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Gloria, lamento y bondad del artista

El compromiso del creador. Ética de la estética

Félix Ovejero Lucas

Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2014

448 pp. 24 €

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A este libro de estimulante lectura lo grava un poco su diversidad; no su ambición, que es tan de agradecer en la actualidad ensayística de nuestra lengua y está siempre sostenida por un discurso claro y una base de conocimientos muy amplia. Al mismo tiempo, la variedad era, casi diríamos, obligatoria, cuando una obra se titula El compromiso del creador y se le añade el subtítulo Ética de la estética. Grandes palabras, pues, y grandes excursos, que Ovejero Lucas trama con pericia en una escritura que no desdeña el apunte periodístico, el guiño a la actualidad, las referencias precisas al cine del Oeste y la opinión partisana, expresada a veces con mordiente malicia.

La ordenación de los temas no es histórica, aunque uno de sus logros es que el lector menos avezado pueda en cierta medida seguirlo como una puesta al día o recorrido del estado de la cuestión, la cuestión palpitante, que habría que escribir en plural, pues Félix Ovejero Lucas se ocupa de la moralidad del arte, de la necesidad del arte, del valor del arte y, en una extensa parte segunda, que comprende los capítulos VII-X, de la naturaleza y el temple de los artistas. El compromiso del creador empieza de modo sugestivo con una batería de citas, y hay que decir, pues no es banal, que el autor tiene un especial talento para escogerlas, sin el capricho apodíctico que en tantas ocasiones empaña ese difícil arte de encabezar una obra o un capítulo. (Los novelistas españoles contemporáneos, por ejemplo, son muy dados al vicio de estropear un buen relato con el pórtico de una frase bombástica o un verso incongruente aunque prestigioso.) No es el caso aquí, ya que resulta posible entender las citas como el «bajo continuo» del soliloquio entonado por el filósofo barcelonésOvejero abusa, sin embargo, de las notas a pie de página, que no sólo distraen de la atención prestada al texto, sino que, por su amontonamiento, llegan a hacerse molestas y dar la impresión de que el autor busca excesivamente el soporte de la autoridad competente..

De las seis citas iniciales, me quedo con la última y más franciscana, la de Rafael Cansinos Assens: «Yo envidiaba a los hombres anónimos, a los artesanos que practican un arte útil y modesto y se miran unos a los otros con buenos ojos apacibles en las tertulias de los sábados; y no se atacan entre sí por razones de su arte, ni van a echarse fango en las puertas de sus tiendas». A continuación, en la misma página 11, viene una anécdota, sacada de un libro de Jean Clair, en la que el protagonista es Ernst Gombrich, quien en una entrevista estableció un paralelo entre ciencia y arte que sobrevuela de modo persistente aunque intermitente todo el libro de Ovejero. Gombrich lamenta que mientras en las universidades los científicos discuten de códigos genéticos, tal vez en el mismo edificio, unos pocos despachos más allá, sus colegas historiadores del arte polemicen sobre el orinal que Duchamp envió a una célebre exposición. Así quedan enunciadas figuradamente la decencia o moralitas del intelectual y la bula moderna del artista, dos nociones opuestas y trascendentes que van a formar el cañamazo de El compromiso del creador.

Su autor enseguida actúa, y lo sigue haciendo sin trampa en todo el libro, como abogado del diablo de su propia causa (o inclinación), que es la preferencia por el bien moral deslindado pero no por ello incompatible con la buena obra artística. Oscar Wilde y Céline son dos de los ejemplos traídos por él a colación, un cínico el primero, un rufián el segundo, los dos de incomparable valía literaria. «¿No queda otra, entonces, para ser un buen artista, que comportarse como un hijo de Satanás?», se pregunta. A continuación aparece Hegel en el discurso, como no podía ser menos, y Ovejero señala con mucho sentido que el ponderado concepto de «muerte del arte» no concierne tanto a su fin como a su falibilidad: el arte dejaba de ser necesario porque sus fuerzas ya no se entregaban a la mejora o educación del espíritu, aunque, naturalmente (y lo sabemos nosotros por ser hegelianos póstumos), lo que moría ante los ojos impávidos y avizores del filósofo alemán franqueaba el paso al progreso negativo o educación malsana del espíritu que, en los ciento setenta años posteriores a su propia muerte en Berlín, dio carta de naturaleza a «el espíritu que niega», en la amenazante y autoconvencida declaración que repite sin cesar en su extraordinaria ópera el Mefistófeles de Arrigo Boito.

