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Ciencia de la longevidad

La ciencia de la larga vida

Valentín Fuster y Josep Corbella

Barcelona, Planeta, 2016

240 pp. 19,50 €

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De acuerdo con la declarada intención de sus autores, este libro ofrece una visión integral del envejecimiento que es ciertamente de una claridad sorprendente si se tiene en cuenta la complejidad del problema abordado. Es, además, un auténtico libro de autoayuda, a pesar de que lo nieguen ellos lo nieguen en el prólogo, al tiempo que añaden, contradictoriamente, su propósito de ofrecer al lego las claves para «tomar el control de su propia salud». Pongo por delante que, en mi opinión, éste es el mejor libro de esta naturaleza que he leído hasta ahora.

Antes de entrar en su contenido, me parece apropiada una digresión sobre el debate actual en torno a la duración potencial de la vida humana, que unos consideran establecida entre los ciento quince y los ciento veinte años, mientras que otros piensan que dicho límite podrá ser superado conforme se avance en nuestros conocimientos de la biología del envejecimiento. Los autores del libro que nos ocupa no entran en este debate, pero se alinean más o menos implícitamente con el primer bando.

El récord de longevidad lo ostenta la francesa Jeanne Calment, que murió de muerte natural a los ciento veintidós años de edad y que tiene repetidas apariciones a lo largo del libro de Fuster y Corbella. Esta singular mujer, que de niña despachó una caja de lápices de colores a Vincent van Gogh en la tienda de su padre, parece que fumó desde los veintiuno hasta los ciento diecisiete años y sólo tuvo verdaderos problemas de salud, incluidas ceguera y sordera, en sus últimos cinco años de vida.

Quienes defienden que el récord de Calment será difícilmente superable se basan sobre todo en estudios demográficos, como uno recientemente publicado en la revista Nature. En dicho estudio se comprobó a partir de los datos demográficos que la edad en que la esperanza de vida se incrementaba más rápidamente había ido aumentando hasta estacionarse en los noventa y nueve años en 1980. Desde entonces, la supervivencia de los de esta edad apenas ha aumentado, lo que apunta a que está tocándose un techo que sería el potencial de la especie humana. Esta y otras observaciones apoyan la tesis de que hay un límite natural a la duración potencial de la vida. Cada especie tiene su propio límite, y éste puede variar de modo extremo entre especies, incluso entre las muy próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo.

Quienes defienden que el límite podrá ser rebasado eventualmente aducen que en nematodos, ratones y moscas, por ejemplo, se han logrado superar sus límites vitales por interferencia con las señales de crecimiento o por restricción calórica y que, en células humanas en cultivo, se ha logrado un rejuvenecimiento mediante una enzima que alarga los telómeros, que son como unas capuchas protectoras de los cromosomas cuya degradación está asociada al envejecimiento y la enfermedad. En realidad, el debate radica más bien en qué es lo que decide resaltarse, ya que la existencia de un límite genético actual a la supervivencia natural del ser humano no excluye la posibilidad de que este límite pueda ser vencido artificialmente en un futuro más o menos lejano. En el caso de los humanos, los experimentos de modificación artificial del límite vital están severamente restringidos y es difícil que algunas de las manipulaciones que se requerirían fueran aceptables.

Puede decirse que el núcleo duro del libro de Fuster y Corbella está en los capítulos titulados «Los secretos de los centenarios» (séptimo), «Las zonas azules» (octavo) y «Por qué las mujeres viven más» (noveno), en los que se examina, respectivamente, cómo determina la genética cuánto podemos llegar a vivir y cómo influye en la longevidad el ambiente en que vivimos. Lo que un individuo llega a ser, su fenotipo, es el resultado de la interacción de los genes, su genotipo, con el medio ambiente, que es como se formula en los libros de genética el «yo soy yo y mi circunstancia» de Ortega.

La supercentenaria Jeanne Calment, que confesaba el consumo de alrededor de un kilo de chocolate a la semana y su afición al vino de Oporto, nunca se preocupó especialmente por mantenerse en forma, aunque circuló en bicicleta hasta los cien años. Confesaba en broma que el buen humor y la calma nunca le habían faltado –no en vano se apellidaba Calment– y repetía con una sonrisa: «Nunca he tenido más que una arruga, y estoy sentada sobre ella». Un caso como el de esta mujer da pie a los autores a preguntarse por qué algunas personas pueden llegar a edades muy avanzadas sin esfuerzo aparente y otras, en cambio, no.

Los centenarios no son muy frecuentes (uno por seis mil personas en Estados Unidos), pero hay suficientes como para que se hayan emprendido diversos estudios sobre cuáles son sus secretos. La primera observación común a todas estas investigaciones es la de que la longevidad extrema es una característica que va por familias, lo que desvela un decidido componente genético. Esto no quiere decir, sin embargo, que esté determinada por uno o por pocos genes, sino que, como confirman las investigaciones realizadas, son muchos los genes que tienen una influencia pequeña sobre ella. Cada uno de estos genes tendrá sus variantes y nuestra base genética con respecto a la longevidad potencial dependerá del repertorio de variantes de dichos genes que nos haya tocado en suerte. Sin embargo, la observación más importante, según señalan los autores, es la de que los datos contradicen la opinión tan extendida de que «no merece la pena vivir muchos años, porque sólo significaría vivir más años con mala salud». La realidad es que «los nonagenarios, centenarios y supercentenarios demuestran exactamente lo contrario: cuanto más vivimos, menos tiempo pasamos enfermos».

