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Todos los Blascos, Blasco

El último conquistador. Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928)

Javier Varela

Madrid, Tecnos, 2015

952 pp. 29 €

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De todas las tareas que un investigador puede arriesgarse a emprender, escribir una biografía es, probablemente, la más ingrata: por el enorme sacrificio que dicho cometido implica y, muy a menudo, por el desasosiego que produce en el biógrafo la sensación de que, a pesar de todos sus esfuerzos, cualquier existencia es, por definición, inaprensible. Un trabajo ímprobo que se convierte en titánico cuando el biografiado es un personaje camaleónico, poliédrico y versátil, cuya naturaleza encaja a la perfección en el irregular molde de ese tipo de individuo al que solemos definir como «hombre-orquesta». Y digo esto porque, además de político y escritor, facetas con las que habitualmente lo asociamos, Vicente Blasco Ibáñez fue periodista (escribió para distintos medios y dirigió durante muchos años el diario El Pueblo, que él mismo había creado en 1894), editor (socio y director literario de la editorial F. Sempere y Cª, luego rebautizada como Prometeo), colonizador (fundó dos colonias en la Argentina que se suponía que iban a ser un negocio y terminaron siendo un fracaso) y guionista (al ver el éxito que tuvo la adaptación al cine de alguna de sus novelas, quiso probar fortuna en un oficio con el que, ingenuamente, pensaba conquistar Hollywood). Fue, en definitiva, un valenciano universal que, a su carácter afable y espontáneo, en ocasiones rudo y fanfarrón, unió la facultad del visionario que siempre va un paso por delante, valiéndose de su intuición (no siempre acertada) y, sobre todo, de una fuerza de voluntad inmarcesible.

Reconstruir la vida de este auténtico «hombre de acción» y ponderar la importancia de su vasta y variada obra es el reto que se ha propuesto Javier Varela (doctor en Ciencias Políticas y profesor de esa misma disciplina en la UNED) en esta biografía monumental (952 páginas) que viene a cubrir –o eso, al menos, pretende– el incomprensible hueco existente en una historiografía que todavía se alimentaba de la remota y sui generis biografía de Emilio Gascó Contell, de la voluminosa y proteica –pero tampoco exhaustiva– de José Luis León Roca, o de la más reciente y sintética de Ramiro ReigEmilio Gascó Contell, Genio y figura de Blasco Ibáñez: agitador, aventurero y novelista, Madrid, Afrodisio Aguado, 1957; José Luis León Roca, Vicente Blasco Ibáñez, València, Ajuntament de València, 1997; Ramiro Reig, Vicente Blasco Ibáñez, Madrid, Espasa Calpe, 2002.. Desde esta perspectiva, y sin perjuicio de las virtudes y los defectos del libro, en los que a continuación entraré, tanto el lector especialista o estudioso de su figura, como el exageradamente llamado «gran público», deberían recibir con interés y buena predisposición esta nueva contribución que, por otro lado, se suma al resurgimiento experimentado por el género biográfico en nuestro país durante los últimos años, no sólo desde el punto de vista editorial, sino también desde una praxis investigadora que, cada vez más, concibe la biografía como una herramienta útil para el conocimiento de la historia.

Dicho esto, y como suele suceder cuando se aborda un objeto de estudio de tal complejidad, El último conquistador es un trabajo de un innegable valor académico que, no obstante, presenta algunas sombras que, sin invalidar en absoluto el conjunto, sí lo empañan un poco y dejan en el lector más exigente un regusto agridulce y la sensación de que, habiendo hecho lo más difícil, al autor le han fallado las fuerzas en el momento decisivo de culminar o redondear su obra: cuando el manuscrito pide una revisión final que pode lo accesorio y deje únicamente lo sustancial. Como glosar capítulo a capítulo los pros y los contras del libro sería una labor estéril y, en cualquier caso, demasiado extensa y farragosa como para intentar llevarla aquí a cabo, me permitiré destacar –a modo de ejemplo– algunos de los méritos que creo que reúne el texto y, junto a ellos, los que para mi gusto personal son sus puntos débiles.

