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Los primeros europeos: indagando su origen 

Mi gran familia europea. Los primeros 54.000 años: una historia de la humanidad

Karin Bojs

Barcelona, Ariel, 2017

Trad. de Gemma Pecharromán

496 pp. 22,90 €

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La prehistoria pretende describir el modo de vida y las culturas humanas desde sus inicios hasta que surgen documentos escritos y se inaugura la historia. La principal herramienta que utiliza son los estudios arqueológicos basados en los vestigios materiales que han dejado las distintas sociedades humanas, centrándose sobre todo en las obras de arte, los monumentos, los utensilios y los restos óseos. El desarrollo científico de las últimas décadas ha incorporado nuevas posibilidades tecnológicas en el análisis de los yacimientos humanos que permiten inferir aspectos de los hábitos de vida, de la alimentación y de la cultura de estos pueblos casi inimaginables hace unos años. Entre las nuevas posibilidades que se han abierto, ocupa un lugar destacado el estudio del ADN que puede extraerse de los restos óseos encontrados en dichos yacimientos.

El estudio del ADN antiguo ha permitido rastrear los orígenes de nuestra especie en el continente africano y generar hipótesis plausibles sobre los movimientos migratorios que han llevado a cabo los seres humanos desde que existimos como especie. La facilidad creciente en cuanto a tiempo y costes de los análisis de ADN permite aventurar que, en las próximas décadas, tendremos una información mucho más precisa sobre el discurrir de Homo sapiens a lo largo del planeta. Sin embargo, no es poco lo que ya conocemos, basado, sobre todo, en el análisis del ADN mitocondrial y del ADN presente en el segmento diferencial del cromosoma Y, una pequeña región donde se encuentran unos cuantos genes responsables de que el embrión se desarrolle como macho, no sólo en el hombre, sino en los demás mamíferos.

El ADN mitocondrial, el material genético presente en nuestras mitocondrias, está formado por sólo 16.569 pares de bases que portan muy poca información genética (37 genes) en comparación con los tres mil millones de pares de bases y los más de veinte mil genes presentes en el ADN nuclear. El ADN mitocondrial se hereda por vía materna; esto es, las mitocondrias que poseen nuestras células provienen casi siempre del óvulo y no del espermatozoide cuando se forma el cigoto, de manera que, en principio, sólo las madres pasan el ADN mitocondrial a su descendencia, pero no los padres. La simplicidad de la molécula, su alta tasa de mutación y el modo de herencia ha permitido construir una suerte de reloj molecular mediante el cual pueden elaborarse árboles genealógicos que muestran el grado de parentesco entre los seres humanos y el tiempo transcurrido desde que han compartido un antepasado común. A la espera de nuevos y más precisos datos que irán surgiendo en los años venideros, sabemos que todos los seres humanos que habitamos a día de hoy el planeta poseemos un ADN mitocondrial que procede de una mujer que vivió en África Oriental hace probablemente unos doscientos mil años (en realidad, la estima varía bastante de unos estudios a otros, entre cien y doscientos mil años, aunque la cifra más alta suele utilizarse como referencia divulgativa). Esta mujer, a la que se ha llamado Eva mitocondrial por sus resonancias bíblicas, no fue, sin embargo, la primera mujer de nuestra especie, que surgió posiblemente bastante antes, ni la única de la que procede nuestro ADN nuclear, pero si la única de su generación que logró transmitir de forma continuada su ADN mitocondrial hasta la actualidad. Todas las demás mujeres de su tiempo, más pronto o más tarde, interrumpieron la línea de descendencia de madres a hijas y de estas a sus hijas y, por consiguiente, no tienen descendientes actuales que porten sus mitocondrias.

Otro tanto puede concluirse analizando el cromosoma Y. El Adán humano del que procede el mencionado segmento diferencial del cromosoma Y de todos los hombres actuales vivió en África hace entre noventa y ciento cincuenta mil años y, casi con seguridad, no fue contemporáneo de Eva. Lo que sí parece seguro es que tanto Adán como Eva vivieron antes de que los seres humanos emigrasen fuera de África y se extendieran por todo el planeta, colonizándolo con éxito, hace unos sesenta y cinco mil años. Antes hubo migraciones, pero su descendencia terminó por desaparecer sin dejar rastro en los humanos actuales. Esto explica por qué la mayor diversidad genética de nuestra especie se encuentra en África, donde existen poblaciones humanas que llevan viviendo separadas desde hace posiblemente más de cien mil años. Todas estas estimaciones irán corrigiéndose en los próximos años, a medida que pueda evaluarse la enorme información que aportará el ADN nuclear que se conserva en los restos humanos antiguos.
Karin Bojs, periodista sueca experta en temas científicos y aficionada desde hace unos años a las genealogías, ha escrito un libro, Mi gran familia europea, en el que, a partir del análisis de cuáles fueron sus propios antepasados, trata de investigar las poblaciones que dieron origen a los actuales europeos. Bojs ha hecho analizar su propio ADN mitocondrial, que le informa de sus antepasados por vía materna directa, el ADN mitocondrial de su abuela paterna y el cromosoma Y de su tío, hermano de su padre ya fallecido. Esta investigación sobre sus antepasados le sirve de hilo argumental para reconstruir, de manera seductora, al modo de una novela policíaca, una parte esencial de la colonización de Europa por nuestra especie. Para ello ha recorrido los principales yacimientos arqueológicos europeos, ha entrevistado a setenta investigadores y ha resumido los últimos hallazgos sobre restos de ADN antiguo de los que se dispone.