Del entorno en sentido lato depende que los genes pertinentes se expresen de forma óptima para que se alcance el máximo potencial que de ellos pueda derivarse. Es decir, el medio físico, el estilo de vida, el entorno social y, en general, los estímulos externos a que estemos expuestos determinarán si se alcanza ese máximo o si nos quedamos a medio camino. A principios del pasado siglo se había identificado en la región de Barbagia (Cerdeña) una zona con la mayor incidencia de longevos que se conocía hasta el momento. Esta zona, aislada entre las montañas, se marcó en el mapa con tinta azul, lo que dio lugar a que los lugares con alta tasa de longevidad que se encontraron después se designaran «zonas azules». Fue el explorador norteamericano Dan Buettner quien se lanzó a la búsqueda de estas zonas azules y llegó a identificar cuatro adicionales: la isla de Okinawa en Japón, la isla de Icaria en Grecia, la península de Nicoya en Costa Rica y la comunidad de Loma Linda en California. En todos los casos se trata de zonas aisladas, islas de facto, marítimas o terrestres, no necesariamente prósperas, en las que los centenarios encuentran una razón para vivir, algo que da sentido a sus vidas, y llevan una vida activa tanto física como social, no fuman, tienen una dieta rica en vegetales y dan importancia a la vida familiar.

Está plenamente demostrado que las mujeres son más longevas que los hombres y se ha atribuido principalmente esta diferencia a la influencia de las hormonas sexuales, la testosterona en los hombres y los estrógenos y la progesterona en las mujeres, pero esta imputación está muy lejos de haber sido demostrada plenamente. Además, los posibles tratamientos exógenos con hormonas tienen riesgos indudables, aparte de los posibles beneficios. Con el metabolismo de la longevidad no es fácil jugar impunemente.
Los capítulos centrales que acabamos de glosar vienen precedidos por otros (primero al sexto) en los que se describe en qué consiste el envejecimiento en las células, los tejidos y los individuos, e inciden sobre la idea de que, si bien la edad cronológica no es modificable, la biológica sí lo es, aunque no revirtiéndola, sino frenándola o acelerándola, según las pautas de comportamiento que se adopten.

En la segunda mitad del libro (capítulos décimo al vigésimo primero) se trata de las formas de vida que favorecen el pleno cumplimiento de nuestro potencial genético para la longevidad. Esta parte merece especial atención del lector, no tanto porque aporte grandes novedades, sino porque desmonta no pocas creencias populares. En qué consiste el bienestar físico y emocional, cómo mantener una actividad física saludable, los falsos mitos del declive cognitivo, la vida sexual, la dieta aconsejable para la longevidad y las falsas ideas sobre los antioxidantes, entre otras cuestiones relacionadas, se tratan aquí según sus fundamentos científicos de una forma asequible.

El libro se cierra con «veinte consejos básicos para disfrutar de una larga vida» que poco añaden a lo anteriormente descrito, pero que pueden servir de recordatorio de lo leído en tiempos posteriores a la lectura. La descripción del envejecimiento a nivel celular es tal vez lo más confuso de un libro que brilla por la eficacia de unas explicaciones para el lector normal que son de gran simplicidad, sin perder rigor científico, y que hacen que resulte muy fácil la lectura. La presentación es de gran pulcritud y las ilustraciones, sobriamente dosificadas, forman parte de las conclusiones de cada capítulo, que contienen también breves frases en caracteres grandes que resumen su contenido. ¿Ha sido este logro fruto de la sinergia entre un científico y un periodista? Yo creo que sí.

Coautor de centenares de trabajos de investigación, muchos de ellos muy citados, Valentín Fuster es jefe médico (clínico y científico) del Centro Cardiovascular del Hospital Mount Sinai de Nueva York y, durante una semana al mes, director del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) en España. Estamos ante un líder científicamente prestigioso, con dotes especiales de gestión y de captación de fondos públicos y privados, que coopta y aglutina a un equipo de investigación muy competente y numeroso, cuyos trabajos publicados llevan generalmente su firma. Si, como es su caso, además publica asiduamente libros de divulgación, no hay más remedio que preguntarse de dónde saca el tiempo. Después de leer el presente libro, no me cabe duda que lo saca de algún sitio. Bien es cierto que tanto en la divulgación como en la investigación ha sabido rodearse de colaboradores de primera fila, tales como los prestigiosos periodistas científicos Javier Sampedro (El País) y el propio Josep Corbella (La Vanguardia), con quien ya lleva cuatro de estos libros que deberían ser de lectura obligada para la educación de los ciudadanos.

Francisco García Olmedo es miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos. Ha sido catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid (1970-2008). Sus libros de divulgación más recientes son El ingenio y el hambre (Barcelona, Crítica, 2009), Fundamentos de la nutrición humana (Madrid, UPM Press, 2011) y Alimentos para el medio siglo (Madrid, Fundación Esteyco, 2014).

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