En el haber de Varela está, a mi juicio, su capacidad para hilvanar un relato coherente y documentado en el que sobresale el análisis de la juventud de Blasco y de su etapa de dedicación a la política local, hasta el año 1905. A mi modo de ver, el autor dibuja bastante bien el contexto de la Valencia del último tercio del siglo XIX y el microcosmos de una familia humilde y numerosa, integrada por dos aragoneses emigrados –Gaspar Blasco y Ramona Ibáñez– que contrajeron matrimonio en 1866 y se instalaron en el entresuelo de una modesta vivienda del centro de la ciudad, en cuyo bajo mantenían una tienda de comestibles. También me parece acertado el retrato del Blasco político y la apreciación de nuestro protagonista como un «adelantado de la modernidad» que supo ver antes que nadie que, si el siglo XIX iba a ser el de las masas, había que encontrar un cauce que hiciese posible una transición entre lo viejo y lo nuevo, entre la política de notables que monopolizó el período de la Restauración borbónica, y esa nueva política de elecciones, mítines y manifestaciones que, como afirma el autor, arraigó por primera vez en Valencia, donde el fenómeno del blasquismo consiguió dominar la ciudad durante nada menos que treinta años.

Con respecto al Blasco novelista, y aunque se trate de una faceta que, a diferencia de la historia política y social, queda fuera del ámbito natural de Varela, debo decir que no me han disgustado los capítulos dedicados a esa vertiente, quizá la más apreciada o divulgada fuera de Valencia, donde su trayectoria política es acaso menos conocida. Se nota que Varela conoce bien su obra y que, en la medida de sus posibilidades, se ha preocupado por familiarizarse con el efervescente campo literario del Madrid de principios de siglo, marcado por el conflicto generacional entre los jóvenes del 98 que pugnaban por hacerse un hueco y los nombres más consagrados (Clarín, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Valera) que todavía mantenían su preeminencia en lo que a ventas e ingresos editoriales se refiere. Pese a que, por edad, pertenecía al primer grupo, lo cierto es que Blasco no fue bien recibido por el núcleo duro de los noventayochistas, que criticaron su estilo descuidado y recelaron del hecho de que, aun cultivando un naturalismo de tipo costumbrista y regionalista que, a esas alturas, ya parecía superado y amortizado, sus títulos se vendían a un ritmo que para sí hubiesen querido los Baroja, Azorín, Unamuno o Valle-Inclán. Desde muy temprano, y a diferencia de sus compañeros de generación, el autor de Entre naranjos (1900), La horda (1905) o Sangre y arena (1908), alcanzó una inusitada popularidad y llamó la atención por su facilidad para extraer beneficios económicos de una actividad de la que en España vivían únicamente unos pocos elegidos. Poco a poco, su firma se fue cotizando hasta alcanzar el nivel máximo cuando Los cuatros jinetes del Apocalipsis (1916) se tradujo al inglés y, por sorpresa para todos, se convirtió en un best-seller (fue el libro con mayores ventas en los Estados Unidos durante el año 1918). Aunque el valenciano había vendido los derechos de la traducción por una cifra muy menor (entre trescientos y mil dólares, según las fuentes), el bombazo fue tal que se le invitó a realizar una gira americana que le reportó cuantiosos ingresos y lo convirtió, como dice Varela, en el único escritor español que, después de Cervantes, lograba una repercusión mundial.

