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La cuestión vital: ¿cómo surgió y por qué la vida es como es? 

La cuestión vital. ¿Por qué la vida es como es?

Nick Lane

Barcelona, Ariel, 2016

Trad. de Joandomènec Ros

414 pp. 22,90 €

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Dejando a un lado las formas acelulares, los seres vivos que pueblan la Tierra se clasifican en tres grandes grupos o dominios: arqueos, bacterias y eucariotas. Los dos primeros están integrados por células simples, sin núcleo, llamadas procariotas, que han colonizado el planeta desde hace casi cuatro mil millones de años y son descendientes directos de las primeras formas de vida; poseen importantes diferencias bioquímicas y estructurales entre sí, lo que ha llevado a clasificarlos en categorías diferentes. El tercer grupo, los eucariotas, está formado por células complejas, que contienen un núcleo y otras estructuras membranosas internas, como las mitocondrias, de las que carecen los otros dos. Los eucariotas surgieron hace menos de dos mil millones de años y constituyen el único dominio que ha dado lugar a organismos pluricelulares complejos como los hongos, las plantas o los animales, formados en muchos casos por billones de células con funciones especializadas.

¿Cuándo y cómo surgieron las primeras formas de vida? ¿Por qué sólo los eucariotas han sido capaces de formar seres vivos pluricelulares con tejidos especializados? Si existe vida extraterrestre, como piensan la mayor parte de los expertos en el origen de la vida, ¿habrán evolucionado también organismos complejos? Estas y otras muchas preguntas similares no tienen todavía una respuesta de consenso en el ámbito de la Biología actual. El libro objeto de esta reseña, La cuestión vital, trata de dar respuesta a estos y a otros muchos interrogantes, y lo hace de una manera rigurosa, recogiendo lo mejor de las recientes investigaciones en el campo, evaluándolas de manera crítica y aportando ideas originales para la solución del problema. Su autor, Nick Lane, bioquímico del Departamento de Genética, Evolución y Medio Ambiente del University College de Londres, donde dirige el Programa sobre los Orígenes de la Vida, es no sólo un prestigioso investigador, sino también un magnífico divulgador científico. Su libro anterior, publicado en español con el título Los diez grandes inventos de la evolución (trad. de Joan Soler, Barcelona Ariel, 2009), obtuvo el premio de la Royal Society al mejor libro científico en 2010.

En este nuevo ensayo, Lane trata de centrar sus pesquisas en dos cuestiones bien definidas: el origen de las primeras formas de vida sobre la Tierra y el origen de la vida compleja eucariótica. En ambos casos tiene como principal referente científico los trabajos del reconocido investigador William Martin y sus colaboradores, entre los cuales el propio Lane ocupa un lugar destacado. La estrategia que sigue a la hora de abordar los dos problemas es similar: se trata de establecer los rasgos básicos que debería poseer el antepasado común más antiguo de, por un lado, todos los seres vivos actuales y, por otro, de sólo los eucariotas, para, a partir de ahí, tratar de comprender cómo pudieron surgir estas formas ancestrales y cuáles fueron los pasos evolutivos que permitieron su diversificación.

