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El sueño de la voluntad produce monstruos

La Gran Hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962)

Frank Dikötter

Barcelona, Acantilado, 2017

Trad. de Joan Josep Mussarra

616 pp., 30 €

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1957 fue un año radiante para los visionarios. El 4 de octubre, la entonces Unión Soviética lanzó su Sputnik 1, el primer satélite artificial, y pocos días más tarde la perra Laika sería la «tripulante» del Sputnik 2. Esos acontecimientos pillaron por sorpresa a Estados Unidos, el otro gran contendiente en la Guerra Fría, y representaron un gran triunfo propagandístico para los soviéticos. El lanzamiento del Sputnik 2 coincidió con el cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique. En 1956, Nikita Jrushchov había profetizado que los avances del socialismo enterrarían al capitalismo occidental, un presagio que parecían confirmar las proezas tecnológicas soviéticas. En 1957, en los fastos conmemorativos de la revolución, se jactaba ante la crema del movimiento comunista internacional de que, en los próximos quince años, la Unión Soviética no sólo alcanzaría a Estados Unidos, sino que superaría a su rival en la producción de algunos productos decisivos.

A pesar del enfado que le había causado la denuncia del culto a la personalidad de Stalin en el informe secreto de Jrushchov al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en 1956, Mao aceptó el ofrecimiento del PCUS para ser el invitado de honor en el festejo revolucionario y se contagió del optimismo reinante. A su vuelta a Pekín, llevaba bajo el brazo un acuerdo secreto por el que los soviéticos se comprometían a entregarle la bomba atómica en 1959 y echaba su cuarto a espadas en la subasta de vaticinios. China no podía aún competir con los estadounidenses, pero estaba presta a batirse con un contrincante de su talla. En quince años superaría a Gran Bretaña, que todavía era en aquellos años una importante potencia industrial. El desafío iba a ganarlo el Gran Salto Adelante, una política de industrialización acelerada.

Los responsables de la planificación en China no tenían gran confianza en sus resultados, pero Mao se encargaría de recordarles que de nada sirven las estadísticas donde sobra corazón. Quisieran que no, los campesinos chinos tendrían que demostrarlo; no en balde, el éxito del Gran Salto Adelante iba a recaer directamente sobre sus espaldas. Y había que conseguirlo en muy poco tiempo. Movilizarlos era, pues, la tarea del momento para los activistas del partido y la vida en las comunas iba a organizarse con rigor y disciplina castrenses.

Las tierras habían sido ya colectivizadas tras la formación de la República Popular en 1949Dikötter ha estudiado en detalle el proceso de la reforma agraria maoísta y la formación de las comunas rurales en otro excelente libro, aún no traducido al castellano (The Tragedy of Liberation. A History of the Chinese Revolution 1945-1957, Londres, Bloomsbury, 2013).. Ahora las casas también quedaban confiscadas. Muchas de ellas se derribaron para utilizar sus materiales en la construcción de otros edificios considerados más necesarios (cantinas, dormitorios comunes, hospitales, asilos). Habitantes de pueblos y aldeas tuvieron que compartir casa con otras familias. A quienes se oponían se les retiraban las cartillas de racionamiento. En muchos lugares, las familias se veían obligadas a separarse, pues se exigía que hombres y mujeres vivieran en dormitorios separados. Las cocinas y sus enseres fueron pronto colectivizados. En adelante, la comida correría a cargo de cantinas colectivas, lo que creaba la oportunidad de emplear en los trabajos de la comuna a las mujeres liberadas de esas tareas.

La reacción inmediata entre los campesinos fue un consumo acelerado de las posesiones que podían comerse con facilidad. Mataban a sus animales y organizaban festines opíparos con ellos, pues carecían de incentivos para mantenerlos vivos. Mejor saciarse sin pensar en el mañana que verse forzados a entregar sus animales al Estado. En la provincia de Guangdong, tras la creación de las comunas, los funcionarios locales apreciaron un aumento del consumo de alimentos cercano al 60%. A menudo, los dirigentes caían en sus propias fantasías pensando que las comilonas eran resultado del entusiasmo creado por su política de crecimiento a ultranza. Con la irresponsabilidad que le caracterizaba, Mao era el primero en animar a sus compatriotas: «Debéis comer más. Comer cinco veces al día es algo razonable», decía en una de sus directivas. Pronto iban a pintar bastos.

