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Un lugar común llamado Goya

Goya en las literaturas

Leonardo Romero Tobar

Madrid, Marcial Pons, 2016

384 pp. 28 €

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Quien aspire a dar cumplida cuenta de los distintos modos en que la vida y, sobre todo, la obra de Francisco de Goya ha sido recreada, homenajeada o comentada en textos literarios, ha de ser perfectamente consciente de que lo que tiene entre manos es, por definición, un work in progress, estrictamente interminable, y que lo es no tanto por la dificultad casi quimérica de desenterrar y recopilar todas las referencias del pasado como por el hecho evidente de que la potencia visual y la capacidad de impactar de determinadas imágenes del pintor aragonés van a seguir produciendo literatura, o al menos coloreándola, ilustrándola, enriqueciéndola. En ese sentido, el profesor Leonardo Romero Tobar ha publicado una monografía muy notable, tanto por lo lejos que llega al encontrar «ítems» goyescos como por la pulcritud con que los ordena y los comenta. Por desgracia, y dado que estamos también ante un trabajo panorámico, y que, por tanto, ha de ir más a lo ancho que a lo hondo, se trata más de una colección de referencias bibliográficas que un análisis exhaustivo de las mismas, pero Romero Tobar no ha renunciado en absoluto a extraer varias conclusiones significativas y reveladoras de ese repaso cronológico, temático, histórico e ideológico.

Es relativamente fácil de explicar, por el talento con que fueron pintados, la presencia permanente de algunos grabados y cuadros de Goya en el imaginario universal, su larga fecundidad en forma de reflejos, glosas o intentos de reelaboración verbal más o menos exitosos. Lo que este libro recoge, ordena y glosa es lo que su sencillo título anuncia (aunque el plural del rótulo es muy sabio, y más significativo de lo que pueda parecer a primera vista): la huella indeleble de la particular mirada de Francisco de Goya en las diferentes manifestaciones literarias, dejando a un lado, por razones obvias, lo que los historiadores del arte han dicho en manuales, catálogos o estudios. Quienes comparecen aquí son, pues, novelistas, poetas y dramaturgos (pero también cineastas), y lo cierto es que el número impresiona, algo que puede comprobarse rápidamente en ese útil apéndice cronológico titulado «Relación de los textos literarios comentados», colocado entre las sucintas «Referencias bibliográficas» y el (imperfecto) «Índice onomástico».

Pero, como decía arriba, lo importante de esta monografía es que no se trata de una simple colección de citas, una recopilación de referencias, una suerte de summa goyesca que se quede en el rastreo en las bibliotecas, sino que Romero Tobar consigue llegar bastante lejos en lo analítico, tras estudiar los materiales reunidos y reflexionar sobre el modo en que cada época ha vuelto los ojos hacia Goya, pues, en efecto, cada tiempo lo ha adaptado un tanto a sus intereses, a sus obsesiones, a sus objetivos. El Goya de los románticos no es, desde luego, el mismo que el Goya contemplado, por ejemplo, desde la oposición al franquismo, y en épocas de guerra o de indignación popular ante determinados disparates sociales se hizo recurrente la utilización, más o menos justificada, más o menos hábil, de imágenes del pintor. Por poner otro ejemplo, es completamente verdad que en el ámbito aragonés «la imagen de Goya funciona como un referente de identificación colectiva», como afirma el autor en la página 144: quien escribe esta reseña es también zaragozano y se ha preguntado varias veces si será verdad que Goya acertó a sintetizar, concentrar y expresar de modo sublime todas esas supuestas características locales (sean las que sean), o si, dado el enorme poder de su pintura, cabe preguntarse si no habremos acabado todos esforzándonos por adaptarnos a su idioma simbólico, por vivir y pensar como si estuviéramos posando para él, por comportarnos invariablemente de modo que pueda sugerirse alguna genética, pero también telúrica, analogía con el Duelo a garrotazos, Los fusilamientos del 3 de mayo o incluso Saturno devorando a sus hijos. Y, además, esta territorialidad puede ampliarse para hacerse nacional, pues también pueden extraerse muchas imágenes definitivas para hablar de una España total, desde los boatos de la corte hasta los suburbios (con visitas frecuentes a «la España negra»), y de la tauromaquia al «majismo»”, desde los juegos populares y callejeros a, en fin, la crudeza de la guerra. Incluso ese enigmático díptico de la maja recostada, vestida o desnuda, se puede extrapolar y trascender para erigirlo en una alegoría de dos formas de entender la intimidad.

