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La República que fracasó como democracia

1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular

Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García

Barcelona, Espasa, 2017

623 pp. 24,90 €

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Trayectorias

La investigación llevada a cabo por Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García es un estudio de caso de historia política. Y claro, en la medida en que ambos historiadores practican una historia basada en la elaboración de hechos verdaderos y contrastables, por una parte, y los interpretan conforme a un análisis racional inspirado en los valores y experiencias de la democracia liberal, por otra, el resultado es relevante. ¿Por qué? Por la razón de que el caso estudiado ?las elecciones generales de febrero de 1936? no sólo fueron decisivas en el proceso político republicano, sino porque sus resultados permanecían en la nebulosa en que yacen todavía los de abril de 1931. En el caso de las elecciones de 1936 tampoco sabíamos con detalle lo ocurrido. ¿Cuál era la envergadura de la victoria del Frente Popular? ¿Había retrocedido, y cuánto, la CEDA? La huida del Gobierno de Portela y el triste fin de la aventura electoral del presidente Niceto Alcalá-Zamora, ¿habían sumido el resultado de las urnas en la confusión y la controversia de modo irreversible? ¿Qué tipo de paz y sosiego vinieron de la mano del retorno de Manuel Azaña al gobierno? La respuesta a estos interrogantes por parte de Álvarez Tardío y Villa es minuciosa y solicita abnegación por parte del lector. El río de datos electorales, depurados y clasificados, se complementa con un análisis político prudente, austero y contenido, ya que el asunto es incendiario. Se han preguntado, buscando los hechos exhaustivamente, cómo funcionó la democracia republicana ante la prueba suprema de las urnas.

Un trabajo así es el resultado de una trayectoria a lo largo de la cual ambos autores han puesto a prueba la calidad democrática de la Segunda República. Álvarez Tardío, algo más veterano, comenzó por una tesis doctoral que analizaba la legislación anticlerical del primer bienio del régimen a la luz de los criterios del derecho de culto y la libertad de conciencia. Siguió un trabajo importante que comparaba el proceso constituyente de 1931 con el de 1978. Hubo un artículo sobre la problemática condición constitucional del texto de 1931, que no era ni presidencial ni parlamentario ni semiparlamentario, sino semipresidencial y semiparlamentario a un tiempo. Su primera colaboración con Villa se plasmó en una antología de trabajos de ambos sobre el régimen, que confluían en la estimación compartida de lo caro que le salió a éste su designio excluyente. Al mismo tiempo, Álvarez Tardío abordó y ahora dirige proyectos de investigación sobre el papel de la violencia política en esos mismos años treinta y, de nuevo junto con Villa, ambos elaboraron un censo exhaustivo de la violencia anticlerical en la primavera de 1936Manuel Álvarez Tardío, Anticlericalismo y libertad de conciencia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y constitucionales, 2002; El camino a la democracia en España. 1931 y 1978, Madrid, Gota a Gota, 2005; «Ni República parlamentaria ni presidencialista», Revista de Estudios Políticos, núm. 123 (enero-marzo de 2004), pp. 175-199 [Incluido en El precio de la exclusión]; Roberto Villa García, La República en las urnas, Madrid, Marcial Pons, 2011; España en las urnas. Una historia electoral (1810-2015), Madrid, Los Libros de la Catarata, 2016. De ambos autores, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República, Madrid, Encuentro, 2010; «El impacto de la violencia anticlerical en la primavera de 1936 y la respuesta de las autoridades», Hispania Sacra, núm. 132 (julio-diciembre de 2013), pp. 683-764.. Villa, por su parte, es autor de una tesis sobre las elecciones más competitivas y limpias de la Segunda República, las de noviembre de 1933, presididas por un gobierno de Diego Martínez Barrio, con Manuel Rico Avello como ministro de Gobernación. Además, su reciente publicación sobre los rasgos fundamentales de la historia electoral de la España contemporánea indica que Villa ha retomado, de un modo más orgánico y amplio, la empresa de Miguel Martínez CuadradoMiguel Martínez Cuadrado, Elecciones y partidos políticos de España (1868-1931), Madrid, Taurus, 1969, 2 vols..