A Mao le deslumbraba el modelo estalinista: hacer crecer a la industria sobre el pillaje de la agricultura. Pero la China de finales de los años cincuenta estaba aún más atrasada que Rusia en los treinta. La industria carecía de las bases mínimas para desarrollarse rápidamente en las ciudades. Como Mahoma con la montaña, Mao decidió llevar la industria al campo. En su sueño de utopista agrario, otorgaba a las comunas el protagonismo del desarrollo industrial y de la innovación nacionalista, esperando de esos monstruos de su fantasía el hallazgo de técnicas autóctonas que no exigiesen las enormes inversiones derivadas de su importación, para las que, por otra parte, el país carecía de fondos. De esa pretensión chusca iba a derivarse, al menos así lo creía el Gran Timonel, un vertiginoso aumento de la productividadFrank Dikötter, capítulo 8..

Para Mao, el mejor indicador del crecimiento lo constituía la producción de acero. En 1957, China había producido 5,35 millones de toneladas. La meta para 1958 era inicialmente de 6,2 millones, pero en una decisión, más que voluntarista, loquinaria, los dirigentes comunistas la elevaron a doce millones. Seguía otro cuento de la lechera: en 1960, China produciría más acero que la Unión Soviética; en 1962, con cien millones de toneladas, superaría a Estados Unidos, y en 1975 llegaría a setecientos millones. Más inmediatamente, a Gran Bretaña iba a dejarla atrás en siete años, no en quince. ¿Cómo conseguirlo? Instalando en las comunas pequeñas fundiciones que funcionarían con combustible local y todo el hierro que fuera posible encontrar. Ahí fueron a fundirse las calderos y sartenes de las cocinas requisadas a las mujeres, que ya no tenían que ocuparse del hogar.

Indudablemente, el reclutamiento forzoso de hombres y mujeres para trabajar en las miniacerías resultaba difícil, lo que obligó a medidas extraordinarias de presión por parte de las milicias del Partido Comunista. No eran difíciles de imponer cuando el acceso a la comida dependía de las cantinas colectivas. Quienes se negaban a trabajar o mostraban poco entusiasmo revolucionario veían sus raciones reducidas o, incluso, denegadas. Pronto iba a ser ése el régimen generalizado, hasta para los mejores trabajadores: «Estaba dispuesto el escenario para la guerra contra un pueblo al que las requisas hundirían en la peor hambruna que se haya conocido en la historia humana».

La puja por las cifras de producción de acero resultó un juego en comparación con las expectativas de cosecha. Cuando Pekín decidió que la meta de producción de cereal para 1959 sería de trescientos millones de toneladas, el secretario del Partido en la provincia de Yunnan, cuya población representaba un tres por ciento de la del país, calculó que su cuota estaría en torno a diez millones, así que, para no quedarse atrás, decidió subirla a 12,5. Los cálculos entusiastas de sus colegas dejaban también pequeños los números, ya de por sí enfebrecidos, del plan central. Lógicamente, este objetivo exagerado de producción exigía que las requisas, aunque se mantuvieran en porcentaje, crecieran en términos absolutos y, como los objetivos no se cumplían, menguaba aún más el volumen de alimentos que quedaba en las comunas. El plan central, por su parte, reducía los precios de compra de los cereales, con lo que los ya mermados ingresos de las comunas se veían aún más disminuidos.

El resto iba, ante todo, a las ciudades. No a todas por igual: también aquí había clases. Pekín, Shanghái y la provincia nororiental de Liaoning, donde estaba la mayor parte de la industria pesada del país, tenían precedencia sobre las demás. Adicionalmente, otra parte importante se exportaba. ¿Cómo explicar esa exportación cuando el hambre imperaba en China? Una parte, pequeña, se encaminaba a otros países socialistas como Rumanía o Albania, la gran aliada de China en su pelea con los revisionistas rusos; el resto, mucho mayor, se vendía en los mercados internacionales para allegar divisas con las que pagar las importaciones necesarias para el crecimiento de la industria. El Estado pagaba alrededor de ciento sesenta yuanes por tonelada y la exportaba a cuatrocientos, un beneficio del 150% que hubiera hecho palidecer de envidia a los más sagaces capitalistas.

