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Trickle-up, o la conversión de los ricos

La lucha de clases existe… ¡Y la han ganado los ricos!

Marco Revelli

Madrid, Alianza, 2015

Trad. de Alejandro Pradera

136 pp. 10 €

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Marco Revelli es un intelectual infatigable en pugna desde hace décadas por apelar a una izquierda europea descompuesta, desorientada y conformista, cada vez más alejada de la política con la que o forma una alianza natural, o no es nada. Al menos eso dice una y otra vez en las entrevistas que concede y en muchos de los textos de batalla que escribe.

En La lucha de clases existe… ha hecho muy bien una cosa muy difícil, como es sistematizar una larga serie de estudios empíricos sobre la desigualdad con el objetivo de mostrar a las claras que, en los últimos treinta o cuarenta años, aquella no ha hecho sino aumentar en casi todas sus dimensiones, se midan como se midan, se definan como se definan.

Marco Revelli no es Thomas Piketty, al que no cita en su ensayo, por ciertoLa edición original en italiano del presente ensayo de Revelli se publicó en 2014, al igual que el voluminoso trabajo de Piketty en la edición inglesa de Harvard University Press, si bien la edición francesa en rústica de Les Livres du Nouveau Monde es de agosto de 2013.. Y, con una obra de mucha menor entidad que el monumental trabajo del francés, se aventura en una interpretación a tumba abierta y discutible de la abundante evidencia que comenta. Con esto que acabo de decir, y que argumentaré a continuación, no creo que deba restarse mérito al buen trabajo de sistematización que Revelli realiza en un formato muy breve, pero compacto. Sin embargo, me parece que lo que tan jugosamente anuncia el título de su obra, es decir, que la lucha de clases la han ganado los ricos, ni se deduce de su análisis ni es la mejor manera de concluirlo. De hecho, si uno espera encontrar en las páginas que siguen al título un desarrollo de la contundente tesis que dicho título enuncia, se queda con las ganas.

A cambio, y creo que esta es la buena (mala) noticia de este ensayo, el lector queda abrumadoramente impresionado por la pesante contundencia de unos datos que deberían conmover hasta lo más hondo al más recalcitrante de los optimistas históricos… o de los ricos duros de corazón.

Claro que, desde hace años, la incesante evidencia desgranada por los titulares de todos los medios occidentales venía advirtiéndonos de los retrocesos relativos y absolutos en el nivel económico de los desfavorecidos, a pesar de avances en otros frentes, pero conviene empaparse de la evidencia masiva aportada recientemente por autores como Revelli y Piketty (da igual con qué propósito lo haga cada autor, siempre y cuando sean datos objetivos y no manipulados) y dejarse conmover por ella.

No creo que, al menos en un primer ataque, la reacción ante esta evidencia deba ser de naturaleza técnica. Así que me apresuraré a abrir las compuertas de los sentimientos que me suscita la lectura de la obra de Revelli. Luego hablamos de temas técnicos y, si quieren, políticos.

Tampoco, la reacción «sentimental» debe ser ni de conmiseración ni de rechazo a la evidencia sobre la creciente desigualdad, sino de alarma respecto a los mecanismos que están causándola y de preocupación sobre las implicaciones que la misma entraña. Seguramente, el aspecto más revelador de la desigualdad actual es, junto a la distancia material que separa a unos grupos sociales de otros, la distancia en materia de conocimiento, de alfabetización tecnológica y en muchas otras dimensiones intangibles a las que los «nuevos pobres», y los que van a seguirles, no tienen el mismo acceso que los ricos.

