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El señor de los moriscos

Diego de Silva y Mendoza, Conde de Salinas y Marqués de Alenquer. Cartas y memoriales (1584-1630)

Trevor J. Dadson (ed.)

Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica y Marcial Pons Historia, 2015

512 pp. 40 €

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El autor de estas cartas y memoriales fue el hijo segundo del célebre Ruy Gómez da Silva, príncipe de Éboli, y de la no menos famosa Ana de Mendoza y de la Cerda, su esposa. Nació en 1564 y murió en 1630. Su vida transcurrió, pues, a lo largo del reinado de tres Felipes (II, III y IV), a todos los cuales sirvió en oficios siempre relacionados con Portugal, de donde, como es sabido, procedía su padre. El conde de Salinas fue, además, poeta, y no deberá sorprender, por tanto, que el compilador de este epistolario haya sido también biógrafo y editor de su obra. Prima, sin embargo, en esta correspondencia la vertiente de su actividad política, y es por ello por lo que me resulta particularmente atractivo el personaje y su tiempo. Pues le tocó vivir una secuencia de acontecimientos históricos de las más apasionantes en la historia de España y de Europa. Ya en 1580 asistió don Diego a la campaña con que se preparó la incorporación de Portugal a la Monarquía Católica; en 1588 andaba por Andalucía ocupado en tareas muy similares a las desempeñadas por Miguel de Cervantes (la puesta a punto de la Gran Armada contra Inglaterra); fue testigo del tránsito entre Felipe II y su hijo, al que tampoco fue ajena la fortuna de la familia de don Francisco de Quevedo, contemplando ambos con pareja simpatía el fulgurante ascenso del duque de Lerma, a cuya sombra medró en especial don Diego, por lo que tampoco puede extrañar que la caída del célebre valido acabara por llevárselo, también a él, por delante. En el ínterin, nuestro personaje tuvo, sin embargo, tiempo para presidir el Consejo de Portugal y ejercer de virrey entre 1617 y 1622.

De figuras públicas como ésta no sobreviven muchos epistolarios de carácter privado: los historiadores las conocemos más por el registro de sus intervenciones en los consejos de la Monarquía que por su vida fuera de ellos. El valor de documentos de esta especie es, por lo tanto, inestimable. Nos ayudan a entender mucho mejor la política doméstica de la España –y la Europa– de su tiempo, por cuanto tales personajes parecen en todo momento vivir anclados tanto a los remotos lugares a los cuales les ha transportado el servicio a su rey como al terruño de sus señoríos. Esta doble sujeción parece haber generado en tipos como el conde de Salinas la necesidad de una educación que, según tiempos y circunstancias, oscila entre dosis desiguales de los saberes propios de la economía doméstica y la nuda cultura política. Me explico. Él y sus pares están ahora donde están porque sus antepasados han recibido de sus príncipes sustanciosos patrimonios por los servicios prestados. Y dado que también ellos esperan ser llamados en algún momento para hacer lo propio, y hacerlo sin esperar apenas nada a cambio, la puesta a punto, la atención necesaria a sus muy diversas fuentes de ingreso, ha de consumir, desde luego, buena parte de su tiempo. Es sorprendente, por ejemplo, la familiaridad de don Diego con la mecánica procesal de los pleitos en que estuvo metido, pleitos con vasallos y familiares que se solapan con la pedestre demanda de más información sobre media docena de mulas cuya compra trata («Quisiera saber la color de las mulas y las hechuras, fortaleza y agilidad, porque por la carta de V. M. no veo más que los tamaños»). «Bien es que no se pierda un quilate de jurisdicción», advierte en 1597 a su teniente en Ribadeo. Y, sin embargo, éste es el mismo sujeto que cita a Ovidio en latín, se reivindica ante Felipe III como arbitrista, poniendo en solfa su política aduanera, o, ya como presidente del Consejo de Portugal, pontifica en 1609 sobre la política comercial en las Indias Orientales que debiera acompañar a la eventual firma de una tregua con las Provincias Unidas. El catador de mulas se transmuta para la ocasión en oráculo de su rey y le ofrece consejo.

La tarea no es fácil. Su apellido –de Silva– delata su ascendencia portuguesa; su oficio a la sazón –presidente del Consejo de Portugal– lo debe precisamente a esta circunstancia. Y de lo que ahora se trata es de procurar ensamblar intereses españoles y portugueses a sabiendas de que en semejante asunto no resulta fácil la cohabitación. Portugal lleva tiempo quejándose de que, desde su incorporación a la Monarquía, ya no le salen las cuentas en materia comercial. Tal vez por esto don Diego redacta un papel más técnico que político, en el que, en cualquier caso, lucen sus conocimientos geográficos y náuticos sobre un escenario que se extiende entre el golfo de Guinea y el estrecho de Malaca. Me parece, desde luego, que la vis portuguesa prevalece sobre la española lo mismo ahora que cuando, pocas semanas más tarde, se opone a la pretensión del Consejo de Estado de limitar el privilegio otorgado por el papa a Portugal para enviar misioneros a las Indias Orientales, subrayando, para mayor escarnio, que tal cosa se pretende «en tiempo que se concede a los holandeses el comercio con la India». La alusión debió de sentar como un tiro a los consejeros de Estado, por cuyas manos había pasado, en efecto, la mentada concesión.