Lo cierto es que muy probablemente ha sido la perspectiva extranjera la que, sin necesidad de simplificar las cosas demasiado, ha visto en Goya a todo un paradigma de España, y ha contemplado su obra como el producto más acabado, rico y polisémico de la crítica y entrecortada modernidad en nuestro país. Una vez más, Romero Tobar ha de desistir de explorar lo que los historiadores foráneos nos han enseñado sobre el pintor, pero sí atiende a lo que sus escritores literarios han sabido ver y aprovechar (pero ni siquiera se detiene en lo que éstos han escrito fuera de la literatura, en ensayos, conferencias o artículos, de modo que, por ejemplo, quedan fuera esos dos magníficos capítulos que Siri Hustvedt dedicó a Goya en Los misterios del rectángulo). Lo mejor de este libro está, pues, en el rastreo casi exhaustivo que, de la mano de los antecedentes aportados por Neil Glendinning, se hace de Goya como tópico literario, como fuente de inspiración, de recreación y de interpretación. Goya, en fin, como lugar de encuentro. Y lo peor del libro, por tanto, viene por añadidura, y no es algo que pueda reprocharse al autor: me refiero, por supuesto, al hecho de que una buena porción de los textos recogidos y atendidos aquí no son precisamente memorables y, especialmente en lo que respecta a la poesía, muchos de los versos que leemos no hubieran merecido su reproducción (por ejemplo, los que se basan en la écfrasis plana, tal vez una de las regiones más facilonas y estériles de la poesía). Alguien podría pensar que Romero Tobar debería haber hecho un trabajo de selección, de filtro, aplicando un criterio de calidad y atendiendo sólo a lo notable o sobresaliente, desechando los testimonios menos sólidos, pero lo cierto es que si queremos entender cómo ha sido escrito Goya (y, por tanto, cómo ha sido «leído», qué hemos hecho con él), la literatura mediocre es igualmente reveladora. Si sólo se hubiera estudiado lo talentoso estaríamos ante otro libro, probablemente más fluido, y grato sin interrupción, sin obstáculos, pero mucho menos informativo, y se nos habrían escatimado textos que, a su manera, dan cuenta también de lo que aquí interesa, y nos hablan de un Goya feroz y colérico, o de un Goya melancólico y exiliado, o de un Goya cortesano, o de un Goya jacobino.

Hasta la literatura infantil ha bebido en nuestro pintor (Bernardo Atxaga convirtió en 1998 al Perro semihundido –una de las pinturas más misteriosas, sugerentes y hermosas que conozco– en su simpático personaje Bambulo), y Romero Tobar nos informa (en su último capítulo, dedicado al cine) de que incluso la industria pornográfica ha tenido cosas que decir al respecto. Lo importante, en todo caso, es que Goya se convirtió pronto en una de esas extrañas y escasas figuras, digamos, «ecuménicas», que suscitan unanimidad, que resultan indiscutibles, y ya no sólo como virtuosos de su arte, sino como genios, como glorias nacionales, como aglutinantes de valores imprecisos, ejemplaridades diversas y significados eternos, al margen de ideologías políticas, tendencias artísticas o perspectivas religiosas. Alguien fiel a sí mismo, noble en la desdicha y humilde en la fama, que, como Velázquez, sabe pintar primorosamente a la familia real sin dejar de tener un ojo puesto en los inocentes.

Desde que se publicó este Goya en las literaturas no han dejado de aparecer nuevos guiños goyescos, más o menos sustanciosos, en posteriores novedades editoriales. El poeta andaluz José Mateos, por ejemplo, ha dedicado un estupendo poema, sencillamente titulado «Goya», en su último libro, Otras canciones («Pintaré los murciélagos del odio / y los perros que tiñen de oscuridad y sangre / las páginas de Historia. // Pintaré mamarrachos y discordias. // Porque el mal que hace uno / es de un color que nos acusa a todos»; Valencia, Pre-Textos, 2016, p. 56). En la primera traducción al español de las Crónicas de la primera Guerra Mundial de Rudyard Kipling podemos comprobar que el premio Nobel inglés también se acordó del pintor de Fuendetodos al observar a las tropas en las trincheras, impresión que demuestra la enorme e influyente fuerza icónica de la serie de grabados Los desastres de la guerra («Había galerías subterráneas, antecámaras, rotondas y túneles de ventilación en medio de un juego enloquecedor de luces cruzadas, de tal manera que, mirase uno a donde mirase, lo que veía era un cuadro de hombres de armas pintado por Goya»; trad. de Amelia Pérez de Villar, Madrid, Fórcola, 2016, p. 39). El pintor Ramón Gaya, por su parte, al leer en 1950 el último libro de Juan Ramón Jiménez, opinaba contundentemente que Animal de fondo es «lo más importante que ha hecho España desde Goya», lo cual da cuenta del privilegiado lugar en que alguien tan difícil en sus admiraciones como Gaya colocaba al aragonés (Cartas a sus amigos, Valencia, Pre-Textos, 2016, p. 208). Son sólo tres nuevas pruebas que demuestran que lo que Romero Tobar, al cabo, quiere expresar en su libro es exacto, y que lo de Goya no es –no puede ser– una moda, sino que su influencia y su vigencia son todavía fecundas: una inspiración permanente.

Juan Marqués es poeta y crítico literario. Es autor de los poemarios Un tiempo libre (Granada, Comares, 2008) y Abierto (Valencia, Pre-Textos, 2010).

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