Se denomina LUCA (Last Universal Common Ancestor) al último antepasado común universal de todas las células actuales, es decir, al antepasado más reciente del que derivan todas las especies que existen hoy en día. La posibilidad que ofrece la Biología Molecular actual de secuenciar y comparar genes presentes en organismos muy distintos, tales como una ameba, un roble, una seta o un elefante, permite establecer genealogías, árboles de parentesco evolutivo, y estimar qué organismos están más próximos entre sí, cuáles provienen de otros y cuáles se diversificaron antes en ese metafórico árbol de la vida. Esta reconstrucción es posible en el dominio de los eucariotas porque el sistema de herencia es esencialmente vertical, de manera que una célula replica su ADN y reparte una copia completa entre sus dos células hijas. Si consideramos también los organismos pertenecientes a los otros dos dominios, arqueos y bacterias, surge un problema importante a la hora de rastrear el origen de los genes. Aunque éstos también replican el ADN y lo reparten entre las células hijas, existen mecanismos que permiten la adquisición de genes de otros procariotas, procesos conocidos como transferencia génica horizontal, con independencia de que su parentesco evolutivo sea próximo o lejano. Por ejemplo, una bacteria puede adquirir genes característicos de un arqueo o viceversa, lo que hace muy difícil la construcción de genealogías. Pese a ello, William Martin, analizando la secuencia de cuarenta y ocho genes presentes en todos los seres vivos, ha encontrado una evidencia lo bastante robusta como para afirmar que arqueos y bacterias son las dos líneas filogenéticas iniciales en las que se diversificó LUCA y que los eucariotas, como expondremos más adelante, constituyen una línea posterior que surgió por la endosimbiosis entre un arqueo y una bacteria. Sin embargo, su estudio es incapaz de determinar qué grupos dentro de bacterias o de arqueos son los más primitivos, esto es, qué grupos son aquellos a partir de los cuales derivan los otros en cada dominio.

Las propiedades hipotéticas de LUCA, reconstruidas por comparación de las estructuras comunes entre arqueos y bacterias, permiten pensar en un ser vivo provisto ya de las estructuras básicas procariotas. Como toda célula, poseía una compartimentación que la aislaba del exterior mediante una membrana plasmática primitiva; almacenaba la información en forma de secuencias de nucleótidos de ADN, utilizando el mismo código genético que comparten hoy todas las células; era capaz de transcribir y traducir esa información en proteínas, utilizando para ello ribosomas; poseía un metabolismo dirigido por catalizadores proteicos –enzimas– y un sistema de excreción para expulsar los productos finales al medio.

LUCA tenía que disponer también de una fuente de carbono para construir las distintas moléculas orgánicas necesarias para crecer y replicarse. Los organismos actuales obtienen ese carbono orgánico, bien capturando directamente materia orgánica del medio (heterótrofos), bien fabricándolo a partir de carbono inorgánico (autótrofos) que incorporan del exterior. Nick Lane propone que LUCA era un organismo que fabricaba su propio carbono orgánico, reduciendo moléculas de dióxido de carbono (CO2) que tomaba del medio. Un proceso diferente, pero similar en lo básico, a lo que hacen hoy en día los organismos autótrofos, como las plantas, mediante la fotosíntesis.

Por último, pero se trata de un aspecto decisivo, LUCA necesitaba un suministro de energía libre, como sucede en cualquier célula, procedente de reacciones químicas de oxidación-reducción que habría de impulsar su metabolismo. Este suministro energético debía invertirse en bombear y acumular protones en uno de los lados de la membrana, generando un gradiente de mayor a menor concentración entre ambos lados de la misma. La desaparición del gradiente, dejando que los protones atraviesen la membrana en busca del equilibrio a través de una proteína enzimática, la ATP sintasa, facilitaría la síntesis de ATP, la molécula por excelencia que utilizan las células para almacenar, en pequeñas dosis funcionales, la energía química que necesitan. Este mecanismo quimiosmótico, basado en el bombeo de protones, es la base energética de todos los organismos actuales, tal y como propuso por vez primera el genial bioquímico Peter D. Mitchell.

Lejos quedan las hipótesis predominantes durante el siglo pasado, basadas en las ideas del bioquímico soviético Alaksandr Oparin y las del británico John Haldane, de que los primeros seres vivos surgieron a partir de una sopa o caldo de moléculas orgánicas que se formaban y acumulaban en el agua de manera espontánea, elaboradas a partir de gases como el metano, el amoniaco y el hidrógeno, abundantes en la atmosfera primitiva, y utilizando las tormentas eléctricas como fuente de energía. Las últimas investigaciones, basadas en el análisis de cristales de circón y de rocas muy antiguas, inducen a pensar que la atmosfera primitiva era bastante similar a la actual, con nitrógeno, dióxido de carbono y vapor de agua como gases dominantes y en la que, eso sí, faltaba el oxígeno libre (O2), que no surgió hasta que no aparecieron las bacterias fotosintéticas hace unos dos mil ochocientos millones de años. En esas condiciones atmosféricas resulta impensable que la materia orgánica presente en los seres vivos surgiera de forma espontánea.

