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El invierno en Nueva York

Noches sin dormir. Último invierno en Nueva York

Elvira Lindo

Barcelona, Seix Barral, 2015

224 pp. 20 €

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«No hay ningún sitio donde llorar en esta ciudad», afirma esa habitante de Brooklyn que ejerce de narradora en la curiosa y brillante novela Departamento de especulaciones (p. 100), de Jenny Offill, y eso es algo con lo que Elvira Lindo estaría de acuerdo, pues en este cuaderno de notas titulado Noches sin dormir dedica muchas entradas a retratar la proverbial dureza de Nueva York, su escasa hospitalidad, la distancia exagerada (¿e inconsciente?) de sus habitantes, tan extremas como la desesperación de algunas de las formas de vida que alberga y tan acentuada como la belleza sublime y extraña de aquel lugar, en el que la autora, por ejemplo, llega a sentir el alivio «de no tener niños pequeños en esta ciudad» (p. 168).

De todos modos, ni siquiera en algunos momentos de abatimiento que deja apuntados es fácil imaginar a Lindo en busca de una esquina para llorar (tal vez de risa sí, o de emoción, pero no de amargura), pues ella, movida por «la firme voluntad de vivir estos años como quiera» (p. 214), despliega y defiende una actitud que es verdaderamente impecable por jovial, por vivaz, por inquieta y por curiosa: «Yo voy a cualquier sitio que me permita colarme en una casa, en un edificio o conocer un ambiente. Yo, por sistema, voy» (p. 76). Con un residuo de mala conciencia, constata que desde la muerte de su padre ya no le entristece la carga de saberlo en España, esperándola con cierta impaciencia, preguntándole a menudo por su regreso («afortunada por estar aquí, no experimento el peso de la nostalgia ajena como cuando vivía mi padre, no le hago falta a nadie ahora mismo y eso me hace sentir ligera», p. 44), y, en cuanto a los descendientes, no puede sino agradecer a su hijo Miguel la comprensión y generosidad con la que, definitivamente dueño de sus días en Madrid, acepta la ausencia, ese océano que los separa durante meses («su vida no depende ya de mis aciertos o mis torpezas, […] ya no tengo que ser un ejemplo para nadie», p. 168). Y como, además, «la intensidad de vivir es para mí más importante que los logros profesionales» (p. 74), la liberación de Elvira Lindo es completa, sin grietas ni matices.

Por liberarse, de hecho, llega incluso a relativizar la trascendencia de su trabajo, que hasta aquí ha vivido, según explica, con «esa mezcla de pereza y dispersión que convierte esta tarea de escribir en un martirio» (p. 35), pero también con una intensidad y una ambición que no siempre ha visto correspondidas («Ya se sabe que haber escrito humor resta puntos», p. 60). Ella –dice– sabe que va a escribir siempre porque ya no sabría no hacerlo, pero decide que a partir de ahora no le va a importar tanto, que no se va a implicar de un modo tan extremo como en libros todavía recientes que, puestos a hacer balance, le dieron más sinsabores que satisfacciones. Y entonces, al explicárnoslo a través de su intimidad, de su cotidianeidad, obtiene curiosamente un resultado literario acaso más ligero pero superior, un texto que, en su relativa levedad, consigue alzar el vuelo. Noches sin dormir es el libro de una escritora veterana que de pronto se relaja y se suelta y entonces, inesperadamente, da lo mejor de sí, en un texto vivo, divertido, tierno y sagaz, en el que incluso llega a atreverse a incluir (pp. 47-51) una larga oda en verso libérrimo a «Aquellas tetas mías de 1978», elegía y despedida de su juventud que, paradójicamente, la convierte en una poeta joven, no por edad, sino por el espíritu desenfadado y refrescante con que está escrita, rebosante de un desparpajo que se agradece mucho.