No nos engañemos a este respecto: las desigualdades intangibles (en el acceso a la cultura, a la educación tecnológica o financiera, a la socialización, etc.) son causa de las desigualdades tangibles (materiales, de renta y seguridad económica), pero estas últimas causan también las primeras y esta causalidad circular refuerza las innumerables vías por las que se entra o se permanece en la pobreza. Tampoco nos engañemos respecto al avance material e inmaterial que la inmensa mayoría de la población mundial está experimentando, que está experimentándolo, si bien casi todas las brechas entre los de arriba y los de abajo están ampliándose. Esta es la verdadera y más preocupante dimensión de la desigualdad, que Revelli no acaba de ilustrar, pues sus datos no se lo permiten del todo, ya que el desarrollo de los elementos intangibles de la prosperidad no harán más que acelerarse en el futuro. La reacción de los sentimientos simplemente indica que es obsceno el espectáculo al que estamos asistiendo en materia de estas brechas intangibles crecientes, causantes a la postre de la desigualdad material que nos abruma.

Ante este espectáculo, la denuncia de Revelli sobre el fracaso de la pronosticada «lluvia fina» (o trickle-down), su casi monotema junto con el del «efecto Laffer»El «efecto Laffer» consiste en que la recaudación fiscal aumenta con el tipo impositivo hasta un punto a partir del cual progresivos aumentos del mismo provocan una disminución de la recaudación debido a la ocurrencia de numerosas disfunciones en la relación entre el sistema productivo, el de rentas y el recaudatorio. Véase infra en el texto principal., es no sólo certera sino también necesaria. El misterioso proceso en virtud del cual la prosperidad de los ricos iría permeando, cual calabobos, por pura inercia gravitacional, a las capas de abajo, poco a poco, ni se ha presentado ni se le espera.

Casi es más fácil que sucediera lo contrario, es decir, que la lamentable situación de los grupos desfavorecidos acabase calando, contradiciendo así la ley de la gravedad, a los de arriba. Esta especie de trickle-up consistiría, pues, en que la situación de los pobres fuese reblandeciendo poco a poco el corazón de los ricos, cual lluvia fina hacia arriba, moviéndoles a cambiar la situación. Esta «conversión de los ricos» hacia una mayor conciencia social no se ha presentado todavía, sin embargo. En España, por ejemplo, están aún por nacer nuestros Bill y Melinda «García». No por ausencia de ricos, que algunos hay, sino por ausencia de generosidad de los que existen. Es muy frustrante ver el parco trickle-down que corre por nuestros lares, tanto como el no menos parco trickle-up, claro.

Entrando en aspectos técnicos en torno a conceptos como «desigualdad», «pobreza» o, especialmente, «igualdad de oportunidades», de los que Revelli simplemente se limita a decir que han empeorado, atribuyendo dicho efecto a una desigual lucha de clases definitivamente perdida, es verdad que mucha de la evidencia que aporta apunta en este sentido. Pero no aclara lo que está pasando.

En primer lugar, como ya he comentado, al ser la pobreza un fenómeno relativo, el tremendo avance de la brecha entre ricos y pobres no debe hacernos olvidar que también los desfavorecidos se han beneficiado de avances en muchos campos del bienestar. En segundo lugar, Revelli apenas reflexiona sobre una de las principales causas de la creciente desigualdad material: la desigualdad cada vez mayor en la distribución del conocimiento. El conocimiento no es lo mismo que el talento y, mientras que el talento se distribuye independientemente del apellido o la cuna (lo cual es una verdadera bendición), el aspecto más deleznable del conocimiento es que sólo lo desarrollan individuos con a) talento y b) recursos. A menos que las instituciones lo remedien, claro.

Pero las instituciones, como decía, están más ocupadas con la distribución de la renta que con la igualdad de oportunidades y, en el siglo XXI, la igualdad de oportunidades pasa también (también, lo recalco) por el mejor acceso de los individuos talentosos pero pobres al desarrollo del conocimiento como un factor de producción y a la participación en sus dividendos.

