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El miedo y sus entrañas

¿Es posible una cultura sin miedo?

Francisco Mora

Madrid, Alianza, 2015

200 pp. 16,50 €

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Hay muy pocas cosas que la literatura tradicional en sus diversos géneros no haya dicho todavía sobre el fenómeno natural del miedo. El neurocientífico y divulgador de la ciencia Francisco Mora justifica su presente aproximación alegando que ahora podemos estudiarlo a la luz de los hallazgos de la neurociencia, pues, al fin y al cabo, se trata de un fenómeno básicamente cerebral. En su opinión, ese nuevo enfoque, aunque no permita crear una cultura exenta de miedo, sí que podría aportar claves para considerarlo de otro modo y generar una nueva actitud individual y social frente a él. Una actitud más positiva, se entiende, generada por esa nueva visión basada en el conocimiento científico, en el pensamiento crítico, analítico y creativo, una visión ajena a consideraciones de carácter sobrenatural como las que han sustentado el sentimiento de miedo a lo largo de buena parte de la historia humana.

Según el profesor Mora, el miedo ha sido muchas veces definido de forma imprecisa y resbaladiza, incluso en la literatura científica. Para él se trata de un mecanismo automático que los seres vivos experimentan ante lo desconocido, una ansiedad subliminal que mantiene vigilante al individuo y, al mismo tiempo, el arma más poderosa con que el hombre ha esclavizado a otros hombres. Su relato nos permite conocer las estructuras y los mecanismos cerebrales que lo hacen posible, como la amígdala o las cortezas cingulada y prefrontal. La amígdala, una estructura diseñada por la evolución y la selección natural para detectar amenazas y peligros, es la puerta de entrada de la información emocional en el cerebro y por eso merece una especial atención entre las demás estructuras neuronales que procesan el miedo.

Pero, para entenderlo en sus diferentes facetas, Mora analiza el miedo desde una variedad de aproximaciones que incluyen, además de la biológica propiamente dicha, la filogenética, la social e, incluso, la filosófica. Para empezar, la contextualización del miedo requiere hablar de las emociones en general y de su significado biológico. Se destaca antes que nada la distinción entre reacción emocional, como el proceso inconsciente y automático que dispara numerosas respuestas fisiológicas somáticas, y el sentimiento propiamente dicho, como la percepción consciente de la reacción emocional. Entre las múltiples facetas del proceso, el autor destaca especialmente la que se refiere a la comunicación en relación con el miedo, es decir, la que considera a la emoción como un instrumento primitivo que avisa de forma ruda, rápida e inconsciente del peligro que puede acechar a casi todas las especies animales, incluido el ser humano. Una comunicación genuina que se expresa en posturas corporales, vocalizaciones y mímica facial, asegurando con ello la supervivencia de muchas especies animales y valiendo a veces en el hombre «más que millones de palabras», por decirlo con una expresión del propio autor de la obra. Encontramos también en el texto abundantes referencias a los procesos de aprendizaje y memoria, pues la mayoría de miedos son aprendidos. Cabe destacar las explicaciones sobre cómo las lesiones de la amígdala, muy implicada como decimos en los procesos emocionales, pueden impedir la asociación entre estímulos primarios e innatos (como la comida) con otros secundarios (como el sonido de la campanilla en el experimento clásico de Paulov). El miedo, en definitiva, como una respuesta emocional condicionada. En humanos, nos recuerda Mora, las lesiones de la amígdala impiden reconocer el mensaje emocional de una determinada expresión facial y también la entonación amenazante que radica en la prosodia, es decir, en el tono particular en que se expresa el lenguaje hablado.

El lector interesado en miedos particulares no saldrá defraudado, pues el texto recorre y analiza experiencias tan concretas como el miedo a la muerte, al dolor, al fracaso, a los ambientes sociales, a las amenazas humanas, a hablar libremente y expresar lo que se piensa, e incluso a los videojuegos, entre otros tipos de miedo que surgen oportunamente en diversos momentos de la obra. Ello se explica, además, desde la apreciación de que cada cultura crea y tiene sus propios miedos, como los crea y tiene también cada persona en cada etapa o momento de su vida. Pero si lo que más le preocupa al lector son los miedos patológicos, es decir, los que conducen a la enfermedad, tampoco va a echar de menos amplias consideraciones sobre algunos de los más importantes, como el estrés postraumático, el trastorno obsesivo compulsivo o diversas fobias y miedos irracionales. Hay en el libro generosas explicaciones sobre la naturaleza de estos trastornos, sus causas y algunos de los procedimientos psicoterapéuticos y farmacológicos que se utilizan hoy día para tratar de combatirlos.