Del capítulo final, titulado «Las muertes de Blasco Ibáñez», me ha gustado la minuciosa recreación del histórico y multitudinario episodio (alrededor de medio millón de personas en las calles de Valencia) del traslado de los restos del escritor desde la localidad francesa de Menton hasta su ciudad natal, pero no me ha convencido del todo el epígrafe dedicado a evaluar cómo ha sido tratada la figura de Blasco después de su muerte; no porque esté en desacuerdo con lo que se dice, sino porque, siendo un tema tan sugerente, resulta quizás algo incompleto. Varela argumenta bien que, durante la Segunda República, Blasco fue ensalzado y homenajeado como lo que era: un precursor de los valores republicanos. También afirma, con razón, que su figura fue perseguida por una dictadura franquista que condenó su recuerdo a una especie de damnatio memoriae (se suprimió su nombre de calles e instituciones, se destruyeron monumentos conmemorativos y se abandonaron a su suerte edificios ligados a su herencia) y persiguió la difusión de su obra hasta el punto de prohibir que sus libros fuesen prestados en la Universidad de Valencia o en la Biblioteca Nacional de España. Por último, constata que, con la llegada de la Transición, el autor de La barraca (1898) vivió una especie de resurrección que, en realidad, fue un retorno a medias y siempre envuelto en la polémica entre quienes lo veneraban como un adalid del republicanismo anticlerical y quienes defendían su identidad españolista y conservadora. Sin embargo, el análisis acaba ahí y no llega más allá, con lo que el lector se queda sin saber cuál es el estado actual de la investigación en torno a Blasco Ibáñez, pues no hay ninguna alusión a la bibliografía más reciente que su vida y su obra han generado, ni se aventura hipótesis alguna sobre las razones por las que Blasco ha sido un autor que, durante los últimos años, casi ha recibido más atención por parte de los hispanistas americanos que por parte de los filólogos e historiadores españolesEn este sentido, es muy revelador el dato de que la joven Revista de Estudios sobre Blasco Ibáñez/Journal of Blasco Ibáñez Studies, cuyo primer número apareció en el año 2012, se publique en edición bilingüe y sus directores sean Paul C. Smith y Christopher L. Anderson, profesores de la Universidad de California y la Universidad de Tulsa, respectivamente..

Esta laguna me lleva a hablar, tras destacar aquellos aspectos más positivos del libro, de lo que yo pondría en su debe. En primer lugar, y por enlazar con lo que acabo de decir, se me antoja incomprensible que una biografía inequívocamente académica no incluya una bibliografía final con la relación de las fuentes empleadas. Es verdad que Varela cita los archivos consultados al final de su introducción (pp. 16-17) y que la mayoría de citas textuales (no todas, porque son muchísimas y, supongo que, para agilizar la lectura, el autor ha optado por agrupar varias fuentes en una misma nota, siguiendo un criterio discutible, pero respetable) vienen acompañadas de su correspondiente nota al pie con la referencia bibliográfica, pero no es menos cierto que un trabajo de esta envergadura demandaba un apartado específico en el que poder informarse más detalladamente. En primer lugar, porque el código que rige cualquier investigación histórica establece que el autor debe facilitar al lector –a través de las llamadas «marcas de historicidad» (notas, citas textuales, referencias bibliográficas)– la posibilidad de acudir a sus mismas fuentes para cotejarlas y, si lo desea, para reconstruir la senda trazada por el historiador en su pesquisa y, así, poder llegar a las mismas o a otras conclusiones. En segundo lugar, porque es un gesto de cortesía y honradez intelectual conceder su espacio propio a aquellos investigadores que, independientemente de la calidad o la vigencia de sus aportaciones, abrieron el camino y nos antecedieron en el análisis de nuestro objeto de estudio. Pese a que la biografía de Varela bebe mucho más de las fuentes directas o primarias (prensa de la época, archivos, correspondencia o manuscritos inéditos que se conservan en la Fundación Centro de Estudios Blasco Ibáñez o en la Casa Museo del escritor, etc.), que de las secundarias o indirectas, no hubiese estado de más elaborar una bibliografía final que sirviese también para orientar al lector y para explicarle qué merece la pena y qué no de todo lo que se ha escrito y publicado en torno a Blasco durante los últimos cincuenta años.

