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¿Un oso herbívoro?

La paradoja del poder alemán

Hans Kundnani

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016,

Trad. de Amelia Pérez del Villar

256 pp. 20 €

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«Alemania es fuerte como un oso; pero es herbívoro, y sus vecinos lo saben». La frase se atribuye al ministro de Asuntos Exteriores alemán durante la etapa de gobierno rojiverde (alianza de socialdemócratas y ecologistas) entre 1998 y 2005, Joschka Fischer. Describía bien lo que en aquel momento era la paradoja del poder alemán: la economía más fuerte de la Unión Europea, el motor económico de la misma, un actor fundamental en la formulación de la política común europea, pero un actor reticente a asumir un papel proactivo en política exterior, en buena parte por el temor a los fantasmas del pasado reciente. Un excesivo poder alemán causaba recelo en sus vecinos. Y razones históricas no faltaban para ello.

Desde entonces, diversas voces han acusado a la Alemania de la era Merkel (inaugurada en 2005) de no querer asumir su papel hegemónico con todas sus consecuencias, de inacción en política exterior, y de falta de determinación en la asunción de responsabilidades en el seno de la Unión Europea; otras voces, provenientes sobre todo de la izquierda de la Europa meridional, han reprochado a Alemania su inflexibilidad en materia de política monetaria, su posición dura y ortodoxa, doblada de prejuicios y consideraciones morales, frente a los problemas de deuda de los países mediterráneos de la zona euro, o su cierto desentendimiento de la suerte de sus vecinos, prueba de ensimismamiento. Pero los principios aún cuentan. La canciller democristiana Angela Merkel se ha contado entre los pocos estadistas en mantenerse firme ante los nuevos aires de la Administración norteamericana en 2017 y ha adoptado una política favorable a la acogida de refugiados de Oriente Medio, incluso contra el parecer de parte de su propio electorado.

Todas esas paradojas se aúnan en el poder alemán. Fuerte y grande, pero herbívoro hoy; expansionista, agresivo y criminal en el pasado. Algunos de sus dilemas muestran una sorprendente continuidad. Tras la unificación alemana culminada en 1871, el Segundo Imperio Alemán se embarcó en una política de alianzas y equilibrios bajo la égida del canciller Otto von Bismarck, consciente de una realidad: Alemania era demasiado fuerte para ser un actor europeo más; pero demasiado débil para dominar todo el continente sin aliados. La Primera Guerra Mundial fue una prueba de ello: Alemania no pudo mantener a largo plazo una guerra en dos frentes. Y los proyectos imperiales y raciales del Tercer Reich se enfrentaron a la misma realidad, aspirando a la construcción de un imperio continental, dejando a Gran Bretaña al margen y contando con Estados satélites.

La derrota y la destrucción, la ocupación aliada, las pérdidas territoriales, la división de Alemania y el peso de la culpa histórica, asumida críticamente a través de una política de condena crítica del pasado reciente, de la barbarie nazi y del Holocausto condicionarían la política exterior de Alemania occidental durante la Guerra Fría. Una política exterior atlantista, multilateral, anclada en Occidente, basada en la exportación de su modelo económico y que apostaba por el cambio a través de las relaciones económicas, tanto hacia Europa meridional y el Tercer Mundo como –en época del canciller socialdemócrata Willy Brandt– hacia la Europa del Este. La reunificación abrió una nueva fase, en la que, tras los ajustes económicos y sociales a que se vio forzada la nueva República de Berlín para asimilar los territorios de la antigua República Democrática Alemana, los remordimientos y el multilateralismo fueron dando paso a una política exterior más pragmática, subordinada a los intereses económicos germanos. Alemania seguía siendo una potencia exterior poco interesada en acciones militares, ni aun en el seno de la OTAN, pero ahora seleccionaría los foros multilaterales en que quisiese participar: seguiría optando por el Wandel durch Handel, el cambio a través del comercio, tras haber sometido su modelo de economía social de mercado a un severo ajuste. Eso afectaría a su política europea, al dar prioridad al mantenimiento de su potencia exportadora, posible gracias a la combinación de productividad, innovación y talento, por un lado, y costes salariales moderados, por el otro.