Esto ocurría por 1609. Ese mismo año Felipe III decretaba la expulsión escalonada de los moriscos españoles, comenzando por los de Valencia. El entonces presidente del Consejo de Portugal hubo de enfundarse entonces su mono de señor de vasallos. A su hijo pertenecía una pequeña villa manchega, Villarrubia de los Ojos, y él era su tutor legal. Ningún señor de vasallos era tan estúpido como para consentir en sus lugares una mengua humana como la que se avecinaba, y menos todavía en calidad de tutor de un menor. Por lo demás, de estos patrimonios dependía la posibilidad tanto de vivir como de servir, y nadie sería llamado a servir en caso sabido de que no pudiera vivir. Así que don Diego se afanó en mitigar los efectos de la orden real. El libro que reseño contiene media docena de cartas al respecto dirigidas a quienes tenían a su cargo la ejecución del edicto. Había que ser muy hábil para no dar lugar a ser acusado de oposición a las órdenes reales, utilizando para ello los dispositivos tanto dialécticos como procedimentales que el destinatario tenía a su disposición. Don Diego comenzó por transmitir a su gobernador el mandato de levantar una relación «de las casas y moriscos» existentes en la villa, sintagma que, en sí mismo, ya daba pie a la posibilidad de circunvalar la intención real (¿quiénes eran y quiénes no moriscos?). En marzo de 1611, cuando ya se había decretado la expulsión de los valencianos, castellanos, andaluces y aragoneses, don Diego volvió a escribir al gobernador para darle cuenta de una carta de su majestad en la que se quejaba de «que han quedado muchos [por expulsar] y vuelto algunos de los que salieron, procurando encubrirse», por lo que parecía necesario «que esta obra se ponga en perfección». Era, pues, obvio que algunos moriscos «habían dejado de salir» y que otros «habían vuelto». La ficción literaria de un Ricote paseándose por Castilla en la segunda parte del Quijote (1615) era, pues, cualquier cosa menos ficción. Sea como fuere, don Diego se aprestó a cumplir el real mandato, pidiendo, eso sí, a quien habría de ejecutarlo, que «por haber sido vasallos míos y vivido cristianamente», se les hiciera «toda la merced» que se pudiera, la cual, decía, «recibiré por propia». Don Diego se opuso también a que en su villa entrase el gobernador de Almagro para efectuar la ejecución. Luchó con todas sus fuerzas para que quienes habitaban en el llamado Barrio Nuevo no fueran incluidos en el decreto, razonando que nuevo no podía ser tomado por apartado, dando así pie a tufo de segregación. Hubo de aguantar también la acusación de «defender esta gente» (sic), frente a la cual se revolvió con un tono del cual no se encontrara semejante a lo largo del epistolario, y que requirió de una aclaración al secretario del rey en la que su fidelidad a las órdenes reales corría pareja con «la defensa de esta gente» en términos de una justicia que los ministros de Felipe III habían, según él, pisoteado. Pero debemos cuidarnos mucho de interpretar la actitud de Salinas como la de un Bartolomé de Las Casas. Tal como el propio Trevor J. Dadson aclaró en otra parte, el conde de Salinas no resistió las órdenes reales «porque tuviese más simpatías o alardes humanitarios hacia sus moriscos, sino porque reconocía que sus bienes o hacienda eran ellos mismos como efectivos humanos». Quien en 1613 confesaba que «después que sirvo a V. M. he perdido de mi hacienda lo que es notorio» (p. 294) sabía de lo que hablaba: no había carrera política si uno no podía pagársela, y uno no podía pagársela si se veía privado de los mecanismos para hacerlo.

Se entiende, pues, que la actitud de los señores de moriscos propiciase que en sus lugares hubiera que echar toda la carne en el asador para lograr la completa expulsión. Tres acometidas se sucedieron en Villarrubia, porque, a mayores, no sólo se trataba de que los señores las estorbaran, sino de que buena parte de la población cristianovieja y no pocos funcionarios desplegaron una dosis de lenidad que en ocasiones mueve a la risa. Y si la expulsión tenía efecto, los regresos estaban también a la orden del día: «todos se vuelven con seguridad» –escribió escandalizado el principal ejecutor de la expulsión en La Mancha–, para añadir semanas más tarde que tal vez sería necesario «hacer alguna gracia a los que salen para que se queden adonde les echaren», esto es, subvencionarles la estancia en el norte de África. Bonita imagen de un Estado dicho absolutista.

Juan E. Gelabert es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria. Es autor de La bolsa del rey. Rey, reino y fisco en Castilla (1598-1648) (Barcelona, Crítica, 1997), Castilla convulsa (1631-1652) (Madrid, Marcial Pons, 2001) y ha coeditado, con José Ignacio Fortea, Ciudades en conflicto (siglos XVI-XVIII) (Madrid, Marcial Pons, 2008).

 

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