamente la dificultad que entraña la interpretación de esas fuentes y, lo que es más importante, la compleja relación existente entre esos textos y la religión islámica.

Y no sólo no es capaz de entender eso, sino que ni siquiera es capaz de utilizar correctamente los textos que cita. De hecho, no muestra reparo alguno a la hora de descontextualizarlos, tergiversarlos y falsearlos. Así, por ejemplo, cuando cita una retahíla de versículos coránicos que mostrarían la violencia, la intolerancia y el machismo en el Corán (pp. 68-69), cita uno que supuestamente justificaría el ahogamiento de los enemigos (el 37,82): «hemos ahogado a los otros»; cuando, en realidad, el texto se refiere a los ahogados durante el Diluvio y a la salvación de Noé y su familia. En la misma línea, cuando, a continuación, cita el versículo 16,58-59, lo hace como si fuera una muestra de desprecio hacia las niñas recién nacidas, cuando el texto únicamente hace referencia a las costumbres que tenían algunos árabes paganos . Lo mismo sucede cuando utiliza ciertos pasajes de la Sira. Así, cuando se refiere al encuentro entre Mahoma y Huyayy ibn Akhtab (p. 64), nuestro autor describe a este último, que había sido apresado, como «rajado por todas partes» –¿dejando caer que fue torturado??, cuando el original habla simplemente de que se había hecho unos agujeros en sus ropas para evitar que fueran tomadas como botín. E, igualmente, atribuye a Mahoma unas palabras que, en el original, son del propio Huyayy. Para acabar de redondear el episodio, acusa a Mahoma, sin base alguna, de haberle cortado él mismo la cabeza. Tampoco se priva de acusar a éste de haber decretado la muerte de todos los varones adultos de los Banu Qurayza (p. 65), cuando, según el texto original, fue decisión de un árbitro elegido para juzgar el asunto . En definitiva, parece como si Onfray hubiera escogido cualquier texto que se le hubiera pasado por delante sin leerlo detenidamente ni, por supuesto, tratar de entenderlo. Y, a pesar de esto, se solivianta cuando se plantean dudas acerca de su forma de proceder: «No me ofenda tampoco dando a entender que improviso sobre este tema sin haber estudiado tanto los textos como los contextos» (p. 67). Así es como este filósofo francés quiere ilustrarnos acerca de lo que el islam es «realmente».

Pero es que, en realidad, no se trata de ilustrar, sino más bien de lo contrario. Hubo un tiempo en el que el filósofo se veía a sí mismo como el encargado de destruir las ideas preconcebidas de la gente, los prejuicios heredados de sus mayores. Hoy, sin embargo, si tuviéramos que juzgar a partir de lo que hace Onfray en este libro, tendríamos que concluir que el papel del filósofo en la sociedad ha pasado a ser el de un legitimador de los prejuicios más extendidos. Su misión hoy sería la de decir lo que todo el mundo piensa, pero nadie dice. ¿Para qué servirá un filósofo que piensa lo mismo que todo el mundo, que comparte y difunde los prejuicios más asentados?, se preguntará alguien. Pero el caso es que esa parece ser la misión que Onfray se ha impuesto a sí mismo. Sin embargo, ¿se justifica su papel como filósofo simplemente porque dice lo que nadie se atreve a decir? Difícilmente, porque tampoco es que nadie se atreva a decir lo mismo que él, ni mucho menos. El mundo editorial actual está lleno de obras de este tipo, obras que supuestamente exponen al público la «verdad sobre el islam» que una elite corrupta quiere ocultar, imponiendo para ello una tiranía de «lo políticamente correcto». Ahí están los libros de Oriana Fallaci, Bat Ye’or, Robert Spencer, Bruce Bawer y tantísimos otros. Y, sobre todo, ahí están los cientos de portales web que dicen lo mismo. Así que, ¿qué aporta este libro de Onfray? Digamos que, simplemente, viene a echar más leña a un fuego ya sobradamente avivado.

El núcleo principal de Pensar el islam lo constituye una entrevista con la periodista argelina Asma Kouar, en la que, al más puro estilo de la polémica antiislámica medieval en forma de diálogo , Onfray trata de hacer ver a Kouar que él conoce el islam mejor que ella. El filósofo toma, pues,  sobre sus hombros la tarea de ilustrar a esa musulmana que tan ignorante es de su propia religión, o –adoptando la perspectiva conspiranoica tan cara a este tipo de literatura– que deliberadamente quiere ocultar la verdad. Pero esa entrevista es, cuando menos, extraña. Nuestro autor muestra en ella una memoria tan prodigiosa que parecería que el diálogo es fingido, un mero recurso retórico. Es más: hay un fragmento de la conversación entre el filósofo y la periodista (pp. 78-88) que fue publicado en forma de artículo en mayo de 2015: mucho antes, por tanto, de la aparición del libro . En ese artículo, Onfray obviaba las preguntas de Kouar, e incluso cualquier mención a su persona, y tampoco avisaba al lector de que el texto provenía de una entrevista. Así que, una de dos: o nuestro autor publicó en 2015 el producto de una entrevista sin decir que lo era, o utilizó en su libro de 2016 un texto ya publicado haciendo creer al lector que era inédito y que formaba parte de una entrevista. En cualquiera de los dos casos, no parece una forma muy honesta de proceder.