El contenido de una obra

El estudio de Álvarez Tardío y Villa del proceso electoral de 1936 constituye un relato cronológico en el que van insertándose los dos elementos fundamentales, que mueven el proceso electoral, la acción de los partidos y del liderazgo político, y el papel cada vez más acentuado de la violencia. Las tres primeras partes del libro contienen un análisis de cómo se formaron las coaliciones del Frente Popular y la antirrevolucionaria en torno a la CEDA; además, tenemos la gestión de gobierno de la pareja formada por Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Portela Valladares.

De la exhaustividad con que se describe la negociación del programa y las candidaturas de una coalición de izquierdas que acabó siendo conocida como «Frente Popular» habría que destacar una serie de notas. Su programa no fue moderado en ninguna acepción verosímil. Su elemento aglutinador fundamental y que movilizó, asimismo, a un amplio electorado, consistía en una amnistía para los insurrectos de octubre de 1934, que incluía el castigo a las fuerzas de orden público que habían sofocado la rebelión y el enjuiciamiento del Gobierno de Alejandro Lerroux que las mandaba, así como al líder de la CEDA, José María Gil-Robles. Este planteamiento recuerda el muy similar de «auxilio a la rebelión» con que el franquismo procesó a no pocos de los que se habían opuesto o no se sumaron al levantamiento del 18 de julio. Llama la atención en el pacto del Frente Popular la hostilidad hacia la obra política y económica del liberalismo del siglo XIX con la obsesión por volver a expropiar las tierras privatizadas con la desamortización. Así, poca o ninguna garantía podía esperar la propiedad agraria y las empresas, sobre todo con la readmisión obligatoria de los insurrectos de 1934, cualquiera que hubiese sido su delito. En fin, no menos llamativo resulta el modo en que, so pretexto del antifascismo, se pacta con el Partido Comunista y se normaliza la justificación permanente de una Unión Soviética, «patria de los trabajadores», en pleno despliegue de las políticas de Stalin.

El examen, por otra parte, de las declaraciones y la conducta de Indalecio Prieto muestra la escasa autonomía de este para contrarrestar el discurso dominante de Francisco Largo Caballero, ya que, para Prieto, la genuina línea política del PSOE significaba alternar la revolución con la reforma. De modo que era legítimo levantarse en armas si ganaba las elecciones el centro-derecha. El arrinconamiento y marginalidad de Julián Besteiro se convirtieron en un aviso a navegantes de adónde conduciría, en las filas del PSOE, la defensa de la democracia. Por eso, puede afirmarse que el pacto del Frente Popular fue una coalición electoral por la que los republicanos de izquierda se comprometían a hacer de teloneros, en solitario, de las dos siguientes etapas de la revolución de las que caballeristas y comunistas hablaban, como los poumistas, constante y rotundamente. Primero, una versión radicalizada del bienio 1931-1932; luego «un gobierno obrero y campesino», según la versión comunista, que acabaría con el pluralismo fuera del Frente Popular y, finalmente, la suplantación del Estado republicano por la dictadura del proletariado, no tanto en forma de los mal comprendidos soviets, sino a través de los sindicatos. Ya lo decía el portavoz del ala derecha de la coalición, el republicano Diego Martínez Barrio:

Éste aseguró a sus aliados que los mismos republicanos de izquierda no creían que a largo plazo «la República parlamentaria [fuera] una solución definitiva»: «¿con qué derecho vamos nosotros a sofocar el impulso, la honrada ilusión de los que por razón de la vida, de la mala y triste vida que llevan, quieren construir un mundo mejor?» (p. 209)

La coalición electoral, aunque se tradujera en apoyo parlamentario al Gobierno de los republicanos de izquierda, no comportaría en ningún caso la entrada en él de los socialistas y los comunistas, a fin de preservar su pureza de clase. Esto dio pie a que los partidos republicanos de izquierda propugnaran una sobrerrepresentación en las candidaturas del Frente Popular. Fue en vano. En las Cortes de 1936, los socialistas y comunistas sumarían 116 diputados, frente a los 128 de aquéllos. Ahora bien, los caballeristas y los comunistas dejarían claro, desde la madrugada del día 17 de febrero, que el poder estaba en la calle y la calle les pertenecía.

