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Intérprete de almas

El temperamento español

V. S. Pritchett

Barcelona, Gatopardo, 2015

Trad. de Ramón de España

240 pp. 19,95 €

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Victor Sawdon Pritchett se instaló en España en 1924 enviado por el periódico The Christian Science Monitor. Era un periodista joven ?había nacido en diciembre de 1900 en Ipswich, en el condado inglés de Suffolk? y lo suficientemente audaz como para recorrer a pie, en la primavera de 1927, la ruta entre Badajoz y Vigo. Sus impresiones de aquella España inmersa en plena dictadura de Primo de Rivera quedaron fijadas en el libro Marching Spain, aún no traducido al español.

Cumplía Pritchett con una tradición decimonónica arraigada entre sus compatriotas: la del viaje a una España que parecía permanecer inmutable desde el Siglo de Oro y que Richard Ford, viajero impenitente y especialísimo observador de nuestro país, había definido como «el más romántico y característico de Europa». Romántico y característico terminó asimismo por ser el mismo personaje del viajero inglés, incrustado ya en nuestro propio imaginario de la época como puedan estarlo la flamenca, el mesonero, la echadora de cartas, el rústico o el bandolero bueno.

Durante su estancia en España, Pritchett no sólo se dedicó a trotar los caminos. También conoció y trató a los intelectuales más importantes del momento: Baroja, Pérez de Ayala, Azorín, Unamuno, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y García Lorca. La última estancia de Pritchett en España antes del estallido de la Guerra Civil fue en 1935. Regresaría de nuevo a principios de los años cincuenta, y el resultado de su viaje y de los contrastes que observó fue este libro, The Spanish Temper, traducido excelentemente por Ramón de España.

El libro no fue bien recibido en ciertos ámbitos intelectuales del país. Lo constata Julio Caro Baroja en dos cartas enviadas a Julian Pitt-Rivers, publicadas recientemente por el CSIC. El 10 de junio de 1954, Caro Baroja le comentó a su corresponsal: «Por las referencias que tengo no debe ser gran cosa, pero aquí no nos paramos en matices». Parece que lo leyó en las dos semanas siguientes, pues el 26 de junio insistió de nuevo: «Aquí andan escandalizados con el libro de Pritchett. Yo lo encuentro bastante anodino».

Por otro lado, el anarcosindicalista Jesús González Malo lo tomó como referencia, y como argumento de autoridad, para publicar una serie de artículos en el periódico España libre acerca del carácter español y de su tendencia individualista y anarquista. Por ahí deben de andar los tiros que justificaron el escándalo en España. Pritchett parecía tener un imán especial para tratar con antifranquistas declarados en cualquier rincón de España y las numerosas referencias a Franco son tan desfavorables como las descripciones del atraso que sufría el país. Esa visión un tanto sesgada me ha recordado el libro de viajes de otro escritor inglés, James Boswell, quien en su Journal of a Tour to the Hebrides no hace más que tratar con nobles, aristócratas y gentes prominentes de las tierras altas de Escocia, dejando una impresión parcial del exótico territorio y de sus gentes peculiares.

Hay algunos aspectos de El temperamento español que podrían justificar –injustamente al contemplarlo globalmente, adelanto- el calificativo de «anodino» que le dio Caro Baroja. Pritchett vertebra su narración con un viaje de Irún a Barcelona pasando por Madrid, Sevilla, Granada, Murcia, Levante, Tarragona y Barcelona. Viene a ser el mismo que cuenta Ciro Bayo en su glorioso Lazarillo español (con la salvedad de que don Ciro partió de Madrid), o Hans Christian Andersen en su Viaje por España (si bien al revés, pues Andersen comenzó en Barcelona y terminó en Biarritz). Se trata, pues, de una ruta corriente y ordinaria, muy alejada del pintoresquismo de su primer viaje por Extremadura hasta Galicia. El viaje de Pritchett viene a ser un hilo que cose lugares comunes sobre el paisaje, el carácter fanático y fatalista de los españoles, su provincianismo y muchos de los temas habituales para los viajeros foráneos: el Imperio, la Inquisición o los jesuitas. A este respecto hay aportaciones harto originales, como cuando se refiere al pistolerismo en Barcelona a principios del siglo XX. Con el fin de justificar el nacionalismo catalán y subrayar las diferencias regionales en España, afirma que «la policía de Madrid» atentó contra empresarios catalanes para dar una lección a los nacionalistas.