Sea como fuere, en esa pretendida entrevista, Onfray no sólo habla (mal) del islam. En realidad, sus diatribas son también una enmienda a la totalidad de la sociedad europea; una sociedad en decadencia, corrompida, degenerada, destruida por dentro por eso que él llama «la izquierda islamófila». Esa misma izquierda que es «antisemita, misógina, falocrática, homófoba, antilaica, teocrática» (pp. 81-82, 86 y 88), y que se dedica a perseguir a los que, como él, sólo hacen su trabajo de decir «la verdad».

Es curioso que, en cierto pasaje, acuse a esa «izquierda islamófila» de situarse, por su postura, del lado del oscurantismo y en contra de la Ilustración, del lado de antiilustrados como Claude-Adrien Nonnotte y de contrarrevolucionarios como Joseph de Maistre y Louis de Bonald (pp. 87-88). Lo es porque precisamente Nonnotte, Maistre y Bonald acusaron a los ilustrados de lo mismo que Onfray acusa a esa izquierda: sentir «predilección por el islam». Lo es porque, tal y como hace nuestro filósofo, esos mismos enemigos de la Ilustración escribieron profusamente en contra de Mahoma y del Corán . No deja de ser significativo que este gran defensor de la Ilustración se sitúe, en este punto, tan cerca de sus enemigos. En realidad, los contrarrevolucionarios se excedieron al acusar a los ilustrados de islamofilia, pues, al contrario que ellos, que unánimemente juzgaron al islam de manera muy negativa, entre los ilustrados nunca hubo unanimidad sobre este punto. Aunque muchos, como Henri de Boulainvilliers, juzgaron al islam con simpatía, otros, como Montesquieu, mostraron una abierta hostilidad . El mismo exceso que cometieron los contrarrevolucionarios lo comete Onfray al acusar a la izquierda de sentir predilección por el islam, más aún cuando sus acusaciones no se basan en nada concreto.

Por otro lado, a Onfray parece molestarle mucho que se diga que los musulmanes son las principales víctimas del terrorismo yihadí (pp. 32, 42 y 46). No le molestaría tanto si se parara a revisar los apabullantes datos: sólo en 2011, los terroristas asesinaron a más de doce mil personas, más de la mitad fueron civiles y 755 fueron niños. Se estima que entre el 82% y el 97% de las víctimas eran musulmanas, lo que significa que entre nueve mil y once mil musulmanes fueron asesinados ; es decir: entre tres y cuatro veces el número de víctimas de los atentados del 11-S. Eso sólo, repetimos, en 2011; después la situación no ha hecho sino empeorar . Pero como tales datos no casan bien con su esquema del «evidente choque de civilizaciones» (p. 76), nuestro autor prefiere ignorarlos y descalificar a quien le recuerda tan evidente y sangrienta realidad.

También parece especialmente molesto con aquellos que acusan de islamofobia a los heraldos de la islamización de Europa, intelectuales que, a su juicio, lo único que hacen es «anunciar lo real» (p. 52). Incluso llega a suscribir el mito de que el término «islamófobo» fue inventado «por el Irán de Jomeini para estigmatizar a todos los oponentes a su régimen» (ibídem). En realidad, está sobradamente documentado el hecho de que el término ya se utilizaba a principios del siglo XX .

Y es que Onfray acepta muchos mitos acríticamente, lo cual, en alguien que se considera filósofo, no deja de ser chocante. Así, por ejemplo, sin asomo de rubor, afirma que los musulmanes, durante la conquista de Afganistán, aniquilaron a «ochenta millones de hindúes entre los años 1000 y 1525» (p. 94). En realidad, ese increíble genocidio es sólo producto de la imaginación de una serie de intelectuales vinculados al nacionalismo hindú antimusulmán que, durante los últimos años, se han encargado de popularizar el mito entre la extrema derecha islamófoba europea. De hecho, Anders Breivik, el terrorista que asesinó a setenta y seis personas en julio de 2011 en Oslo, se hizo eco de él en repetidas ocasiones con el objetivo claro de dar más sentido a su crimen en pos de la liberación del yugo islámico .

Y Onfray tampoco hace ascos a los mitos del sionismo más radical, como cuando, en una frase que encantará a los defensores de la causa palestina, dice: «Por supuesto que la creación del Estado de Israel no se hizo sin incontables expropiaciones infligidas al pueblo palestino, pero ese pueblo pagaba, desgraciadamente, la política de colaboración con Hitler aplicada por el gran muftí de Jerusalén, Hadj Amin al Husayni» (p. 82). Es decir, que como los palestinos eran nazis y lucharon en el bando perdedor en la Segunda Guerra Mundial, pagaron con su tierra tan nefasta toma de posición. Ese es el verdadero origen del Estado de Israel. En definitiva, en este libro el lector encontrará repetidas, una y otra vez, las más desmesuradas críticas a la izquierda europea, los más disparatados mitos del nacionalismo de extrema derecha, así como las más extendidas y falaces acusaciones contra el islam y los musulmanes. Un éxito editorial asegurado. De hecho, ya está publicado en Italia, España y Francia.

Resulta descorazonador comprobar cómo, mientras libros como éste se cuelan regularmente en el mercado editorial español, avalados por editoriales de prestigio como Paidós, las obras de reputados especialistas internacionales que han dedicado su vida al estudio del islam en Europa –como Jocelyne Cesari, Jørgen S. Nielsen, Brigitte Maréchal, Tariq Modood, Stefano Allievi y tantos otros– nunca han conseguido despertar la atención de nuestros editores. Pero ya se sabe: el mercado –cuya mano no sólo es invisible, sino también ciega– manda.

Fernando Bravo López es investigador en el Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de En casa ajena. Bases intelectuales del antisemitismo y la islamofobia (Barcelona, Bellaterra, 2012).

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