Asimismo, el libro analiza minuciosamente el proceso de elaboración de un acuerdo político y la composición de las candidaturas que se organizaron alrededor de la CEDA. Recientemente, Manuel Álvarez Tardío ha publicado una biografía de José María Gil-Robles que matiza sustancialmente la representación de este como cabeza de una ofensiva fascista. Álvarez Tardío ha subrayado en dicha biografía la importancia de la organización política del partido católico. Un partido que consiguió en tres años lo que al PSOE le había costado más de cincuenta, y con el que podía competir ventajosamente en cohesión interna y eficacia electoral y parlamentaria, pese a sus muy distintos modelos organizativos. La CEDA se convirtió así en un factor político de primer orden que no podía por menos de ser integrado en el régimen, si es que, como había pensado Lerroux, se tenía interés en consolidarlo. Se trataba de un paso inconcebible para todos y cada uno de los integrantes del Frente Popular, para los que la preservación de la República pasaba, en el mejor de los casos, por la absoluta marginación de la CEDA. No obstante, esta no era un partido integrista ni contrarrevolucionario en la tradición carlista, sino un defensor de los derechos de los católicos, que, además, consideraba que el parlamentarismo necesitaba de correcciones de un impreciso aire corporativo. En su etapa de gobierno se evidenciaron diferencias entre los defensores de la propiedad y del mercado, y los partidarios de políticas más intervencionistas. Su plena aceptación del orden constitucional estaba en transición y dependía de que se replanteara el estado de excepción a que se sometía a la Iglesia católica en la Constitución de 1931. Pero su respeto de la legalidad vigente resultaba bastante más claro que el del obrerismo marxista, leninista y sindicalista, que la ninguneaba como puro instrumento en la consecución de un poder total, no sólo político, sino también económico.

Si lo fundamental son los hechos, la CEDA no participó en el golpe de Sanjurjo y no trató de ilegalizar las organizaciones golpistas de octubre de 1934, aunque por la propaganda de éstas lo pareciera. ¿Cómo, si no, su victoria de febrero de 1936? Entre septiembre de 1935 y febrero de 1936, la CEDA se sometió al veto de Alcalá-Zamora. Los autores estudian meticulosamente la trayectoria poselectoral de esta, hasta la confección definitiva de un Congreso de los Diputados dominado por el Frente Popular, y llegan a la conclusión de que los de Gil-Robles se aferraron cada vez más desesperadamente a la legalidad. Habían forjado una coalición electoral que excluyó a la Falange y acotó su acuerdo con los monárquicos a la cita con las urnas. Para las fuerzas liberales y regionalistas de derechas, como la Lliga Catalana, era evidente que sólo en torno al partido católico podía organizarse una alternativa civil y legal al salto en el vacío del Frente Popular. Y así lo pensaban el Partido Agrario, los liberal-demócratas y los conservadores de Miguel Maura, junto con los restos del agonizante Partido Radical. Eso sí, Álvarez Tardío y Villa señalan que, al no haber existido una comisión nacional que tuviera la última palabra en la composición de las candidaturas provinciales, la coalición antirrevolucionaria resultó menos cohesiva y eficaz en el aprovechamiento del voto que sus rivales de izquierdas. Y, junto a eso, se vio negativamente afectada por las candidaturas del Partido de Centro Democrático, de Manuel Portela Valladares. Puede decirse que, si bien Gil-Robles podía entender el contundente discurso del Calvo Sotelo, para quien la salvaguarda del Estado y el régimen republicano eran magnitudes incompatibles, el líder católico representó en este enfrentamiento la ética de la responsabilidad. A Gil-Robles, la perspectiva de una guerra civil le parecía aterradora, y por eso condenaba una y otra vez el recurso a la violencia para alcanzar objetivos políticos.