Tras explorar las estribaciones del arte desnortado y el arte fenecido, el capítulo II da un giro hacia los mercados, muy característico de este libro que no es sistemático ni sólo argumentativo, gustando Ovejero de la divagación acompañada por la poesía, la pintura, la novela, el artículo y hasta el thriller: una animada y percutiente compañía en un viaje que hace paradas frecuentes sin descarrilar. A veces la estación donde se detiene puede parecer de paisaje más lánguido que el resto (a mí me pasa con el Capítulo IX, «El compromiso de tomarse en serio»), o plantear una vista panorámica que quizá necesitaría para ser plenamente satisfactoria de una excursión por separado: así, a mi juicio, en el capítulo II, en que se evoca una polémica sobre los dineros institucionales del arte en la que Mario Vargas Llosa llevó la voz cantante y yo intervine. Cuando Félix Ovejero, en la página 100, alude a quienes sostienen que «las culturas deben ser objeto de protección porque toda cultura es valiosa en tanto que tal», añade al aserto una consideración litúrgica que veo inapropiada: «De tomarnos esto en serio, habría una obligación moral de subsidiar a religiones que pierden feligreses para poder disfrutar de los resultados (culturales) de sus actividades». En realidad, lo que los «conservacionistas», y no me cuesta nada ponerme entre ellos, reclaman es una libertad de culto social, objetivo primario o al menos ideal de cualquier gobernación civil y equilibrada, aquella que, por ejemplo, arbitra medidas para que los amantes de la bicicleta dispongan de carriles de circulación restados a la locomoción mecánica, sin que ningún ciclista en su sano juicio pida que el Estado les compre las bicicletas. A lo que Foucault llamaba, no sin méchanceté, «el dispositivo», sólo se le pide, por así decirlo, el mantenimiento regulado de salas de musculación que permitan seguir haciendo ejercicios culturales de indeterminada feligresía, pero recio y tal vez sobrenatural credo.

Y así llegamos a la cuestión más palpitante de todas las que examina el libro: el valor, la bondad y la patología del arte. En páginas de enorme interés (de la 188 a la 194), se introduce y resume con lucidez la egolatría, la queja, la locura y su plusvalía, poniendo así en su justa tensión esos factores intrínsecos con la base adocenada del ranking y la mercadería predominante. En un tiempo de desconcierto normativo y propagandismo abrumador, el bendecido por el éxito masivo nos inspira, más que sospecha, desprecio total, y el maldito, por serlo, no sólo la lógica curiosidad, sino cotas del más ridículo disparate, como puede verse actualmente en el MACBA de Barcelona, donde se le dedica una exposición a un inane poseur argentino muerto antes de cumplir los cincuenta, Osvaldo Lamborghini, enaltecido en el catálogo por gente tan respetable como César Aira, Alan Pauls o Paul Beatriz Preciado.

Un libro con el título del que aquí se reseña no podía dejar de ocuparse del siempre (para bien o para mal) vigente asunto del artista comprometido. En esa transición, ya antes señalada, de la obra al autor, Ovejero pasa revista a varias figuras: Camus, quizá santificado excesivamente en su espinosa relación con Sartre, los intelectuales franquistas y antifranquistas de la República, Althusser, los posmodernos y otros exponentes de los «malos comprometidos», dejando ver claro cuáles son sus propias armas como engagé: la decencia ética, el equilibrio en las emociones, el deber o voluntad de verdad. No hace falta compartir su código para coincidir en su nostalgia, nostalgia prehegeliana de la verificación ejemplar –que la ciencia está capacitada para hacer demostrablemente– aplicada a los terrenos del arte. O quizá sea algo superior en evanescencia a la nostalgia, el sueño –y hoy más que nunca lo tenemos– de reclamar el valor que este rico y extenso ensayo aborda sin poder, lógicamente, apresarlo del todo o fijarlo para nuestro bien: la excelencia como único baremo de lo artístico. Cuando en la página 401 se cita, característicamente bien, el verso clásico del capitán Andrés Fernández de Andrada, «Iguala con la vida el pensamiento», Félix Ovejero expone de modo conciso y bello su proposición final, el deseable equiparamiento de la integridad moral con la integridad intelectual. Y me acordé de Montaigne, la más veraz e insigne cabeza de su tiempo. Sus escritos son nuestra guía, y nunca dejarán de serlo. Pero, ¿entraría el endiablado y más de una vez torticero señor de Eyquem en la nave de salvación de los justos?

Vicente Molina Foix es escritor, traductor y cineasta. Sus últimos libros son El abrecartas (Barcelona, Anagrama, 2010), El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y, con Luis Cremades, El invitado amargo (Barcelona, Anagrama, 2014).

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