La moderna epigenética ocupa también un lugar importante en el texto, pues le sirve a su autor para explicar que los miedos adquiridos en su propia vida por los progenitores podrían ser heredados directamente por sus descendientes, es decir, en ese modo otrora concebido por el naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck y rechazado durante mucho tiempo por la ciencia positiva. El lamarckismo revive en la epigenética y Mora nos da cuenta de ello explicando experimentos en los que los ratones hijos de padres que en su vida asociaron determinados olores a circunstancias desagradables, como descargas eléctricas en sus patas, nacen siendo también especialmente sensibles a esos mismos olores, capaces de producirles el mismo tipo de miedo que a sus progenitores. Es decir, una demostración extraordinaria y sorprendente de que los hijos pueden heredar miedos adquiridos en vida por sus propios padres. Mora indica que esa transferencia generacional de sensibilidad podría transmitirse por mecanismos clásicos de la epigenética, es decir, por metilaciones del ADN de los padres que consiguen alcanzar de algún modo todavía no conocido a su línea germinal para poder transferirse a los descendientes. Esas metilaciones tienen la ventaja, a diferencia de los cambios en el propio ADN, de poder ser reversibles y, por tanto, de poder también desaparecer una vez heredados por los descendientes, llevándose consigo las sensibilidades que originan. Dicho de otro modo, la herencia epigenética podría no ser necesariamente permanente. En humanos, la epigenética transgeneracional queda reflejada en la descripción que hace el texto de un conocido y triste episodio histórico. Se trata de la negativa herencia biológica de los descendientes de aquellas mujeres embarazadas que sufrieron una tremenda hambruna y la consiguiente carencia nutricional durante la ocupación nazi de Holanda en la Segunda Guerra Mundial. Mora insiste en todo ello porque precisamente en la epigenética deposita muchas de sus esperanzas para conseguir un cambio de actitudes culturales frente al miedo. Otra parte muy importante de ese anhelo lo refiere a la educación, como constructora y, a la vez, destructora de muchos tipos de miedo. Por ello comenta diversos ejemplos de las actitudes y las relaciones atemorizadoras de los maestros clásicos, laicos y seglares, con sus discípulos.

No debe preocuparse el lector cuando lea que el sentimiento de miedo podría ser una experiencia exclusivamente humana, pues si se imagina entonces que su perro no siente el miedo como experiencia consciente, siga leyendo y enseguida comprobará que a lo que el profesor Mora se refiere es al añadido de la autoconsciencia, esa experiencia, ahora sí, genuinamente humana hasta donde sabemos, que proporciona una dimensión superior y muy especial a cualquier tipo de sentimiento y, particularmente, al de miedo. A esa dimensión él añade, además, el efecto de la palabra sobre el propio miedo cuando el lenguaje hablado aparece en los ancestrales homínidos. Igualmente, cuando se afirma en un capítulo del libro que hay miedos que no lo son a lo que se refiere Mora es a las causas que generan el miedo más que al miedo mismo, es decir, a las construcciones del miedo que pueden hacer el cerebro y la mente humana incluso cuando no haya una causa racional que lo justifique.

Pero la mayor pretensión de Francisco Mora en esta obra, y como escritor maduro que es, no ha sido tanto escribir sobre la ciencia del miedo como escribir virtuosísticamente sobre el miedo, es decir, con estilo y sintaxis perfeccionista. Aunque no llegue a poetizar, en su escrito se trasluce un permanente afán de bordar las frases y de nutrir su obra con ciertas dosis de elegancia y erudición. Ello le lleva a encontrar en el fenómeno del miedo sucesivos pretextos para hablarnos de cosas aparentemente tan alejadas del tema como la aventura africana del explorador inglés David Livingstone o la americana del español Alvar Núñez Cabeza de VacaEn el texto hay un error sobre la exploración de Cabeza de Vaca, que debe serlo de la transcripción editorial del manuscrito, pues California no está, como se lee, en la costa meridional norteamericana (ni existía entonces el Canal de Panamá).. Más justificado resulta el cuento de Juan sin miedo, de los hermanos Grimm, donde se relata un personaje que decía no haber experimentado nunca el tipo de sentimiento del que este libro se ocupa.

Francisco Mora nos invita finalmente a reflexionar sobre los propios miedos, a practicar una pedagogía de la alegría en nuestra actividad educativa, y a considerar para un cambio cultural frente al miedo no sólo las aportaciones de la neurociencia, sino también las de filosofías como el budismo, la sociología o las técnicas y pensamientos positivistas, como la mindfulness. Una obra, en definitiva, que ningún buen lector debería perderse.

Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su último libro es Aprender, recordar y olvidar. Claves cerebrales de la enseñanza eficaz (Ariel, Barcelona, 2014).

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Ficha técnica

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