Sin embargo, fue el convencimiento de que la profunda discrepancia entre Gil-Robles y Calvo Sotelo era falsa o, en todo caso, superficial, unido al rechazo visceral del presidente Alcalá-Zamora a que Gil-Robles encabezara una mayoría del centro-derecha, lo que determinó el comienzo de los gabinetes de la exclusiva confianza presidencial. El presidente se fijó como objetivos la voladura de Lerroux y del Partido Radical, por su avenencia con la CEDA y, sobre todo, buscó impedir a toda costa que, tras el escuálido escándalo del estraperlo y del caso Nombela, Gil-Robles se hiciera con la presidencia del Gobierno. Vinieron así los gobiernos sin base parlamentaria, la disolución en el peor momento imaginable de las Cortes de 1933 y la aventura del Partido de Centro Democrático con su amigo Portela, al que había puesto al frente del ejecutivo, una vez que su predecesor, Joaquín Chapaprieta, se negara a encabezar aquella aventura. El análisis de esta desgraciada empresa representa, junto con el examen del escrutinio, la parte más reveladora del libro. Los autores señalan el increíble anacronismo que suponía ?por no hablar de la flagrante contradicción con las pretensiones democráticas del régimen republicano? manejarse con gobiernos de la exclusiva confianza presidencial y pretender estabilizar esta política creando desde el poder un partido clientelar de centro. Con los sesenta o setenta diputados con que soñaban, Alcalá-Zamora creía poder marginar, y en todo caso condicionar, a las dos grandes fuerzas electorales: la CEDA y el PSOE. También era evidente que no pensaba facilitarle ese papel a Azaña, en el caso de que este hubiera intentado jugarlo en algún momento. Algo que nunca ocurrió.

Fue entonces cuando se produjo un grave deterioro del liderazgo político civil de la República. Del libro llama la atención el clima constante de acoso y violencia por parte del conjunto del obrerismo revolucionario, destacadamente de los caballeristas y de los comunistas. De modo que tanto Alcalá-Zamora como Portela, como más tarde Azaña, en tanto que representantes de la legalidad del régimen republicano, tuvieron que enfrentarse a una decisión cargada de graves consecuencias: ¿entendían estos tres citados que la Segunda República, como cualquier otro régimen constitucional democrático, se jugaba su crédito en el aseguramiento por todos los medios de un escrutinio electoral limpio y sin coacciones? Como nos ha explicado Stanley Payne en su reciente biografía de Niceto Alcalá-Zamora –en la que se estudian también los hechos que precedieron al desencadenamiento del 18 de julio?, este eludió la cuestión alegando que la declaración del estado de guerra para asegurar la normalidad durante el recuento electoral suscitaba el peligro de un golpe militar. Riesgo del que Álvarez Tardío y Villa no encuentran rastro. Por eso se negó a declarar el estado de guerra cuando se lo solicitó, el 17 de febrero, su presidente del Consejo, un crecientemente aterrado Manuel Portela. A este no le importaba tanto el veto a Gil-Robles que movía a su presidente como salvar los muebles de una operación electoral que había fracasado.

Desmoralizado por el descalabro y el lío que habían formado entre él y Alcalá-Zamora, pasó de reclamarle al presidente la proclamación del estado de guerra a la deserción pura y simple. Hasta el punto de que Alcalá-Zamora, dos días más tarde, ya no pudo retenerlo, pese a ofrecerle aquella medida de excepción que le había negado poco antes. Se sucedieron así tres días, del 16 al 19, de desmoralización por el fracaso de la operación electoral de centro y de sobresaltos por los desórdenes en la calle. Y, al tercer día, Alcalá-Zamora recurrió a Azaña. Y ese llamamiento puso de manifiesto la desmoralización y la impotencia de la casi totalidad de las fuerzas políticas en liza. Durante las consultas que llevó a cabo el presidente, incluso una parte de los dirigentes del centro-derecha, como Santiago Alba y Francesc Cambó, pidieron a Alcalá-Zamora, con las únicas excepciones de Alejandro Lerroux y Ricardo Samper, que encargara el poder al jefe de la Izquierda Republicana. El recuento electoral no había concluido y no se disponía de resultados finales ni, por tanto, de un vencedor. Pero pesó por encima de todo la suposición de que Azaña podría atajar la marea de violencia por su sola autoridad. Esperanza vana, pues, para alcanzar ese objetivo, Azaña habría tenido que estar dispuesto a romper, llegado el caso, con sus aliados caballeristas y comunistas si la violencia no cesaba. Prefirió creer que ésta remitiría una vez que las masas que se sentían oprimidas por los gobiernos de centro-derecha se hubiesen desahogado.