La lectura que Hans Kundnani, periodista y experto en relaciones internacionales con profundos conocimientos de la historia europea y alemana en particular, nos propone de la «cuestión alemana» y de la evolución del poder alemán a lo largo de siglo y medio, es una buena muestra de las virtudes del buen ensayo, cuando la erudición y el buen estilo narrativo se combinan para dar lugar a un relato estructurado, claro y bien fundamentado. El autor no se limita a una visión sistémica de las relaciones internacionales, ceñida a la evolución de los bloques de alianzas, los equilibrios geopolíticos y los intereses económicos. También integra en su análisis factores como la cultura, el peso del pasado y de la memoria histórica, imprescindibles para conocer la evolución de la «cuestión alemana» desde 1945. Muestra para ello un conocimiento no exhaustivo, pero sí suficiente, acerca de los principales debates historiográficos que intentaron abordar las causas del desastre de 1945, desde la teoría de la continuidad entre los objetivos expansionistas del Segundo Imperio alemán y las causas de la Primera Guerra Mundial y el nacionalsocialismo (Fritz Fischer) hasta la tesis de la vía especial alemana hacia la modernidad o Sonderweg, la «disputa de los historiadores» o Historikerstreit de finales de los años ochenta acerca de la excepcionalidad del nacionalsocialismo, y la tesis del «largo camino hacia Occidente» de la sociedad alemana (Heinrich August Winkler). Paradigmas todos ellos superados por la historiografía alemana contemporánea, menos obsesionada (al igual que otras historiografías europeas) por intentar demostrar la «normalidad» o «anormalidad» de la evolución histórica de sus países. Ciertamente, esos y otros paradigmas –como el de la traslación de las prácticas imperiales aplicadas en África al imperialismo nazi en Europa oriental (p. 40), hoy muy discutido por la historiografía alemana reciente– son para el lector especializado poco innovadores, al igual que los dedicados al peso de la condena explícita del pasado reciente en la República Federal Alemana, con escasas menciones a la República Democrática Alemana, y su influencia en los planteamientos en política exterior de las elites dirigentes.

Si los capítulos primero y segundo, dedicados respectivamente a los orígenes de la cuestión alemana y a la política exterior de la República Federal tras 1945 ofrecen básicamente una síntesis interpretativa al lector, necesaria para comprender lo que viene a continuación, más interés revisten los capítulos siguientes, consagrados a la interpretación de la política exterior alemana, y la autopercepción germana en Europa y en el mundo. Kundnani delinea así con precisión las etapas que atravesó la política exterior de la nueva República unificada de Berlín, obligada a asumir una mayor «normalización» de sus intervenciones exteriores dentro de la OTAN y las Naciones Unidas –como mostraron los debates políticos acerca de la intervención de contingentes armados alemanes en el exterior durante los años noventa, condicionados por la larga sombra de los crímenes del Tercer Reich–, pero reticente a alterar el multilateralismo heredado de la República de Bonn. Eso se combinaba con las voces, ya presentes en los años ochenta, que sugerían poner punto final a la hipercrítica política de la memoria alemana, patentes en los debates sobre el Monumento al Holocausto erigido en Berlín. Sin embargo, preponderó la reinterpretación crítica de ese pasado en clave pragmática: precisamente porque Alemania había de seguir purgando la culpa de Auschwitz, su política exterior debía orientarse a evitar que surgiese una nueva barbarie de ese calibre, en los Balcanes o en otros escenarios (pp. 92-95). Alemania tenía que actuar como un poder que «restableciese el orden», dentro de coaliciones internacionales y en nombre de la paz, los derechos humanos y la democracia.

Las discrepancias entre el canciller socialdemócrata Gerhard Schröder y la política exterior norteamericana a partir de 2001, patentes en su oposición a la Guerra de Irak, inauguraron una nueva etapa, la del camino alemán: los intereses germanos y los de su aliado norteamericano ya no serían siempre compatibles. Y en la política alemana comenzó a tomar cuerpo el concepto de normalidad: Alemania habría pagado ya suficiente por sus crímenes de guerra en el pasado, y una nueva generación reivindicaba un orgullo patriótico y valores positivos con los que identificarse. Una muestra indirecta sería la inesperada floración de banderas alemanas en coches y domicilios con motivo de la Eurocopa de fútbol celebrada en Alemania en 2006. Resurgió también la discusión acerca del lugar de Auschwitz en la conciencia alemana, o los sufrimientos colectivos de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra: bombardeos masivos sobre las ciudades o las deportaciones de «alemanes étnicos» de Europa oriental. No por ello, sin embargo, se alteraron las líneas fundamentales de la política conmemorativa y de la política del recuerdo alemana, fiel a la condena crítica del pasado dictatorial.