La hipótesis que propone Lane señala como escenario más probable para el origen de la vida las fumarolas hidrotermales alcalinas presentes en los fondos oceánicos. En estas estructuras, el agua de mar, fría y sometida a una fuerte presión, penetra en las rocas del fondo a través de una compleja red de microporos, se calienta y vuelve a subir formando un fluido menos denso, de carácter básico, cargado de hidrógeno (H2), fruto de la oxidación de los minerales de hierro y azufre presentes en las rocas de la corteza oceánica y del manto. La tesis de Lane es que el fluido alcalino que brota cargado de H2 y el agua del mar, ligeramente ácida, cargada de CO2, que penetra en la roca, se cruzaban en los microporos separados por las finas láminas de los átomos que forman la roca, dando lugar a un gradiente de protones, similar al que se produce en las membranas biológicas, pero de origen natural. En esas condiciones, teóricamente, es posible que el hidrógeno pueda oxidarse y reducir al CO2, utilizando como intermediarios átomos de hierro y azufre presentes en las láminas de los microporos, idénticos a los que utilizan las enzimas biológicas encargadas de las reacciones de oxidación-reducción. El CO2 se transformaría en moléculas orgánicas simples que podrían polimerizar en otras más complejas, aprovechando la propia energía que se desprende en el proceso. A partir de aquí, parece razonable asumir que las moléculas orgánicas formadas puedan concentrarse en algunos microporos, dando lugar a un microambiente similar al del caldo primitivo, pero estratégicamente situado en medio de dos flujos contrapuestos que generan una fuerza electroquímica causada por la diferente concentración de protones en ambos fluidos.

El paso siguiente sería la aparición de membranas que delimiten y engloben el concentrado de moléculas orgánicas y, con ello, la aparición de protocélulas. Lane no se ocupa en este libro de las hipótesis que se barajan para explicar la transición de esas protocélulas en células auténticas; pero está convencido de que LUCA surgió en este ambiente de microporos. Y aún más, dado que lo único necesario para iniciar el proceso son elementos como rocas, agua y CO2, cree verosímil que la vida haya podido surgir en muchos lugares, puesto que estos elementos deben de ser muy comunes, por ejemplo, en los miles de millones de planetas similares al nuestro que existen sólo en la Vía Láctea, la galaxia de que formamos parte.

Según Lane, LUCA pronto se diversificó en dos grandes grupos –los arqueos metanógenos y las bacterias acetógenas– a partir de los cuales han surgido todos los procariotas actuales. La capacidad de los procariotas para colonizar todo tipo de medios y para explorar múltiples soluciones bioenergéticas, a partir de lo que en su origen fueron gradientes naturales de protones, resulta fascinante. Se trata de un proceso de radiación adaptativa darwiniana sobre la base de mutaciones aleatorias y selección natural, en el que los organismos unicelulares disponen, además, de la posibilidad de obtener genes de otros organismos a través de la transferencia génica horizontal.

Lane llama nuestra atención sobre la circunstancia de que, a pesar de esta prodigiosa capacidad de adaptación, los procariotas han sido incapaces de explorar con éxito el camino de la complejidad, esto es, su transformación en células grandes dotadas de orgánulos y en organismos multicelulares provistos de células que se especializan en tareas concretas en beneficio del conjunto. La complejidad es exclusiva del dominio eucariota. Los análisis de ADN permiten apostar por un origen común, monofilético, para todos los eucariotas actuales. Por ello, Lane sugiere que la formación de los primeros eucariotas es el resultado de un proceso singular, único, y que existen poderosas restricciones internas de desarrollo que frenan e imposibilitan la aparición de células más grandes y complejas a partir de las procariotas. Si no fuera así, sería de esperar un origen polifilético de los eucariotas a partir de grupos diferentes de procariotas, algo que, sin duda, no ha sucedido.