La hambruna desatada por estas decisiones estrictamente políticas entre 1958 y 1961 ha sido descrita en sus más macabros detalles en algunos trabajos recientesEl más detallado, aparte del de Dikötter, se debe a Yang Jisheng. El padre de Yang fue una de las víctimas de la hambruna provocada por las criminales expectativas de crecimiento que Mao Zedong impuso a su partido y al país. Yang fue durante muchos años periodista en Xinhua, la agencia oficial de noticias. A partir de 1990 se dedicó a recoger documentación oficial y testimonios orales que culminaron en Tombstone. The Great Chinese Famine 1958-1962, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2012. El libro no puede ser comprado en China, «posiblemente», como dice la introducción de la edición estadounidense, «porque los materiales de Yang muestran a las claras la culpabilidad del presidente»., pero las estimaciones de muertes prematuras causadas por el Gran Salto Adelante no son fáciles de sustanciar a falta de documentación disponible. Sin embargo, todo apunta a una catástrofe de dimensiones ciclópeas: «La esperanza de vida en China, que era de cincuenta años en 1958, cayó por debajo de treinta en 1960; cinco años después, una vez que Mao paró de matar gente, había subido a cincuenta y cinco. Casi la tercera parte de los nacidos durante el Gran Salto Adelante no sobrevivió»Angus Deaton, The Great Escape. Health, Wealth, and the Origins of Inequality, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2013.. Hasta hace poco se situaba el número de muertes entre treinta y treinta y ocho millones, pero más recientemente se ha elevado a cuarenta y cincoDurante el mandato de Zhao Ziyang como secretario general del Partido Comunista de China entre 1987 y 1989 se constituyó un grupo formado por doscientos expertos para investigar este punto. Uno de ellos era Chen Yizi, que emigró a Estados Unidos después de la matanza de Tiananmén en 1989. Chen mantenía que el grupo había llegado a una cifra, aceptada actualmente por muchos, de entre cuarenta y tres y cuarenta y seis millones de muertes prematuras. Véase el Epílogo del libro de Dikötter.. Para hacerse una idea del desastre, conviene recordar que el número de muertos en la guerra antijaponesa (1937-1945), según la estimación del propio Partido Comunista, ascendió a veinte millones. En 1957, en un discurso pronunciado en Moscú durante las celebraciones del cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique, Mao había dejados estupefactos a sus oyentes con un pasaje referente a una eventual guerra nuclear. A él, dijo, no le preocupaba su estallido ni las muertes que pudiese causar«No me asusta una guerra nuclear […]. China tiene una población de seiscientos millones; así muriese la mitad de ella, aún quedarían trescientos. No temo a nadie». En ese mismo discurso calificó a Estados Unidos de tigre de papel. Sus palabras nunca fueron hechas públicas en China hasta el año nuevo chino de 2013, cuando el discurso fue reproducido por el Canal 9 de la televisión oficial dentro de una serie documental.. No debe, pues, sorprender que no le temblara la mano para poner en marcha el Gran Salto Adelante, aunque en su infantil arrebato marxista no reparara en el daño que iba a causar a su pueblo. Ni que se negara a aceptar los informes críticos que recibía desde el seno del Partido Comunista, en los que no veía sino maquinaciones de una guerra de clases que la burguesía infiltrada entre sus miembros no cesaba de fomentar.

Si alguna víctima del Gran Salto Adelante le dolía al Gran Timonel, no estaba entre esos cuarenta y cinco millones. Su único dolor lo producía, si acaso, el fracaso de su política disparatada de industrialización, que supuso un golpe definitivo a la galopada neoestalinista en que se había embarcado y, de paso, había impuesto a sangre y fuego a su partido y a su país. Clara muestra del fracaso de su modelo eran los buenos resultados obtenidos por aquellos años en Japón y en Corea del Sur, cuyas políticas de reforma agraria obtuvieron mucho mejores resultados económicos y políticosSobre la reforma agraria en Japón, véase Toshihiko Kawagoe, Agricultural Land Reform in Postwar Japan. Experiences and Issues.. Pero ambos países habían permitido la creación de un sector agrario eficiente compuesto mayoritariamente por pequeños y medianos propietarios, justamente el modelo desechado por Marx y aborrecido por Mao.

Un dirigente sensato hubiera podido aprender la lección, pero Mao Zedong era un izquierdista pertinaz. En vez de reconocer su fracaso, pasó el resto de sus días entregado a desenmascarar a los contrarrevolucionarios que, al parecer, rebullían en el seno del partido y no cesaban en sus conspiraciones, unas veces de derechas, otras de izquierdas. No otra cosa fue la Gran Revolución Cultural ProletariaVéanse los excelentes estudios de esa época de Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals, Mao’s Last Revolution, Cambridge, Harvard University Press, 2006, y del propio Frank Dikötter, The Cultural Revolution. A People’s History 1962-1976,  Nueva York, Bloomsbury, 2016.: un ajuste de cuentas con quienes habían dudado de sus logros o trataban de empujarlo a decisiones que, aunque fueran de su agrado, encerraban la posibilidad de una revuelta en su contra.

La economía china no creció prácticamente entre 1962 y 1976, el año de la muerte de Mao, pero que su pueblo sufriera males sin cuento nunca movió al Gran Timonel a salir de su ofuscación. Otros iluminados como él siguen insistiendo, aún hoy, en las virtudes de la planificación estatal y los vicios de la economía de mercado. No les vendría mal empaparse, en su edición castellana, de este trabajo notable por si les ayuda a cambiar de parecer. A veces se producen milagros.

Julio Aramberri es escritor.

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