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Furia y diversión contra los franceses

Contra los franceses, o sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España. Libelo

Manuel Arroyo-Stephens

Barcelona, Elba, 2016

120 pp. 18 €

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La primera edición de Contra los franceses apareció en marzo de 1980 y fue publicada de forma anónima, conforme a la tradición secular de los libelos. Concebidos con intenciones vejatorias y difamatorias, el autor había de guardarse las espaldas de quienes recibían su burla o su ira, y, en cualquier caso, de su venganza, de ahí que normalmente ocultaran su nombre a la vista del público. Los libelos pueden entenderse como «literatura de acción» debido a su capacidad de movilizar a las masas en el caso de los libelos políticos, o a predisponerlas intelectualmente en contra de un movimiento, un régimen o alguien en concreto. Quizá sea la característica definitoria de este tipo de panfletos la exageración y la deformación, envoltorios que, por otro lado, guardan una crítica seria y tenaz. Estos recursos suelen ser los propios de la sátira, y de esta forma es como están escritos muchos de ellos, aprovechando el humor como una herramienta más de la injuria, acaso la más peligrosa de ellas. 

Contra los franceses fue recibido con cierta conmoción y mucho interés en ciertos círculos intelectuales españoles. Manuel Hidalgo recuerda que «fue devorado con regocijo y no poca estupefacción»; Félix de Azúa, que «los aficionados se lo arrancaban de las manos». El tema que planteaba el librito y su «abigarrado éxito» llamaron especialmente la atención de Alberto Cardín y de Federico Jiménez Losantos, que en aquel momento dirigía la revista Diwan. En su doble número 8/9 le dedicaron un espacio en el que reprodujeron algunas cartas recibidas en la redacción que hacían referencia al libelo. El espacio fue titulado «¡Franceses! ¡Un esfuerzo más si queréis llegar a castellanos!» Una de las misivas, enviada desde Paraguay por Eulogio von Schirak a Alberto Cardín, se aventuraba a perfilar ideológicamente al autor. Desechaba la idea de que fuera Bergamín, como se decía: «Permítame empezar diciendo que lo dudo. [Bergamín] es demasiado afrancesado y demasiado comunista para escribir cosas así contra la cultura francesa. No podría citarle nombres que no conozco, y excluyo de antemano todos cuantos por sus envíos y sus relatos puedo conocer. Debe ser alguien a la vez que cargado de erudición, militante hasta hace poco de algún partido de izquierdas, y que vacila aún entre un españolismo siempre tachado de ultramontano por la izquierda española y un escepticismo que lo lleva a avanzar sus argumentos con un sentido puramente literario. Tal vez a la vista de estas sugerencias mías, un tanto dichas deprisa y al albur, pueda Ud. poner el nombre».

El libelo dejó de ser anónimo en la siguiente edición, publicada dos meses después, en mayo de 1980. Una discreta mención en el copyright desvelaba el nombre del autor: Manuel Arroyo-Stephens. Era el editor de Turner, y de sus desvelos en esa editorial, así como de su amistad con Bergamín, dio cuenta en un libro editado recientemente, Pisando ceniza. Comedida e inteligente, Arroyo mostró en esa gavilla de textos autobiográficos su capacidad de hacer apasionante al lector cada uno de los hechos que narraba de su propia vida, quizá porque el yo aguardaba discreto entre bastidores y el autor se limitaba a contagiar al lector su entusiasmo o su asombro por lo que sucedía en rededor. Si fue pródigo como editor, no lo fue tanto en la escritura, pero sus escasas obras son todas emocionantes. Además de este libelo y de su libro autobiográfico, sus otras publicaciones se reducen al texto para un catálogo de la obra del artista Andrés Nagel; un librito titulado Región luciente, que se incorporaría como capítulo en Pisando ceniza; Por tierra, editado en México en 1992, y un libro muy breve aunque prodigioso: Imagen de la muerte. Habla en él de la muerte del torero «El Yiyo» y de la cogida mortal que sufrió un muchacho, un espontáneo llamado Fernando Elez, en la plaza de toros de Albacete una tarde en la que toreaban Rafael de Paula, Palomo Linares y El Cordobés.