He escrito violencia: ahora bien, ¿qué violencia? Los autores señalan que, si las votaciones del 16 de febrero se produjeron en paz gracias al fuerte dispositivo de seguridad puesto en marcha por el Gobierno de Portela, la campaña electoral, analizada también con todo detalle, había conocido cuarenta y un muertos y ochenta heridos graves. Inmediatamente tras la llegada de Azaña al poder, los incidentes se multiplicaron. Se produjo la huida de muchos gobernadores civiles de Portela, acosados por la muchedumbre que dirigían los jefes locales de izquierdas; tuvo lugar el cambio a uña de caballo de los ayuntamientos para reponer a los cargos de confianza del Frente Popular. Y, asimismo, la reunión no menos apresurada de la Comisión Permanente del Congreso de los Diputados elegida en noviembre de 1933, para que apoyara sin objeciones la amnistía a los insurrectos de 1934 y la reposición de la Generalidad rebelde de Lluís Companys en Cataluña. La CEDA y sus aliados también votaron una y otra medida, buscando el apaciguamiento de las izquierdas, todo lo cual da una idea aproximada de lo que se vino encima. Sin embargo, inmediatamente después de los primeros recuentos anunciando una votación mayoritaria a favor del Frente Popular en Madrid, Barcelona y otras grandes ciudades, los integrantes obreros anunciaron, ya el día 17 por la tarde, que no tolerarían que el escrutinio completo cuestionara un resultado que daban por inamovible. Una posición que, al día siguiente, 18 de febrero, asumieron la totalidad de los componentes políticos del Frente Popular. Cualquier otra cosa constituiría un atentado contrarrevolucionario contra la integridad del régimen. Las fuerzas de la coalición antirrevolucionaria no tenían derecho a reclamar nada, pues su misma existencia legal constituía una amenaza para la República. De paso, al Gobierno de Azaña, sus aliados de la coalición electoral, pero no de gobierno ?y sólo según y cómo parlamentaria?, le dejaron claro que «lo que no hiciera el gobierno, lo haría el pueblo». Para muestra, basta un botón. Lo que sobrevino entre los días 19 y 20 de febrero lo sintetizan así Álvarez Tardío y Villa, que aportan en todo caso una clasificación exhaustiva de los incidentes que surgieron inmediatamente antes y después de las elecciones:

Las ocupaciones de ayuntamientos, los asaltos y los motines carcelarios, las concentraciones y asaltos a edificios religiosos, sedes políticas, periódicos y centros recreativos de centro y derecha, y las agresiones a sus dirigentes, arrojaron en esas 36 horas un balance elocuente: 16 muertos y 39 heridos graves. No menos de 50 iglesias y casas rectorales fueran incendiadas o saqueadas. Más relevante aún fueron los más de 70 asaltos y quemas de centros políticos conservadores, círculos patronales o agrarios. Prácticamente ninguno de ellos fue precedido de provocación alguna al «pueblo republicano», socorrido recurso de la prensa de izquierdas para justificar los desórdenes, pues no hubo una relación precisa y clara entre incidentes previos y esos actos de violencia. (p. 316)