Las generalizaciones son numerosas: «el español es…», «los españoles son…», «los castellanos son…», «los murcianos son…», «los vascos son…», «los andaluces son…». Quienes han vivido mucho tiempo en un país extranjero saben lo fácil que es generalizar nada más poner los pies en tierra foránea. Se categoriza cualquier contraste y se promulgan leyes generales a partir de la más nimia anécdota que resulte llamativa. Sólo el tiempo ayuda a comprender que se está muy lejos de ser un experto en psicología de los pueblos, y que conviene hilar muy fino para no caer en vulgarizaciones empobrecedoras a la hora de diferenciar comportamientos, usos y costumbres propios y ajenos. Pritchett llega en algún momento a contradecirse, como cuando al narrar su paso por Murcia dice de los murcianos que tienen fama de ser «pendencieros, supersticiosos y vengativos», para comentar algunas páginas después que la gente de Murcia le pareció «agradable y generosa».

En definitiva, otorga más valor a su teorización que a los hechos y anécdotas en que la basa. Quizás a un inglés que planeara viajar a España le resultaran utilísimas las indicaciones de Pritchett para evitar algunos lugares poblados por hoscas gentes de carácter impredecible y trazar su ruta por villorrios amables y benévolas ciudades, como si pudiera decidir de antemano en qué casillas del juego de la oca tendría que caer para conseguir llegar al final sano y salvo. No obstante, la gracia de muchos libros de viajes estriba en el sabor de la anécdota, en la satisfacción de la curiosidad del lector por lo que ocurra en tierras remotas y en la libertad que se le deja para intuir categorías. Pritchett, por ejemplo, dice de Soria que es la «provincia terrible», pero en ningún momento explica por qué. Comparte opinión con su antecesor Richard Ford, pero al menos éste dejó una descripción misteriosa de aquellas tierras: «Ahora el viajero ha vuelto a entrar en las regiones desnudas de Castilla la Vieja y lo mejor que puede hacer es salir de nuevo de ellas lo más rápidamente posible». Y más adelante: «Es lugar aburrido y habitado por agricultores. Los alrededores son accidentados e inhóspitos […] huraños y sin árboles […]. Lo cierto es que sobre esta provincia, que es muy poco visitada, se cierne como una pesadilla beocia de apatía e inactividad». Bien podría servir de cita introductoria a un libro de Unamuno. Pritchett, por el contrario, sólo cuenta que en Soria, «bajo las taimadas montañas de Aragón» (cabe suponer que en el Moncayo, en la oriental tierra de Ágreda), ayudó a una anciana que se había caído del burro. Nos hurta Pritchett cuándo tuvo lugar la anécdota y su detalle; y, sobre todo, como ya se ha apuntado, los motivos de su calificación de aquellas tierras como terribles. El lector de libros de viajes es, por encima de todo, un gran curioso. La delicia que produce la lectura de los grandes escritores viajeros españoles tiene su origen, especialmente, en la anécdota que descubre ajenos usos y costumbres y las novedosas maneras con que las gentes resuelven sus tribulaciones diarias. Son maestros en ello Ciro Bayo y su deudor, Camilo José Cela. También Ramón Carnicer, otro escritor de libros de viajes que se cuenta entre lo mejor de la literatura española, complementaba a la perfección la anécdota y el dato, y sus conclusiones sobre arte, folclore o sociología iban perfectamente respaldadas con información contrastada. Su técnica era curiosa y la desveló en uno de sus libros: en primer lugar, recorría las tierras que le interesaban viajando escotero para después, ya de retorno al hogar, informarse con detalle sobre los monumentos que había visto, o sobre las condiciones laborales de determinada comarca, estadísticas de producción o cualquier otro dato que explicara lo que le habían contado sus gentes o lo que había experimentado él mismo. Sólo entonces, cuando disponía de ese conocimiento a posteriori, escribía sus libros inolvidables. A Pritchett, por el contrario, parecen bastarle sus propias impresiones aderezadas con los comentarios, rumores y percepciones de las gentes con que charló por los caminos y en las tertulias urbanas. El resultado es evidente: un relato un tanto sesgado, perspicaz a veces y fantasioso otras, aunque en ningún caso exento de interés.