La escritura honda y cadenciosa que utiliza para hablar de la muerte también la trabaja en Contra los franceses, pero aderezada esta vez con un gran sentido del humor, desgarrando a veces su calma para dar paso a la contundencia verbal y argumental propia de los libelos. Una contundencia, eso sí, un tanto British, flemática e incapaz de desembarazarse de la ironía. En alguna entrevista ha dicho Arroyo que el fin de su libelo no era tanto cargar contra la impostura de los franceses como sacudir a los españoles de una modorra que parecía secular. El año 1980 era un momento adecuado para ello. Entreabiertas ya las puertas de la libertad en España, parte de los intelectuales tenían a Francia como modelo y despreciaban todo lo que en su propio país se había conseguido. La dictadura había sido demasiado larga y omnipresente para que pudiera apreciarse aquello de lo que un ciudadano español pudiera sentirse orgulloso, aunque fuera por herencia recibida. Las consecuencias de la influencia francesa se apreciaban en detalles tan cotidianos como el de la lengua, plagada de galicismos, gracias, en parte, al uso indiscriminado que de ellos hacían los periodistas. Quienes quizá simbolizaron con mayor fuerza la recepción y el asentamiento de la cultura francesa, y vienen aquí como ejemplo de ello, fueron los representantes de la gauche divine, los intelectuales barceloneses que mezclaban erudición y frivolidad en salas de fiesta como Bocaccio.

En aquellas primeras ediciones de 1980, el texto finalizaba abruptamente desde el punto de vista cronológico, dando cuenta en sus cuarenta y seis páginas hasta el siglo XVIII, señalando que el libelo contenía solamente una primera parte. Esta edición actual de la editorial Elba llega a las ciento diecisiete páginas y alcanza con sus críticas libelistas a Jean-Paul Sartre y a los existencialistas, fundamentales en la formación de las jóvenes elites intelectuales españolas de los últimos años del franquismo. Entre ambas ediciones aún llegó a publicarse otra en México, en 1997, casi idéntica a ésta de 2016. Arroyo-Stephens amparó la autoría de la edición mexicana bajo las iniciales de su nombre: M. A. S. y volvió a causar revuelo en ciertos círculos intelectuales mexicanos. Las críticas más potentes fueron dirigidas desde las revistas Mercurio y Letras Libres por Fabienne Bradu, intelectual parisiense residente en México desde 1978 y finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2009 por Los escritores salvajes.

Ya he comentado que el libro se sostiene con una escritura inteligente, profunda, irónica y que está dotado de un apacible sentido del humor, pese a que a veces el autor caiga en la furia de la indignación. No hay que esperar mucho para encontrarse con todo ello. Ya el primer párrafo basta para instruirse en las ideas y la expresión de todo el libelo. Elegante en su exposición, sitúa Francia geográficamente y nos adoctrina sobre la importancia de un hecho tan casual, pues las ideas circulaban por toda Europa pasando de manera impepinable por el país galo. Una vez allí, y debido a una «necesidad de carácter» y a la falta de originalidad propia, esas ideas llegadas de un país se transmitían a otro como propias. Se pregunta luego el autor qué hubiera sido de la cultura en Francia si, en lugar de ocupar una vasta extensión en el centro de Europa, se hubiera situado en Australia. El libelo es un compendio de ejemplos que sostienen esa tesis de la falta de originalidad de los franceses y de su capacidad para vender ideas ajenas como propias (el título del primer capítulo es acerado: «Su vanidad siempre fue mayor que su talento»). Y en el libelo, también, se sucede a menudo esa contraposición entre la seriedad expositiva y el repentino golpe de gracia de una fina ironía, un sarcasmo revelador o el atropello de una retahíla de improperios que, creo, el lector agradecerá como muestra de chispa y de agudeza.