La gran paradoja en este sentido es que, si bien el conocimiento (como activo productivo y generador de renta) acaban poseyéndolo los individuos más talentosos, más esforzados y más predispuestos a convertirlo en valor, parece que de estos individuos hay especialmente pocos emergidos de las clases menos favorecidas. ¿Cómo se explica esto después de décadas de un enorme esfuerzo en todos los países avanzados para asegurar la educación y la salud de toda la población? Revelli no repara en ello y, por tanto, no está en condiciones de explicarlo, prefiriendo, al parecer, la perspectiva materialista de la lucha de clases y la derrota del proletariado.

Pero lo que ha sucedido es que, sencillamente, no nos hemos dado cuenta de que nuestros mecanismos de distribución secundaria de la renta (los esquemas tax & transfer del Estado del bienestar) han cruzado hace tiempo, seguramente, la línea a partir de la cual sus vías básicas de financiación se han saturado, rindiendo cada vez menos (a lo mejor por culpa del Homo lafferianus) y, a la vez, sus vías de subsidio han acabado por adormecer el espíritu emprendedor o laborioso de algunos de sus beneficiarios a este lado de la divisoria. Todo esto sólo ha hecho más difícil el escape de la trampa de la pobreza, llegando incluso a crear una «genética social» de la pobreza en los casos más extremos. De no reorientarse las políticas y los recursos asignados a las mismas para la igualdad de oportunidades, en el siglo de la cultura digital y del conocimiento, la desigualdad no se reducirá.

Revelli hubiera hecho mucho mejor en clamar contra los factores que determinan que haya pocos individuos con talento capaces de poseer el conocimiento al que aquél da acceso, especialmente entre los vástagos de las clases menos favorecidas, cuando, en teoría, el talento debería estar mejor repartido que la riqueza. Los factores que hacen, en particular, que los individuos talentosos que puedan nacer en los grupos menos favorecidos no acaben de manifestar su talento de manera productiva y que esta realización les saque de la pobreza (a ellos y a sus descendientes) son muy numerosos y no estamos consiguiendo eliminarlos, de forma que la trampa de la pobreza es cada vez más absorbente.

Aquí es donde el descuido del que se ha hecho gala en muchos países en lo que concierne al aseguramiento de la igualdad de oportunidades, incluso asignando bienintencionadamente los recursos a otros programas para los desfavorecidos, se halla en el origen de este lamentable desarrollo. Afirma Piketty que esta enorme desigualdad en el conocimiento está determinando la sociedad del «1-99», en la que el 1% de los asalariados posee el conocimiento y las claves para convertirlo en valor y el otro 99%, no. Los ricos de toda la vida se extinguirán, al parecer, para dar paso a la nueva clase de profesionales hipermillonarios que no serán rentistas. ¿Habrán desaparecido entonces los rentistas? No, dice Piketty, los rentistas serán los hijos de aquellos superasalariados. Y vuelta a empezar.

Revelli dedica también un gran espacio en su breve ensayo a combatir el denominado «efecto Laffer», una especie de teoría back-of-the-envelopeExpresión que suelo traducir como «servilleta de cafetería». sobre la presión fiscal óptima, que determina que los tipos impositivos no pueden ser muy elevados para no ahuyentar a los contribuyentes. Sostiene que este efecto es una falacia no demostrada, y procede a ridiculizar la idea liberal de que los impuestos elevados asustan a los ricos (y no digamos a los pobres), por lo que no debe molestárseles demasiado con impuestos confiscatorios, porque vuelan a otros nidos más confortables. Los bajos impuestos, sostiene no sin razón, los hacen todavía más ricos. De ahí la conclusión de que los ricos, en connivencia con los gobiernos, procuran que su fiscalidad sea reducida, es inesquivable.

Pero no lo es. Revelli no se da cuenta de que la fiscalidad confiscatoria es mala per se, incluso cuando se desea disuadir del consumo de bienes que son «males», como el tabaco, siempre que exista un sustituto ilegal a cuyo consumo puedan desviarse los contribuyentes sin ser cazados. Es justamente el caso de la economía sumergida, que es un sustituto casi perfecto de la economía regular cuando la presión fiscal ahoga, y/o los controles socioculturales o las inspecciones fallan. Creo que habría que poner más énfasis en la lucha contra la economía irregular y la cultura que la sostiene mientras dilucidamos si existe o no el efecto Laffer.