El resultado es un libro con un importante éxito de ventas, que ha recibido en Suecia el premio August al mejor libro de no ficción del año 2015 y al que, si tuviésemos que ponerle algún reparo, sería precisamente el de los elementos de ficción que introduce la autora mediante especulaciones excesivas y fragmentos novelados que, aunque puedan resultar atractivos, producen una imagen demasiado nítida sobre un proceso del que todavía se ignoran muchos aspectos relevantes. La autora tiene en mente como una fuente de inspiración la conocida saga novelística de Jean Marie Auel, Los hijos de la tierra, y más en concreto su primera y entretenida novela, El clan del oso cavernario, donde Auel presenta a Ayla, la joven heroína humana que, tras quedar huérfana, es adoptada por un grupo neandertal y que, ya adulta, tiene un hijo fruto de relaciones forzadas con un compañero neandertal, algo que en 1980, cuando se escribió la novela, era casi ciencia ficción, puesto que se ignoraba si esos apareamientos eran viables. A día de hoy sabemos con certeza que se produjeron y el éxito predictivo de Auel es probable que haya animado a Bojs a configurar pequeños relatos, en apoyo de determinadas tesis que todavía distan bastante de poder ser aceptadas. A pesar de ello, el ensayo resume con acierto un gran volumen de datos muy recientes sobre el pasado de los primeros humanos sapiens (Homo sapiens sapiens) que se aventuraron por Europa y contiene un buen número de hipótesis verosímiles sobre numerosos detalles de la vida de nuestros antepasados.

La obra se articula en tres grandes partes que se corresponden con los datos que aporta el análisis del ADN de la autora, de su abuela y de su tío, respectivamente. La primera, titulada «Los cazadores» comienza con un relato novelado de la violación de una mujer sapiens por un hombre neandertal hace unos cincuenta y cuatro mil años en la antigua Galilea, que tiene como consecuencia la concepción de un hijo híbrido. Este tipo de apareamientos entre sapiens y neandertal, forzados o no, debieron de producirse de manera esporádica cuando los primeros se expanden fuera de África e invaden Europa y Asia, regiones en las que habitaban los segundos desde hacía muchos miles de años. Buena prueba de ello es la presencia de casi un 2% de ADN neandertal en los actuales europeos y un porcentaje ligeramente superior en asiáticos, australianos y americanos. En Asia, los humanos se mezclaron también con otra especie de Homo, el hombre de Denisova, cuyo rastro se detecta también en el ADN humano actual. Sólo los africanos carecen de estas huellas genéticas de cruzamiento, o son tan escasas que resultan explicables por movimientos migratorios de regreso a África. Es difícil determinar por qué se ha conservado este ADN neandertal, aunque su mantenimiento puede estar vinculado a la presencia de variantes genéticas relacionadas con una mejora en el sistema inmunológico, con una mejor asimilación de las grasas o con otros rasgos que hayan facilitado una adaptación a un medio mucho más frío, como el que habitaban neandertales y denisovanos.

Desde el Oriente Próximo, nuestros antepasados africanos se extendieron y colonizaron Europa, Asia, Australia y América. Hay huellas claras ya de la presencia de estos primeros europeos hace unos cuarenta y tres mil años en algunos restos arqueológicos de Europa central, como los que se encontraron en la cueva de Hohle Fels, en las montañas del Jura (Alemania). Los restos de los primeros europeos están ligados a la cultura auriñaciense, que fue dominante en Europa durante más de diez mil años. Aparecen así las primeras flautas, fabricadas unas a partir de huesos de aves y otras, con la dificultad que ello entraña, de marfil de mamut, así como algunas estatuillas también de marfil. Estos pueblos pioneros eran cazadores recolectores que posteriormente fueron complementados y reemplazados por sucesivas oleadas migratorias.