El libelo sigue un recorrido cronológico, mostrando lo poco que, según Arroyo, hicieron los franceses (perder guerras y comerciar con las ideas ajenas, básicamente) hasta llegar a Voltaire, con quien se entretiene y nos entretiene durante todo un capítulo. La educación británica de Arroyo-Stephens le sirve para ridiculizarlo, más que desmitificarlo, especialmente por el empecinamiento del pensador galo en arremeter contra Shakespeare. Después de revelar sus primeros fracasos literarios, Arroyo sitúa a Voltaire en Inglaterra, donde dice que el francés adquirió casi todo su bagaje cultural. Y aquí hay algo curioso y divertido que forma parte de la esencia misma del libelo como instrumento de agitación. Arroyo entrecomilla un párrafo que habla de las influencias inglesas de Voltaire, pero no da pistas acerca de la fuente. Para explicar bien el mecanismo sutil de Arroyo con que arremete contra Voltaire a través de un tercero sin que la ideología de éste le salpique, copiaré el párrafo entero (las cursivas son mías):

De allí se trajo, no solamente la forma de escepticismo a que ha dado su nombre, no sólo un arsenal de argumentos tomados de las armerías de Herbert, Toland, Tindal, Collins, Shaftesbury, Wollaston y Bolingbroke (los cuales le inspiraron tanto o más que el diccionario de Bayle), sino también el conocimiento de la física de Newton, de la filosofía sensualista de Locke, de la poesía filosófica de Pope, del espíritu satírico de Swift, del dulce espíritu de observación moral de Addison. Y, además, había descubierto un tesoro que no acertó a explotar: el teatro de Shakespeare.

El fragmento, cuya fuente no cita, corresponde a la Historia de las ideas estéticas de Marcelino Menéndez Pelayo, nombrado y citado con admiración en otra parte del libro. El principio del texto original es el siguiente:

De Inglaterra trajo, no solamente el funesto escepticismo a que ha dado su nombre, no sólo un arsenal de argumentos irreligiosos tomados de las armerías de Herbert, Toland, Tindal, Collins, Shaftesbury, Wollaston y Bolingbroke […]

Arroyo suprime «funesto» e «irreligiosos». De esta manera, hace suya la crítica de Menéndez Pelayo a Voltaire, pero distanciándose del catolicismo más visceral del profesor. Esas supresiones demuestran una loable honestidad intelectual. Así, escéptico e irreligioso, bien pudiera ser Arroyo-Stephens un poco voltaireano, lo que no se podía permitir el lujo de desvelar. Intuyo que Manuel Arroyo disfrutó haciendo estas leves modificaciones, imbuido en su papel de libelista terrible, aunque consciente de la herencia recibida por aquellos a quienes critica.  

Tras dejar a Voltaire a los pies de los caballos, arremete el libelo contra la llegada de los Borbones y la instauración de la Real Academia, un invento funesto según el autor, que destrozó el lenguaje con la creación de unos diccionarios llenos de galicismos. Otra de las consecuencias de la penetración francesa en España durante esa época fue la prohibición de los autos sacramentales y la imposición de las formas teatrales francesas contrarias al arte de Lope y Calderón. Arroyo señala, bebiendo otra vez de la fuente de Menéndez Pelayo: «“Canijos copleros”, llegaron a llamar los afrancesados a poetas como Quevedo, Góngora y Lope». Las diatribas contra los afrancesados y su ridículo canon literario le sirven a Arroyo para arremeter, cada vez más airado ?aunque siempre sin perder la compostura? contra la sanguinaria Revolución Francesa y las fechorías del «renegado corso», Napoleón. En especial, se centra en el saqueo que las tropas francesas hicieron del patrimonio artístico español. El recuento de la ingeniería logística que necesitaron los militares galos para llevarse toneladas de oro y miles de obras de arte es, ciertamente, apabullante. Y, como siempre, el contrapunto humorístico tras la descripción iracunda: «El Escorial no se lo quisieron llevar porque en ese caso la orden de Bonaparte fue que se llevaran tan solo “todo lo que pudiera ser transportado”: se consideró, afortunadamente, que las piedras del edificio no entraban en esa categoría».