Vayamos ahora a los aspectos políticos del ensayo de Revelli. Al menos en un sentido semántico, la lucha de clases no existe por dos razones: primero, porque las clases han dejado de existir y, segundo, por si lo primero no fuese cierto, porque las clases han dejado de luchar. Las clases no existen, por si alguien no se hubiese enterado, porque el siglo XX ya no existe. Estamos en el siglo XXI y la dinámica social viene determinada por cambios estructurales que venían produciéndose desde finales del siglo pasado en todos los ámbitos, desde el de los estilos de vida hasta el de la tecnología, pasando por el de la representación política.

Es natural que algunos, como Revelli, sigan pensando que la lucha de clases existe, especialmente que en el lado «bueno» de esta lucha se encuentra la alianza de «estudiantes, obreros y campesinos» que, al parecer, no han logrado derrotar a los explotadores. No sé si Piketty piensa así, aunque no lo creo, pero ha escrito un libro cuyo título no está elegido al azar: «Das Kapital»… au 21ème siècle (permítaseme la licencia a la hora de traducir las dos primeras palabras de dicho título al alemán). Les suenan las dos primeras palabras, ¿no? Un libro con esas mismas dos palabras por título lo escribió un tal Karl Marx entre 1861 y 1863, aunque su primer volumen se publicó en 1867.

¿Puede reescribirse Das Kapital en el siglo XXI? Revelli, quien cree y casi desea que haya lucha de clases para que la ganen los pobres, no lo ha intentado, sino que se ha limitado a repetir sumariamente sus tesis principales y a concluir, sobre la base de la rica y variada evidencia que presenta, que esa lucha ya está perdida por parte de la clase que estaba llamada por el materialismo histórico a heredar la tierra: hay algo de religioso en muchas doctrinas políticas.

Si hubiera que elegir entre más desigualdad y menos desigualdad, nadie dotado de una pizca de corazón (y no digamos de sentido común) optaría por lo primero. Pero seguro que habría muchos que no admitirían que uno de los extremos de esta elección fuese la igualdad extrema, y harían bien. No sólo la igualdad extrema es imposible de lograr, ni siquiera a punta de bayoneta, sino que es socialmente injusta y económicamente ineficiente. Muy injusta y muy ineficiente.

Queda claro, pues, que la desigualdad que denuncian la mayor parte de los analistas económicos y sociales, de una y otra sensibilidad, hace tiempo que pasó la raya de lo intolerable, especialmente si consideramos la reversión de muchos de los logros desde hace décadas en esta materia. Pero las causas no son las que indica Revelli. Estas causas van desde los excesos del Estado del bienestar, sangrando a impuestos a las clases medias (no a los ricos, es verdad) para, acto seguido, adormecer con subvenciones masivas e incondicionadas a los elementos más conformistas de esas mismas clases medias, olvidándose de los pobres de verdad, hasta el imperdonable descuido de todos los gobiernos a la hora de comprender lo que ya se ha apuntado: que la desigualdad se basa cada vez más en un desigual acceso a las vías para convertir el talento en conocimiento, que es el principal factor de producción del siglo XXI. No hemos terminado de entender que, si la pobreza tangible se hereda, no menos se hereda la pobreza intangible, y que ambas se refuerzan mutuamente.

Las causas de la pobreza no caben en la estrechez de una concepción lineal de la historia, la economía o la sociedad. Y, a la postre, son más sencillas, claras y comprensibles de lo que sugiere Revelli a nada que uno se esmere en intentar explicarlas y entenderlas hasta donde podemos explicar y entender. Otra cosa es que sean aceptables o inatacables, que no lo son.

José Antonio Herce es profesor de Economía en la Universidad Complutense y director asociado de Analistas Financieros Internacionales.

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