Anodino, también, debió parecerle a Caro Baroja que Pritchett, para hablar del flamenco, se basara en su experiencia en un tablao madrileño y que no haya ni una sola palabra al respecto en sus correrías andaluzas. No obstante, el capítulo tiene su chispa, no tanto por lo que Pritchett pueda contar a sus lectores ingleses sobre la historia del flamenco, sino especialmente porque se demora aquí en el detalle, en el apunte humano, en la descripción de la fauna nocturna de Madrid y en una reyerta entre un amigo de Pritchett, también inglés, y un gitano que pretendía cobrarle algo de más. Así como el viajero británico devino en un personaje tan típico como el bandolero, hay mucho tipismo en estas escenas de tablao con los «turistas fisgones de esos que miran mucho la cuenta». La cita es de Francisco Umbral, del libro Amar en Madrid, y viene que ni pintada. En el mismo libro dedica Umbral un capítulo al flamenco de Madrid, en el que habla de la vocación andaluza de la capital, de los tablaos de la ciudad y de cómo los sostenía el turismo, lo que no deja de perfeccionar el marco en que transcurre la anécdota de Pritchett.

No siempre se demora el inglés en contar los pormenores de su viaje. En general le basta solamente llegar a un sitio para dar rienda suelta a su erudición. Y aunque tropiece de tanto en tanto en el tópico y en la generalización, tiene momentos de gran brillantez. Pritchett no era un escritor cualquiera, como señala el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael en una amplia y documentada reseña. Se extraña Domínguez Michael de que la vasta obra de Pritchett apenas fuera traducida al español. En cualquier caso, no se debe a una ignorancia particular sobre ese autor en concreto, sino a lo que podríamos definir como una «tendencia» si no queremos exagerar y llamarlo «tradición». Es difícil conocer los motivos por los cuales los libros de viajeros ingleses por España han tardado tanto en ser publicados en nuestro país. La traducción más remota de un libro del conocidísimo Richard Ford, por ejemplo, es de 1922 (Gatherings of Spain, publicado originalmente en 1846, traducido como Cosas de España y editado por Alberto Jiménez Fraud). Y el siguiente, sobre Granada, no vería la luz hasta 1955. De Pritchett podemos decir lo mismo: su obra en español se reducía hasta ésta a unos ensayos publicados en México en 2011 y a algunas novelas y cuentos editados en los años cuarenta. Otro caso similar es el de Gerald Brenan. Su obra El laberinto español, de 1943, no conoció edición española hasta 1962 (si bien La faz de España, libro no tan reconocido, vio la luz en nuestro país en 1952, dos años después de la primera edición inglesa).