Las dos últimas partes de la obra están dedicadas a explorar precisamente la aparición de las células eucariotas y a hacer previsiones sobre qué podemos esperar, dado su origen evolutivo, sobre el futuro de algunos rasgos que nos afectan tanto a los seres humanos, como el envejecimiento o el cáncer. Lane describe, a partir de las estructuras comunes a todos los eucariotas actuales, las características del último antepasado eucariota común a todos ellos, conocido con el acrónimo LECA (Last Eukaryotic Common Ancestor). Se trataba de una célula compleja, con núcleo, con un sistema de endomembranas, con mitocondrias y un citoesqueleto dinámico formado por proteínas alargadas como la actina.

Lane elabora, a partir de las ideas de algunos de los principales investigadores del campo y de las suyas propias, un conjunto de hipótesis sobre las etapas claves que han permitido, primero, la aparición del LECA y, después, su diversificación en los distintos grupos de eucariotas. Su tesis principal es que la evolución de la célula eucariota fue un proceso fortuito que se produjo gracias a la endosimbiosis entre un arqueo, que actuó como célula patrón, y una bacteria, similar a las alfa-proteobacterias actuales, que terminó por convertirse en el endosimbionte antecesor de lo que después han sido las mitocondrias. Fue Lynn Margulis la primera en argumentar de manera sólida el origen endosimbiótico de algunos orgánulos de las células eucariotas, tales como las mitocondrias y los cloroplastos, algo hoy en día totalmente aceptado, y también el de otros como cilios y flagelos cuya veracidad se cuestiona. Lane reconoce el papel de Margulis a la hora de entender la génesis de la célula eucariota, pero discrepa de ella en el sentido de que considera crucial para su evolución la endosimbiosis inicial que dio origen a las mitocondrias.

Para el autor, esta primera simbiosis permitió eliminar las restricciones al desarrollo que sufren los procariotas al proporcionar la energía necesaria para impulsar la complejidad. Mientras las mitocondrias han adaptado el tamaño de su genoma al mínimo posible –las nuestras codifican sólo trece proteínas–, lo que les permite reproducirse a gran velocidad, la célula patrón eucariota pudo aprovecharse de las enormes aportaciones de energía que le proporcionaron sus simbiontes mitocondriales para aumentar su genoma y favorecer la génesis de endomembranas y del citoesqueleto proteico. Este ha sido el punto clave: Lane sostiene que la energía disponible por gen en una célula eucariótica es en torno a doscientas mil veces mayor que la que tendría una procariota con un volumen y un tamaño de genoma similar. La abundancia de energía permitió ralentizar la realización del sueño de toda célula –dividirse en dos– hasta no alcanzar una superficie, un volumen y una complejidad celular lo bastante grandes. Baste decir, a título de ejemplo, que los seres humanos producimos, gracias al bombeo de protones en nuestras mitocondrias, diez mil veces más energía por gramo que el Sol, ya que en éste sólo una minúscula fracción está experimentando en cada momento reacciones de fusión. Lógicamente, el Sol produce en conjunto muchísima más energía por su descomunal tamaño.

La tesis de Lane difiere de la idea defendida por otros autores de que la evolución de los eucariotas fue impulsada por la presencia de oxígeno libre en la atmosfera gracias a la aparición hace unos dos mil ochocientos millones de años de las bacterias fotosintéticas. El oxígeno permitió la respiración aerobia y, con ella le expansión de los organismos aerobios que, como las alfa-proteobacterias, oxidan materia orgánica para obtener energía. Lane discrepa de esta tesis, ya que, si la evolución hacia la complejidad dependió de un factor ambiental como la presencia de oxígeno libre, sería difícil de explicar por qué todos los eucariotas parecen tener un origen común.