La economía, como muestra Kundnani en los capítulos quinto y sexto, probablemente el más logrado del libro, se convirtió así en el principal motor de la política exterior. El Gobierno de Schröder había tenido que acometer una política de recortes sociales y rebajas de salarios para incrementar la competitividad de la economía alemana, que pasó ahora a basar su pujanza en una descomunal capacidad exportadora. Eso también llevó al pragmatismo. Alemania podía forjar relaciones con la Rusia de Putin, con la China autócrata o con otras potencias «emergentes» (pp. 150-153) más o menos autocráticas. La Alemania de Merkel se empeñó en exportar su modelo al conjunto de la Eurozona, consagrando valores como la estabilidad monetaria y el equilibrio –o austeridad– presupuestario, que se impusieron al resto. Tras la gran crisis de deuda que estalló a partir de 2008, y que afectó con especial gravedad a Grecia, Portugal, España e Italia, la inflexibilidad germana, adobada de consideraciones morales y los prejuicios sobre la supuesta irresponsabilidad fiscal de los países del Sur, extendidos entre la opinión pública de Alemania, convirtió el proyecto europeo en un campo minado de desconfianzas y reproches mutuos. Sin embargo, como muestra el autor, Alemania no puede prescindir de la Unión Europea, ni de Europa en su conjunto, como mercado para sus exportaciones. Demasiado pequeña para ejercer una posición hegemónica continental, y demasiado grande para que sus visiones en política económica puedan ser contrarrestadas de forma eficaz por otras potencias europeas (Francia, Gran Bretaña, Italia), Alemania se enfrenta al reto de liderar Europa sin despertar suspicacias, y mantener su competitividad como actor económico global, lo que le impide, por ejemplo, desempeñar un papel de locomotora, incrementando la capacidad de consumo de su mercado interior. Una expresión de esa paradoja es la mezcla de «asertividad [sic] económica y abstinencia militar» (p. 166). Una influencia que dentro de la Unión Europea no sólo se ejerce –ahí cabría profundizar más– como un poder blando, sino como un martillo pilón.

El cambio social dentro de Alemania también cuenta. Para la cuarta generación de alemanes crecida en la posguerra, la Segunda Guerra Mundial es un recuerdo cada vez más lejano. En el otoño de 2012 pregunté a mis alumnos de Múnich qué sentían cuando los periódicos griegos caricaturizaban a Angela Merkel como un nuevo Hitler. La respuesta fue que eso ya no les afectaba; les dolía más que otros europeos los viesen como seres aburridos. Se echa en falta en este ensayo una mayor atención a factores como la evolución de la opinión pública germana, su percepción de Europa y del mundo, forjada a través de los medios de comunicación, el carácter viajero de los alemanes y el cosmopolitismo de sus clases medias. En esa percepción, la sombra de Auschwitz sigue presente, aunque de modo cada vez más diluido. Fenómenos como el crecimiento electoral de la ultraderecha light representada por Alternativa por Alemania, que el autor apenas recoge al final de su libro, tal vez sean indicativos de que algunas pautas del excepcionalismo alemán podrían cambiar en el futuro. Mas, por otro lado, el carácter vigilante de sus elites sigue ahí. Una paradoja más del poder alemán es su fuerte dimensión moral, que a menudo se contrapone al pragmatismo económico de sus empresas exportadoras.

Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela (en excedencia) y de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich. Sus últimos libros son Camarada invierno. Experiencia y memoria de la División Azul (Barcelona, Crítica, 2016) y Fascismo, guerra e memória. Olhares ibéricos e europeus (Porto Alegre, ediPUCRS, 2016).

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