Para desesperación de Arroyo, que la transmite muy eficazmente al lector, una vez liberada España de los franceses, regresaron estos de nuevo en 1823. Los Cien Mil Hijos de San Luis pisaron de nuevo la península para acabar con el liberalismo. Pero casi peor que ellos, parece decir el autor, fueron los viajeros románticos, una invasión «más silenciosa y amable», pero «no menos apestosa». La deriva de las diatribas contra la cultura francesa del siglo XIX le sirve para hacer un giro cronológico y, por fin, señalar a un francés loable: René Descartes. Lo hace para contraponerlo a Victor Cousin, pedagogo más que filósofo para Arroyo: «Si fuera cierto, como se ha sostenido por algunos tratadistas, que la pedagogía le nació como un hijo tonto a la filosofía, he aquí un gran pedagogo». Arroyo critica en esta parte la concepción de la lengua como conocimiento y no como instrumento de conocimiento. De nuevo se observa aquí el método seguido fielmente en su crítica: la reflexión meditada sobre un asunto concreto y el contrapunto humorístico e iracundo. Esta vez, contra la complejidad de la ortografía francesa y la incapacidad de los galos para desarrollarse en el mundo de las ciencias y la filosofía en la época de Darwin y Kant.

Arroyo se permite de nuevo alguna debilidad en su cólera y condesciende a alabar a algunos novelistas franceses: a Balzac, por ejemplo, a Proust y a Céline. En cualquier caso, se sirve de ellos para atizar a Flaubert en unas páginas divertidísimas. También le sirven para reivindicar la literatura española, algo que ya había hecho en páginas anteriores. Esto demuestra que tanto como atacar la frivolidad y la vacuidad francesas, Arroyo pretende también reivindicar la cultura española, que tenían por adocenada los intelectuales contemporáneos a la publicación del libro, nuevos afrancesados. El capítulo final lo dedica a criticar, cada vez más encendido, al faro de esos intelectuales neoafrancesados: Jean-Paul Sartre. Moralista, héroe de café, sectario, antiliberal, acomplejado, notable criminal… La retahíla de adjetivos y denuestos es apabullante. Causa cierta inquietud que aquella primera edición de Contra los franceses quedara mediada y que no llegara a publicar la segunda parte que finaliza con Sartre. Es posible que el regocijo y el interés que causaron los primeros capítulos hubiera derivado en encono y escándalo. En 1980, los intelectuales españoles seguían reivindicando a Sartre, tal y como se avisaba o denunciaba en el primer número de Los cuadernos del norte, la revista dirigida por Juan Cueto Alas. Arroyo termina fuerte, hablando de la náusea que le causan Sartre y los intelectuales que siguieron imperando en el mundo intelectual francés tras la Segunda Guerra Mundial: los Lacan, Barthes, Althusser… Pero finaliza el libro, y no creo destriparlo diciéndolo, con una frase aparentemente ambigua: «Los que pueden entenderán que lo importante, lo que tiene verdadero valor, es lo que se calla».

Termina así el progresivo aumento de la rabia y la injuria contra los existencialistas. Quizá me equivoque, pero me parece una forma muy elegante de reivindicar a los autores callados y ocultos tras la nómina de aquellos que, para Arroyo, no fueron más que bellacos y viles representantes de una cultura falsaria, hueca y rimbombante. Me vienen a la cabeza al menos dos nombres que podrían levantar de nuevo el pabellón francés tras haber sido pisoteado en el libelo. Quizá Albert Camus, que se las vio con Sartre en la revista Les Temps Modernes (para Arroyo, «una gacetilla»), a cuenta de la deriva estalinista de éste. Y, por supuesto, Michel de Montaigne. E imagino que habrá tenido que esgrimir estas filias en las presentaciones que hizo en tierras galas de la traducción del libelo al francés. Fue publicado el año pasado, y no de forma anónima.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013).

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