Y, ¿en cuánto a los votos? Convendría empezar por la suma total de ambas coaliciones en la primera vuelta. El Frente Popular alcanzó 4.438.831 sufragios (el 46,3%) y la Coalición Antirrevolucionaria 4.402.811 (46%). Una diferencia, pues, de treinta y seis mil votos entre uno y otra. Sin embargo, y dado el premio de mayoría de la Ley Electoral y la concentración del voto de las izquierdas en las circunscripciones con más escaños, el Frente Popular obtuvo 259 escaños y los católicos y liberales, 189; esto es, setenta escaños menos. Los autores destacan que había habido un incremento del censo y de la participación, y la amplitud de la coalición del Frente Popular permitió a las izquierdas recoger un gran caudal de votos, que rompieron las esperanzas de católicos y liberales de imponerse con claridad en la primera vuelta. De su examen del desplazamiento de los antiguos votantes del Partido Radical y del incremento de la participación del anarcosindicalismo no se desprende que estos fueran factores decisivos del amplio voto a favor del Frente Popular. Sí lo fueron lo que llaman los autores «trastrueques» de votos que se produjeron por medio de coacciones, violencias y alteración de las actas en las Juntas Provinciales de Cáceres, Jaén, La Coruña, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas, Málaga capital, Pontevedra y Lugo:

Estas alteraciones afectaron –estiman Álvarez Tardío y Villa? a un mínimo de 36 escaños y hasta un máximo de 40 si los censos de las localidades que no llegaron a escrutarse, y que en 1933 habían concedido contundentes triunfos al centro-derecha, se hubieran repartido de la misma forma. (p. 497)

Con un escrutinio limpio y libre, las dos coaliciones –calculan los autores? hubieran quedado equilibradas al término de la primera vuelta: la del Frente Popular, con entre 226 y 230 escaños, y la Coalición Antirrevolucionaria con entre 223 y 227, cuando el reparto había quedado, como acaba de indicarse, en 259 y 189 escaños, respectivamente. La normalidad y el prurito de claridad y juego limpio nunca llegaron. Católicos y liberales concurrieron a la segunda vuelta el 1 de marzo, intimidados y desmoralizados. En ella se ventilaban veinte escaños. Los resultados afianzaron la ventaja del Frente Popular. Los autores calculan que, con unos resultados semejantes a los de la primera vuelta, la Coalición Antirrevolucionaria hubiera obtenido doce de los veinte escaños en liza, por cinco para el Frente Popular. Es decir, que ambas se hubieran aproximado a la mayoría absoluta, tal vez con una ligera ventaja para la CEDA y sus aliados. No fue así. En la segunda vuelta, el Frente Popular obtuvo ocho escaños más y cinco la Coalición Antirrevolucionaria. Por tanto, según la modificación de los resultados de la primera vuelta debida a las exacciones fruto de la agitación que rodeó el escrutinio, el Frente Popular sumó ocho nuevos escaños a los 259 que ya tenía y alcanzó la más que holgada mayoría de 267, treinta por encima de la mayoría absoluta. La Coalición Antirrevolucionaria sumó cinco a sus 189 y se quedó en 194.

Sin embargo, esta victoria y la violencia que la rodeó no fueron suficientes. La revisión de actas en la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados, iniciada el 15 de marzo, constituyó la manifestación inequívoca, repetida por activa y por pasiva, de que el Frente Popular no toleraría ningún otro noviembre de 1933, que rechazaba, por tanto, la alternancia en el poder y que la arbitrariedad de los vencedores venía a sustituir a la aplicación objetiva de la ley. Esta fue sustituida por la «convicción moral» de que las fuerzas ajenas al Frente Popular eran delictivas por naturaleza y carecían de derechos, pues todo se lo debían a la opresión caciquil. Lo que vino a significar que el gesto por parte de sus dirigentes de pedir a Alcalá-Zamora que llamara a Azaña al poder había sido estéril. Ya no existía ninguna legalidad a la que agarrarse en tiempos de tribulación. Nada puede sustituir la lectura del debate en dicha Comisión parlamentaria y el modo en que fueron desdeñadas repetidamente las ofertas de transigencia de los católicos y liberales, sin que las mediaciones de Azaña y Prieto surtieran efecto. He aquí una muestra del tono del debate, en la que es imposible registrar rastro alguno del «fascismo vaticanista»:

Esa división dentro de la mayoría [del Frente Popular] apareció crudamente después de que Giménez Fernández impugnara el dictamen sobre Granada. El ponente de aquella, Gomáriz (Unión Republicana), se negó a discutir con él so pretexto de que la anulación estaba ya acordada. Pero como esto conllevaba la retirada de los vocales conservadores de la Comisión, Prieto suspendió la sesión a instancias del diputado cedista. Giménez [Fernández], que se oponía a esa retirada, ofreció al presidente una última transacción: en Granada se anularían el número de votos suficientes para que obtuvieran el acta tres socialistas y, a cambio, se validarían las elecciones de Albacete, Cuenca y Salamanca. La propuesta de Giménez suponía, paradójicamente, dar por bueno lo que las derechas habían criticado en los días previos, esto es, un trueque desligado de toda discusión jurídica. Sin embargo, éste reconoció ante Prieto que lo hacían para evitar un «grave daño al sistema parlamentario», añadiendo que se mostraba impotente ante lo que su grupo pudiera hacer como respuesta. Prieto, aun siendo pesimista, se comprometió a hacer la gestión, si bien no tuvo éxito. (p. 469)

Alcalá-Zamora se mostraba, por su parte, alarmadísimo. Temía que todas las arbitrariedades del Frente Popular en la Comisión de Actas estuvieran orientadas a

obtener los tres quintos de la Cámara –284 escaños– para destituirle por el artículo 82. No en vano, el deterioro de las relaciones entre el gobierno y el jefe del Estado había llegado a un punto de no retorno. (p. 466)

El broche de oro de estos debates mortales para el régimen parlamentario lo impuso la anulación de las elecciones en Cuenca y Granada. Las derechas perdieron todos sus escaños en Granada, una provincia donde habían ganado en febrero, y en Cuenca sólo pudieron conservar dos diputados. Hubo que trasvasar en masa los votos para que semejantes resultados parecieran verosímiles. Y así se hizo: el censo entero de las derechas, mayoritarias en ambas provincias, pasó sin escrúpulos a la bolsa del Frente Popular.

El balance del asalto a las urnas, según los autores, fue que:

La oposición conservadora perdió con la nulidad de Cuenca y Granada 16 diputados. La CEDA fue, de lejos, la más perjudicada por estas operaciones: perdió indebidamente 11 escaños. En proporción a sus fuerzas, fueron notablemente castigados los monárquicos, los radicales y los progresistas [del Partido Republicano Progresista de Alcalá-Zamora]. El acercamiento de Portela al Frente Popular le permitió no solamente conservar su acta sino, también, obtener un tratamiento benigno de la Comisión de Actas: la nulidad total de Granada y la parcial de Orense, que le privaron de tres actas, quedó compensada con ganancias injustificadas en Salamanca y Santa Cruz de Tenerife, en estas dos últimas a costa de la CEDA y de RE [Renovación Española].

A esas alturas, los números importaban ya poco. El contexto de violencia que acabó rodeándoles cobró mayor significación que los resultados mismos.