Parece seguro que neandertales y sapiens se mirasen con recelo, pero, a pesar de ello, hubo, además de contactos sexuales más o menos esporádicos, interacciones culturales que permitieron a los neandertales desarrollar, bajo la influencia sapiens, variantes más complejas de su propia cultura musteriense. Estas interacciones con los humanos modernos no sólo no evitaron la misteriosa y rápida extinción de los neandertales, sino que, antes bien, la competencia directa y las interacciones agresivas pudieron ser una causa importante en su desaparición, hipótesis a la que se apunta la autora.

Los restos humanos ligados a la cultura auriñaciense poseen un ADN mitocondrial perteneciente al haplogrupo U, típico de Europa y Asia occidental, caracterizado por un conjunto de mutaciones que se produjeron hace poco más de cincuenta mil años en Oriente Próximo. Más tarde, este grupo dio origen a varios subtipos, entre los que se halla el U5, que es el grupo al que pertenece el ADN mitocondrial de la autora y que está relacionado con una segunda ola migratoria de pueblos cazadores que introdujeron, hace treinta y cuatro mil años, la cultura gravetiense en Europa. Esta segunda oleada migratoria se propagó por Europa Central hasta que, hace poco más de veinte mil años, el intenso frío de la última glaciación obligó a los cazadores de mamuts a refugiarse en el suroeste de Francia y el norte de la península ibérica. Surgió en ese momento y lugar una variante del ADN mitocondrial U5, la U5b1, que, al disminuir los efectos de la glaciación, se propagó de nuevo hacia el centro y el norte de Europa, pero también hacia el sur de España y el norte de África. No es extraño, por ello, que esta variante se encuentre presente en individuos de sociedades tan distantes como el pueblo sami (los lapones) del norte de Europa o los actuales bereberes. La autora, en concreto, posee el subtipo U5b1b1, bastante frecuente entre los samis, lo que le lleva a especular con que una de sus antepasadas perteneciese a ese grupo.

Bojs recoge a lo largo de esta primera parte, la más extensa y, por menos conocida, quizá la más atractiva del libro, un buen número de cuestiones interesantes, que van desde el desarrollo de las sucesivas culturas de los pueblos cazadores hasta el origen de los primeros perros hace unos quince mil años, a partir de un grupo de lobos ya extinguidos, pasando por la colonización de Doggerland, una extensa región de plataforma continental que se extendía desde Escocia hasta Suecia, que quedo emergida durante el período glaciar y que se convirtió en una región fértil y prospera a medida que fueron remitiendo los hielos. La entrada definitiva en el período posglaciar actual, hace once mil seiscientos años, supuso el dramático final de esta región, que terminó por desaparecer bajo las aguas. Bojs recoge también las últimas investigaciones sobre la evolución de rasgos como el color de los ojos, del pelo y de la piel. Los pueblos cazadores tenían la piel bastante oscura, como se corresponde con su origen africano, el pelo negro y abundaban los ojos azules. El color de la piel se aclaró como consecuencia de una presión de selección hacia una menor pigmentación que permitió aprovechar mejor la radiación solar ultravioleta necesaria para fabricar vitamina D, menos intensa en latitudes más altas. Sin embargo, esta presión parece que sólo se agudizó cuando se produjo un cambio en la dieta hacia los productos agrícolas, más pobres que la caza y la pesca en dicha vitamina.

Esto nos lleva a la segunda parte del libro, que, bajo el título de «Los agricultores», describe una oleada migratoria que trajo la agricultura a Europa procedente de Turquía, Siria y Jordania hace unos ocho mil años. Las muestras de ADN antiguo han permitido descartar que los grupos cazadores hayan efectuado una transición directa hacia el sedentarismo agrícola y ganadero. Los restos agrícolas más antiguos van acompañados de restos óseos que muestran un ADN mitocondrial de tipo H muy abundante entre los europeos actuales y que se corresponde con el de la abuela paterna de la autora. La agricultura vino de fuera, aunque después cazadores y agricultores hayan mezclado tanto sus genes –contribuyendo en mayor o menor grado, según las zonas, a crear las poblaciones europeas de los últimos milenios– como sus costumbres.

Las culturas agrícolas aportaron la cerámica desde el Oriente Próximo, aunque es difícil saber si la cocción del barro surgió entre los agricultores por invención directa o si, a su vez, procedía de otras regiones de Asia, o incluso de África, en las que se sabe con certeza que ya se conocía esa técnica. Parece claro que el sedentarismo, ligado al desarrollo agrícola y ganadero, propició la aparición de núcleos de población más grandes, un factor crucial en el desarrollo tecnológico; pero también han sido decisivos los intercambios culturales entre poblaciones.