Es igualmente imperdonable –y aquí la responsabilidad es compartida entre autor y editor– que una biografía de 952 páginas, en cuyo interior aparecen centenares y centenares de personajes, no tenga un índice onomástico final. O que el texto no haya sido revisado en profundidad para pulir deficiencias de estilo (ya en la primera página del libro, una palabra tan llamativa –por lo poco usual– como «correligionarios» se repite en apenas quince líneas, por poner un ejemplo) o para localizar y corregir errores o despistes (en la tercera línea de la página 34 se nos dice que el matrimonio Blasco-Ibáñez tuvo tres hijos, dos varones y una hembra, cuando más abajo, y en esa misma página, el autor explica que fueron cuatro: Vicente, Ramón, Francisco y Pilar) que, siendo comprensibles y lógicos en la primera redacción de un manuscrito tan denso como el que nos ocupa, deberían haber sido subsanados durante el proceso de edición. En este sentido, llama la atención que, en el apartado de agradecimientos de la introducción, Varela mencione a Josep Ventosa, de quien dice que «con ojo certero, ha intervenido para convertir un manuscrito casi imposible en un libro», pero no cite a nadie que haya leído el borrador para darle su parecer, ignoro si por olvido involuntario o, simplemente, porque nadie hizo esa lectura solidaria e inquisitiva del manuscrito que suele pedirse a un amigo o a un colega conocedor del tema. En este caso, como en todos, tanto el autor como los lectores hubiésemos salido ganando porque, sin ser graves, esos pequeños deslices habrían podido detectarse con esa lectura «desde fuera» que el autor no puede hacer sobre su propia obra.

Como he apuntado al principio, y ya para terminar, tengo la impresión personal –y puedo estar equivocado– de que el esfuerzo mayúsculo que habrá supuesto el proceso de documentación y redacción de la biografía ha dejado al autor exhausto y le ha impedido rematar la faena. De hecho, el propio Varela parece ser consciente de ello al reconocer, al final de su introducción, que tal vez debería haber reducido la extensión de su biografía: «Stefan Zweig decía que una de las claves de su éxito había consistido en la limitación, en haber recortado sin piedad lo previamente escrito. Me temo que no he sido capaz de seguir esta advertencia hasta el final» (p. 17). En efecto, a El último emperador le sobran doscientas o trescientas páginas, no porque lo que se nos cuenta en ellas sea intrascendente, sino porque podría haberse dicho lo mismo sintetizando mucho más el contenido y evitando redundancias y digresiones eruditas que disuaden al posible lector. Por otro lado, también echo en falta un mayor volumen de fotografías y material gráfico (hay ochenta y tres imágenes, pero todas de pequeño formato y en blanco y negro). En resumen, y como conclusión general, mi opinión es que los historiadores españoles tenemos que aprender de los biógrafos anglosajones, que en esto nos llevan mucha ventaja, a no confundir cantidad con calidad, así como a tratar de encontrar ese punto de equilibrio entre lo académico y lo ensayístico, entre el rigor y la amenidad. Sólo así conseguiremos que nuestro trabajo rebase los gruesos muros de la academia y logre llegar a ese lector curioso e interesado por la historia que puede poner mucho de su parte pero al que, evidentemente, también le debemos dar algo de la nuestra.

Francisco Fuster es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia e investigador contratado en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (CCHS-CSIC). Su principal línea de investigación se centra en la historia de la cultura española de la Edad de Plata (1900-1939), con especial interés en las obras de Pío Baroja, Azorín, Julio Camba y Rubén Darío, a las que ha dedicado distintos trabajos. Es autor del ensayo de historia cultural Baroja y España. Un amor imposible (Madrid, Fórcola, 2014) y de varias ediciones de textos de los autores citados, la última de las cuales –recientemente publicada– es La vida de Rubén Darío escrita por él mismo (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2015). Es autor del blog El malestar en la (in)cultura.

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