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El poder de las palabras

La séptima función del lenguaje

Laurent Binet

Barcelona, Seix-Barral, 2016

Trad. de Adolfo García Ortega

440 pp. 21 €

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Laurent Binet (París, 1972) debutó con HHhH, una solvente recreación de la Operación Antropoide, el atentado contra Reinhard Heydrich cometido por Jan Kubiš y Jozef Gab?ík el 27 de mayo de 1942, ejecutando un plan de Winston Churchill aprobado por el gobierno checo en el exilio. Con una prosa fluida y funcional, muy alejada del «gran estilo» de las letras francesas, Binet descartaba el registro de la novela histórica, que permite fantasear con la intimidad de los personajes, adoptando una vía intermedia entre el diario personal y la investigación documental. El resultado fue un texto híbrido, que mezclaba géneros y épocas, logrando crear un clima de suspense y asombro, donde el lector experimentaba la impotencia de conocer los hechos y desconocer las motivaciones últimas de los implicados en la tragedia. ¿Por qué Karel ?urda había traicionado a sus compañeros? ¿Por qué había vacilado Gab?ík? ¿De dónde procedía la determinación de Kubiš? ¿Cuándo es legítimo mezclar ficción y realidad para esclarecer los hechos?

Binet obtuvo el Premio Goncourt de Primera Novela por HHhH (acrónimo de «Himmlers Hirn heißt Heydrich», en alemán «el cerebro de Himmler se llama Heydrich»). Su segunda novela representaba un reto que ha superado de forma satisfactoria. Curiosamente, La séptima función del lenguaje impugna el planteamiento de su primera obra, pues esta vez Binet introduce una fantasía desbocada en una trama cuyo punto de partida es la muerte de Roland Barthes, el famoso escritor y crítico literario atropellado en la primavera de 1980 por una furgoneta que circulaba por la rue des Écoles, situada delante de la Sorbona. Una muerte aparentemente accidental que no tarda en revelarse como la punta del iceberg de una conspiración en la que participan los servicios secretos de distintos países del Este, la Presidencia de Francia, los pistoleros de las Brigadas Rojas, los socialistas liderados por François Mitterrand y la fantasmal Red Gladio. Jacques Bayard, inspector de la policía francesa, y Simon Herzog, joven profesor universitario con conocimientos de literatura, lingüística y semiología, componen una atípica pareja que explora los cabos sueltos de presunto accidente. Bayard es un hombre de mediana edad que luchó en Indochina y contra los independentistas argelinos. Detesta a los intelectuales, los izquierdistas y los homosexuales. Incapaz de finalizar un libro, combate el aburrimiento con un cubo de Rubik, sin conseguir completar más que una cara. No le causa ningún problema recurrir al chantaje, la violencia o la coacción. Aparentemente, es el típico sabueso de gabardina y sombrero, que sigue un rastro con tozudez. Obliga a Simon Herzog a colaborar en las pesquisas, cuando descubre su talento para interpretar los detalles y elaborar perfiles psicológicos. Además, Herzog se mueve en el mismo mundo que Barthes y puede servirle de guía, facilitándole el acceso a determinados ambientes que sólo le producen estupor y desprecio.

Binet se muestra despiadado con sus criaturas y no es más indulgente con los personajes históricos. Herzog es pusilánime, cobarde e inconstante. Bayard es áspero, brutal y primario. Es difícil simpatizar con ellos. De hecho, ninguno actúa por móviles nobles o altruistas. No les interesa la verdad. Se adaptan a las circunstancias, aceptando los acontecimientos con una mezcla de fatalidad, indiferencia o resignación. Giscard d’Estaing y su rival, Mitterrand, tampoco muestran interés por la verdad. Giscard es frío y maquiavélico. Mitterrand, hipócrita y grandilocuente. Ambos se caracterizan por una ambición desmedida, que les conduce inexplicablemente hacia Barthes y la semiología. El crítico literario muere un día después de entrevistarse con el político socialista, cuya victoria en las inminentes elecciones presidenciales significaría el fin de la hegemonía de la derecha. Esa perspectiva causa inquietud entre las elites económicas y sociales, acostumbradas a dirigir los destinos de Francia. Son tiempos de agitación e incertidumbre. Aldo Moro acaba de ser asesinado por las Brigadas Rojas, pero algunos especulan que el crimen ha sido organizado por la OTAN para frustrar el compromiso histórico entre el Partido Comunista Italiano y la Democracia Cristiana. La matanza de Bolonia aumenta las incógnitas, deslizando la sospecha de una estructura oculta en los servicios de seguridad del Estado italiano, presuntamente coordinada con la OTAN para frenar el avance del comunismo en el sur de Europa. La intriga política –que incluye sofisticados asesinatos con armas simuladas y espectaculares persecuciones en coche? adquiere un giro inesperado cuando irrumpe el Logos Club, un círculo secreto que organiza selectos duelos oratorios entre intelectuales y artistas. No se trata de simples disputas verbales. Quien pierde el debate sufre la amputación de una falange. Es evidente el guiño a la mafia japonesa o yakuza.