La expansión de los agricultores por Europa se produjo, simplificando un tanto, por dos vías de acceso: una por el interior, atravesando la península de Anatolia, y otra por vía marítima, recorriendo las costas del sur de Europa y las islas del mar Egeo. Hay datos fiables de que a la actual Suecia, la tierra de la autora, los primeros agricultores llegaron por mar. La convivencia con los cazadores no debió de ser siempre fácil, pero los estudios de ADN antiguo revelan un mestizaje intenso entre ambos grupos, a lo que posiblemente ayudaron las fiestas y la fabricación y el consumo de cerveza. Sin embargo, para dar cuenta de la estructura genética de los actuales europeos hay que tener en cuenta una tercera oleada migratoria procedente de las estepas del Este, al norte del mar Negro y del mar Caspio, hace unos cinco mil años. Nos referimos a la llegada de los pastores indoeuropeos, que contribuyó a la transición del Neolítico a la Edad de los Metales y cuya presencia en algunos yacimientos de Centroeuropa está unida a la cerámica cordada. Las evidencias genéticas emparentan claramente estos restos con los de los pastores nómadas yamna de las estepas de Rusia, Moldavia y Ucrania. Estos estudios están basados tanto en el análisis de ADN del cromosoma Y como, más recientemente, de ADN nuclear. El cromosoma Y del hermano de su padre, perteneciente al haplogrupo R1a, emparenta a la autora con esta tercera ola migratoria que habla de la importancia de las mezclas genéticas en la configuración de la población europea actual, hecho que contrasta con algunas interpretaciones supremacistas sobre el origen de los europeos.

Aunque no es fácil saberlo con exactitud, parece muy probable que, dada la magnitud del movimiento migratorio, los pastores nómadas aportaran una versión de la lengua ancestral indoeuropea que se expandió y dio lugar a las diferentes lenguas indoeuropeas que se han hablado durante los cuatro últimos milenios en Europa. Sólo la lengua vasca no posee este origen indoeuropeo en Europa Occidental. La autora apuesta por la tesis de que el euskera procede de las lenguas que hablaban los agricultores cuando se expandieron por Europa hace ocho mil años, lo que quizá lo emparenta con las lenguas que se hablan en las montañas del norte del Cáucaso, en el otro extremo de Europa. El aislamiento que proporcionan las montañas pudo contribuir en ambos casos a la supervivencia de estas lenguas frente al impulso indoeuropeo. En favor de esta tesis está también el léxico abundante que el euskera antiguo poseía en relación con el modo de vida agrícola y ganadero. Asimismo, la apoyaría el hecho de que, aunque los vascos actuales son similares a españoles y franceses desde un punto de vista genético, un estudio reciente refleja un mayor parecido del ADN vasco que el de los otros dos con respecto al que poseen restos humanos de agricultores, con una antigüedad de cinco mil años, aparecidos en el yacimiento burgalés de El Portalón, en la sierra de Atapuerca.

Los pastores nómadas indoeuropeos trajeron a Europa el caballo como animal doméstico. Su utilidad vino dada, primero, como fuente de alimento en las zonas frías de la estepa, en las que resultaba difícil pastorear a otros animales domésticos y, después, como medio de transporte. Sin embargo, hay datos fiables que sugieren que la oleada migratoria indoeuropea no se produjo sólo por tierra a través de Centroeuropa. Un segundo haplogrupo del cromosoma Y también de origen indoeuropeo, el R1b, más abundante incluso entre los actuales europeos que el R1a, se propagó por barco a lo largo de la costa mediterránea, instalándose en la península ibérica, Francia y Reino Unido. Sus restos arqueológicos están unidos a la cultura del vaso campaniforme.

Los últimos capítulos del libro recogen especulaciones de la autora sobre el origen concreto de su propia familia y una reflexión interesante sobre las disputas que están provocando los análisis de ADN. Ciertos investigadores parecen interesados en encontrar una correlación entre el éxito cultural de algunos pueblos y la presencia de determinadas variantes hereditarias en su genomaVéase, por ejemplo, la excelente crítica que Carlos López-Fanjul ha hecho del libro Una herencia incómoda. Genes, raza e historia humana, en el que su autor, Nicholas Wade, propone ideas de esa índole., mientras otros muchos ven en estas actitudes poco menos que una vuelta al nazismo. Los análisis genéticos muestran diferencias hereditarias entre grupos humanos actuales y también en el ADN antiguo, pero hasta ahora son de escasa entidad. Las diferencias culturales entre las oleadas migratorias descritas en el libro de Bojs objeto de esta reseña no parecen responder a diferencias genéticas entre los grupos, sino al modo de vida, la demografía y al grado de aislamiento de los mismos. Una vez constituido el acervo genético de las poblaciones europeas, algunos pueblos, de gran éxito tecnológico actual, continuaron viviendo en la prehistoria hasta hace bien poco, ajenos al desarrollo cultural de la Europa meridional, sin que parezca razonable atribuir a causas genéticas estos vaivenes tan notables que experimenta la cultura en las sociedades humanas.

Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2016, 2ª ed. revisada).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

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