Lane construye una teoría que trata de ser verosímil, convincente, pero que, al tiempo, descansa sobre un suceso singular, de baja probabilidad, que podría no haber sucedido. La posibilidad de que un procariota penetre dentro de otro es baja, pues ha de atravesar la pared celular, pero se conocen casos en los que esto ha ocurrido. El destino final más probable es que el parásito, si logra vencer las defensas de la célula hospedadora, prolifere en un medio idóneo para la vida como es el intracelular y termine por destruir a la célula patrón. En caso contrario, será él el aniquilado. Pero si, de manera fortuita, se consigue la transformación de una relación competitiva en una cooperativa, pueden salir ganando ambos, la célula patrón y el simbionte. Esto es lo que pasó, según el autor. Si está en lo cierto, igual que es de esperar que haya vida similar a la de arqueos o bacterias en otros muchos planetas, resultaría mucho menos probable que la vida pluricelular compleja haya surgido en otros lugares del universo y, con ella, la vida inteligente.

A partir de este hecho, Lane va describiendo de manera atractiva las distintas etapas que han permitido la evolución de los organismos eucariotas actuales. La lista de hipótesis proporciona explicaciones ingeniosas sobre cuestiones tan llamativas como por qué existen sólo dos sexos; por qué las mitocondrias del nuevo cigoto son transmitidas siempre por los gametos de uno de los sexos, en nuestro caso los óvulos; o por qué se diferencia en los animales una línea germinal (en la que funcionan al máximo los sistemas de reparación y mantenimiento del genoma para intentar reducir las mutaciones al mínimo) y una línea somática (en la que se relajan estos mecanismos, provocando a la larga procesos como el envejecimiento o el cáncer). La fuerza selectiva presente en estas explicaciones surge de la necesidad de armonizar el genoma de las células patrón eucariotas con el genoma de las decenas, cientos o, a veces, miles de mitocondrias que poseen en su interior. Cualquier desacople entre las proteínas mitocondriales codificadas en el genoma de la célula y las codificadas en el genoma mitocondrial puede ser fatal. Por ejemplo, un veneno como el cianuro, que bloquea el bombeo de protones en las mitocondrias, genera un desajuste tal que provoca el suicidio celular y, con él, la muerte del organismo. Algo similar se produce, a nivel celular, por mutaciones mitocondriales que bloquean la cadena de transporte y acumulan radicales libres, provocando el envejecimiento y la muerte celular.

Lane construye sus argumentos con rigor y claridad expositiva, mostrando las evidencias existentes a favor de las mismas, pero dejando claro que estamos en un proceso científico en construcción, donde nuevos datos pueden dar al traste con las mismas y obligar a apostar por otras diferentes. Sirva como ejemplo de lo dicho la publicación en febrero de 2016 de un artículo en Nature firmado por dos investigadores, el griego Alexandros A. Pittis y el español Toni Gabaldón, del Centre de Regulació Genòmica (CRG) de Barcelona, en el que se defiende, analizando y comparando secuencias de ADN, una tesis contraria a la de Lane: que la incorporación de las mitocondrias en la evolución de las células eucariotas fue un proceso tardío. El análisis y las conclusiones del trabajo están siendo objeto de una intensa polémica y han sido cuestionados, entre otros, por el mencionado William Martin (lo que ha dado lugar a su vez a una contrarréplica de Gabaldón). Dejando a un lado el tono innecesariamente agrio de la misma, la disputa muestra cómo funciona la actividad científica en un campo como éste, en el que el debate está abierto y se sustenta sobre evidencias todavía débiles.

Antes de finalizar esta reseña, nos gustaría destacar que el principal mérito del libro, a saber, el ser una espléndida puesta al día, de carácter divulgativo, sobre un campo que ha experimentado una auténtica revolución teórica en las dos últimas décadas, es también su principal inconveniente para un lector no especialista. A pesar de los esfuerzos del autor por ser claro y didáctico, lo que sin duda consigue, pensamos que no es suficiente para que un lector sin cierta formación biológica previa pueda llegar a entenderlo, a disfrutarlo. La posibilidad de que estemos equivocados en nuestra apreciación debería impulsar también a intentarlo a este tipo de lector.

Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).
 

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