Posición historiográfica

Concluyamos con una valoración historiográfica del importante trabajo de Álvarez Tardío y Villa. Ambos continúan, en mi opinión, la labor de la que, allá por los años setenta y ochenta del siglo XX, se denominó Nueva Historia Económica y, también, Nueva Historia Política, liberada del condicionamiento socioeconómico. Ambas convergieron con el éxito en la consolidación de la democracia representativa porque hicieron dos cosas importantes. Una, remover el corsé marxista que atenazaba a gran parte de la historiografía española en los años sesenta y setenta. Y otra, mejor todavía, ayudarnos a disipar la densa y deprimente niebla de desastre y fracaso con que se connotaba toda la historia moderna y contemporánea de España. Aquel clima ha ido mutando, sin embargo, tanto desde el punto de vista metodológico como temático, a lo largo de las dos últimas décadas, siendo la Ley de la Memoria Histórica la principal expresión de giro hacia la intolerancia y una ideologización a menudo burdamente política. Muestra de estas actitudes las tienen ya en gran abundancia los dos autores. Pero ha resultado sorprendente el comentario del autor de La izquierda del PSOE (1935-1936)Santos Juliá, La izquierda del PSOE (1935-1936), Madrid, Siglo XXI, 1977., Santos Juliá, partícipe de aquella renovación historiográfica. En sus «cuentas galanas» lleva a cabo una descalificación de esta investigación de las elecciones de 1936, e incluso le reprocha servir a los intereses de «la más rancia derecha», por más que estos sean tiempos de amenaza populista de izquierdas. ¿Razones? Tres, básicamente. La primera, ausencia de novedad. Sin embargo, la documentación, trabajada y elaborada por primera vez de forma exhaustiva después de haber yacido ochenta años en los archivos, invalida el argumento. La segunda establece una premisa politológica según la cual las coaliciones electorales no pueden gobernar. Pasemos por alto que el análisis de la formación y características de ambas coaliciones resiste cualquier comparación con la bibliografía existente. El caso es que nada impide, pese a lo que afirma esta segunda razón, que una coalición, inicialmente electoral, pase a ser parlamentaria y de gobierno, llegado el caso. La coalición del Frente Popular no podía ser lo último por el veto expreso de sus componentes obreristas. Y a este respecto es posible recordar que Santos Juliá lamentaba en su estudio sobre los orígenes del Frente Popular que éste no hubiera pasado de coalición electoral hasta empezada la Guerra CivilSantos Juliá, Orígenes del Frente Popular en España (1934-1936), Madrid, Siglo XXI, 1979, p. 496.. La tercera de las razones es más ambigua. Viene a decir que la Coalición Antirrevolucionaria estaba compuesta por unos grupos liberales cuya vertebración en torno a la CEDA se considera irrelevante. De este modo, sólo el partido católico podía ser un rival de gobierno para el Frente Popular. Y, entonces, no hay más que comparar los 95 diputados cedistas con los 267 de los integrantes del Frente Popular, allá por el mes de marzo, antes de la apertura de las nuevas Cortes, para comprender que, incluso a pesar de que a la CEDA se le hubieran arrebatado injustamente once escaños por la Comisión de Actas, el resultado de las elecciones habría sido abrumadoramente favorable al Frente Popular. Ahora bien, si despiezáramos partido a partido la coalición de las izquierdas, con esos once escaños arrebatados, la CEDA hubiera estado claramente por encima de cada uno de los partidos integrantes del Frente Popular. ¿Y acaso esa mayoría de la CEDA como partido no hubiera justificado encargar a Gil-Robles la formación de una coalición de gobierno? En el campo antirrevolucionario no había ningún veto comparable al de socialistas y comunistas del Frente Popular, salvo para el caso de los monárquicos. Por tanto, vienen a concluir los autores, con un escrutinio limpio, exento de violencia, se habría producido lo que hoy llamamos un «empate técnico» en materia electoral (no pueden aquilatarse exactamente los escaños de una y otra coalición, claro está). En su comentario, Santos Juliá no menciona los efectos de la violencia y los métodos intimidatorios de los sectores obreristas del Frente Popular, factores ambos que envenenaron y fundamentaron entonces y ahora el cuestionamiento de aquellas elecciones. En la época, sólo Felipe Sánchez-Román y su minúsculo Partido Nacional Republicano encontraron en ambos factores escrúpulos bastantes para retirarse de la coalición del Frente Popular.

En todo caso, no es difícil deducir de la trayectoria historiográfica de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García su lealtad a la Constitución de 1978 y los principios que la inspiran. La posición estaba bien clara desde que, en 2005, el primero de ellos publicó su análisis comparativo entre las dos transiciones y procesos constituyentes de 1931 y 1977. Lo que han llevado a cabo ahora conjuntamente en este trabajo me parece una falsación popperiana de la consistencia democrática del régimen republicano. No como una «causa general», ni tampoco con fines presentistas, sino acotando y examinando con estricta metodología de historia política un momento especialmente representativo de aquella etapa. Lo que resulta, en mi opinión, es que la Segunda República fue una democracia schmittiana, basada en la dialéctica del amigo/enemigo, pero no kelseniana, en la que los intereses, los contenidos programáticos y las pasiones políticas deben subordinarse y dejarse filtrar por la supremacía de la Ley Constitucional y el principio de legalidad, incompatibles ambos con la violencia.

Luis Arranz Notario es historiador. Su último libro es Silvela. Entre el liberalismo y el regeneracionismo (Madrid, Gota a Gota, 2013)

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