Pritchett fue un gran viajero, un periodista prolífico, un crítico de primera y dejó publicadas numerosas obras de todo tipo, novelas y cuentos, además de varios libros de viajes y dos tomos de memorias. Abandonó sus estudios a los quince años y trabajó en un comercio de cueros antes de dedicarse al periodismo con veintidós años, ejerciendo la crítica literaria para el semanario New Statesman durante casi cuarenta. Domínguez Michael resume su valor de forma muy precisa: «Escribió Pritchett cientos de páginas sensatas, amorosas, precavidas sobre casi todos los escritores importantes del siglo pasado y del antepasado, dejando un legado de inteligibilidad pocas veces impreso y encuadernado». Esa misma inteligibilidad que le sirvió para explicar y juzgar la obra de Balzac, Galdós, Pushkin, su amigo Nabokov o Lewis Carroll, le sirve también para plasmar sus impresiones viajeras, y es éste, sin duda, el principal valor de El temperamento español.

Por ejemplo, resultan llamativas, por sugestivas, sus consideraciones acerca del mito de Don Juan. Sólo se echa en falta que no explique a través de él lo que considera la enfermedad española, que diagnostica como exclusiva del hombre y no de la mujer: la frustración de la voluntad. Lamentablemente, no desarrolla esa idea, pero quizá para él fuera una influencia de cierto espíritu jesuítico destinado a la destrucción de la voluntad y la imaginación, como cuenta en otro momento, o a la idiosincrasia muy propia de muchos españoles, capaces de «grandes esfuerzos de voluntad», aunque finalmente se refugien de forma cínica en sí mismos, como el propio Don Juan, según la imagen decadente que se tenía de él a principios del siglo XVII, tal como comenta Pritchett.

Otro ejemplo de sus estimulantes reflexiones tiene que ver con su visita al Museo del Prado. De camino, cuenta Pritchett, la propia calle anticipa lo que luego se puede ver en sus salas: mendigos, enanos, idiotas, parejas sordomudas, amantes ciegos… Ansioso de pintura y escultura, Pritchett dice que la visión de una obra de arte le sirve «para escribir sobre la naturaleza humana, los hábitos mentales o el placer de los sentidos» (ocurre lo mismo, ya se ha visto, cuando contempla un paisaje o habla con un lugareño). De la pintura destaca la capacidad de observación de los artistas españoles y de su sentido para captar el inicio de una acción: «Rostros y cuerpos están atrapados en el momento de pasar de un estado mental o un sentimiento a otro». Maravillado con Velázquez y con Goya, llega a la conclusión de que su realismo procede de la pasión y no de la frialdad, y es esa admiración por la capacidad magistral de captar pasiones lo que subyuga al inglés y lo que, de alguna manera, le atrae y le fascina de la propia vida española.

Ese momento intelectualmente elevado en el Museo del Prado explica mucho de Pritchett y de su propia obra. Captar las pasiones ajenas es algo fundamental para él, y lo que ve en los cuadros de los maestros españoles se convierte en un objetivo para sí mismo, una meta fundamental en sus escritos. Pritchett está siempre muy pendiente, cuando deambula por las calles de las ciudades españolas, del comportamiento visual de los transeúntes: si miran a los ojos o si desvían la mirada. Hagan lo que hagan los demás, su acción es clara y evidente, ya que él sí les observa con curiosidad. Lo dirá de Velázquez como si lo dijera de sí mismo: «Esto es la vida para el animal humano: mirar. Mirar es ser». Si el material con que moldea sus cuentos, novelas, libros de viajes o críticas literarias es la realidad del hombre y sus circunstancias; y si la palabra es su herramienta principal, no cabe la menor duda de que su genio proviene de su propia mirada. Con sus errores y sus aciertos a la hora de interpretar lo que ve. En cualquier caso, con la conjunción de todo ello ?de la explicación equivocada de un fenómeno o de la interpretación acerada y brillante de otro?, Pritchett logró un libro con el valor suficiente para desmentir el comentario displicente de Caro Baroja. Rara vez será aburrido un libro de viajes, siempre que el viajero recorra las tierras con curiosidad y con pasión, y rara vez será anodina la interpretación que el caminante haga de las almas de los habitantes con que se cruce.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013).

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