Los distintos hilos de la trama convergen en la séptima función del lenguaje. Roman Jakobson afirmó que existían seis funciones en el lenguaje: referencial, emotiva, conativa, fática, metalingüística y poética. Jakobson explicó cuál era el papel de cada una, apuntando que tal vez podría hablarse de una séptima función que se llamaría «función mágica o encantadora». Consistiría en la capacidad de provocar lo que se enuncia. Los primeros versículos del Génesis serían un ejemplo de esa función. Por ejemplo: «Hágase la luz. Y se hizo». La frase de Jehová produce un efecto inmediato. Evidentemente, esa función sólo funciona en los relatos míticos o en el terreno de la ficción, nunca en el mundo real. Sin embargo, la muerte de Barthes sugiere que el ilustre y polémico crítico había descubierto la posibilidad de trasladar esa función al mundo real. La séptima función del lenguaje no produciría fenómenos físicos que alteraran las leyes de la biología, pero sí permitiría manipular al interlocutor, doblegando su voluntad. En manos de un político, significaría el poder absoluto. En manos de un intelectual, comportaría la humillación del adversario y una gloria ilimitada.

¿Puede afirmarse que Binet ha escrito una fábula sobre el poder y la manipulación? En parte, pero sin profundizar demasiado. El aspecto más interesante de su novela es su ajuste de cuentas con la semiología y el posestructuralismo. Roland Barthes es un hombrecillo maniático y ridículo, incapaz de afrontar las relaciones sentimentales desde la perspectiva de un adulto. Su apego a su madre y a la literatura brota de un miedo patológico al mundo real. Michel Foucault es engreído y petulante. Pontifica sin descanso, alzando la voz para dejar muy claro su condición de sumo sacerdote. Aficionado al LSD, no oculta su pasión por el sadomasoquismo y el exhibicionismo. Puede masturbase delante de un póster de Mick Jagger o dejar que le practiquen una felación en un lugar público. Louis Althusser es un impostor que no ha leído a Kant y apenas a Marx, pero que ejerce de intelectual las veinticuatro horas del día, con su mirada solemne y su sempiterna pipa. Julia Kristeva finge conocimientos de matemáticas para adornar sus tesis literarias. Umberto Eco es pomposo y críptico. El emergente Bernard-Henri Lévy, con su camisa blanca y su melena romántica, no desperdicia la oportunidad de llamar la atención. Su afán de notoriedad sólo es comparable con su oportunismo. Binet viene a decir que todos se comportan como charlatanes, bufones, titiriteros, no como pensadores, escritores o profesores que se toman su trabajo en serio.

Tal vez el aspecto más endeble de la novela se encuentre en un humor que prodiga el disparate hasta el exceso. Hacia la mitad del relato, desaparecen las inhibiciones y todo es posible: semiólogos que se suicidan porque sus teorías son refutadas, orgías multitudinarias en las que se recita a Shakespeare, extrañas ceremonias que incluyen una emasculación simbólica. La intriga política se diluye en una explosión onírica que produce fatiga y confusión. Creo que Binet se maneja mejor en el terreno de lo real que en el mundo de la ficción, lo cual no significa que carezca de aptitudes como novelista. La séptima función del lenguaje me ha recordado mis años universitarios, cuando algunos profesores ponían los ojos en blanco perorando sobre Heidegger o invitaban a la lucha revolucionaria citando a Spinoza. En los jardines de la facultad proliferaban los alumnos que fumaban hachís con la esperanza de comprender mejor a Deleuze, tras una larga noche de lectura infructuosa. Es indudable que la filosofía es una disciplina en crisis. No es una vía muerta, pero su porvenir depende de su capacidad para reconciliarse con la claridad y el sentido común. La séptima función del lenguaje no es una novela perfecta, pero es divertida, ocurrente y, a ratos, apasionante. Si tuviera que seleccionar a uno de los personajes retratados, elegiría a François Mitterrand, con su retórica hueca, su frialdad y su olfato político, que le ayudó a sobrevivir a toda clase de reveses. Su elocuencia se aproxima a esa séptima función que ha marcado la historia de las ideas desde la vieja disputa entre Sócrates y los sofistas.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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