En esas noches insomnes del título, Elvira Lindo da cuenta también de muchos paseos, de algunas lecturas, de unos pocos bares y clubes, y, sobre todo, ofrece retratos impagables de algunos amigos y conocidos (y los retratos son dobles, porque el libro viene ilustrado con fotografías de la propia Lindo). El casting de secundarios de este libro es formidable: el peluquero Dani, el sereno Jimmy, el investigador Lorenzo, el profesor de conversación Dave, la «profesional de la limpieza» Rubiela, el escritor-camarero Julian Tepper, el amigo Mark y su loro Tucker, Colm Tóibín, Norman Manea, Fernando Vallespín. Y, entre ellos, previsiblemente, se erige como personaje principal Antonio Muñoz Molina, marido de la autora, a quien, si es remotamente como ella cuenta que es (y yo no tengo ninguna duda de que lo sea, tratándose, al margen de su inmenso talento literario, del «opinador» más sensato, moderado y convincente de nuestro panorama nacional), ha de incomodarle no tanto la frecuencia con que irrumpe (perfectamente natural, tratándose del compañero de esa vida que se despliega en estas páginas) como el tono tan elogioso (algo también razonable, por amor, pero que en algunos fragmentos alcanza casi la categoría de defensa extemporánea ante ciertos ataques que bien son imprecisos, bien son remotos, bien no parecen tener tanta importancia, como sucede con la irritación desmedida ante quienes piensan que el escritor sigue siendo director del Instituto Cervantes de Nueva York, p. 180). Sea como sea, tiene gracia que, hablando de algo que le ocurrió a Tóibín, Lindo afirme que «el novelista siempre está expuesto a que le persigan sus personajes» (p. 59), pues en cierto sentido eso es lo que le ha pasado a Muñoz Molina en Noches sin dormir: alguien que era un personaje central de la mejor de las dos novelas que se barajaban en Como la sombra que se va (Barcelona, Seix Barral, 2014) salta a la realidad (o por lo menos a la no ficción) y da, de repente, su discreta y rápida versión de los mismos hechos (en las páginas 14 y 108, exactamente), con el agravante de que, si aquélla era una novela («no es mi intimidad, no me pertenece, es literatura; ya no soy yo, es un personaje. No me hago responsable de sus actos», p. 69), «esto es un diario, y un diario exige un compromiso de sinceridad» (p. 47). Y también hay comentarios, que no llegan a réplicas, respecto a los cameos de Elvira Lindo en Ventanas de Manhattan (p. 120).

Elvira Lindo, aunque «pudorosa» (p. 67), es una mujer que se declara extravertida hasta la temeridad, y a la que, a pesar de estar largamente escarmentada por la famosa envidia nacional, por la malicia de algunas lenguas (que pueden ser tan ilustres como la de Carmen Martín Gaite, pp. 92-93), le ha costado mucho aprender a ser prudente, cautelosa, hasta suspicaz, y también reprimir su tendencia a la cercanía y a mostrarse disponible y colaboradora («yo ceno con cualquiera», p. 119), sus ganas de ayudar, su entusiasmo o incluso su simple alegría natural, sus ganas de divertirse y compartirlo. En Nueva York, además, ha de lidiar no sólo con el frío del clima, sino con la frialdad de la gente, y de ahí nace alguna nostalgia, algún balance, alguna mirada hacia atrás. Como sucede con muchos diarios escritos para el público, Noches sin dormir se ve interrumpido (enriquecido, quiero decir) por varios recuerdos, por digresiones de carácter memorialístico que la llevan a Cádiz, a Palma de Mallorca o al 23-F, y que le hacen evocar a la madre, o de nuevo al padre, o a los hermanos y a los amigos del pasado.

Y así, entretejidas con alguna suave frivolidad («No hay mejor amigo para una mujer que un boticario», p. 73), algún viejo ajuste de cuentas o algún desencuentro, leemos varias reflexiones que son astutas y perspicaces hasta lo reconfortante. Si Ramón Gaya, meditando sobre el mercado del arte, concluía que «es todo tan grave que no importa», Elvira Lindo anota al hilo de un desfile de moda que «es magnífico cuando, ignorando los mecanismos que rigen un universo cerrado, te lanzas a escribir verdades muy simples que, por existir un acuerdo tácito que las silencia, se convierten de pronto en escandalosas. Ojalá se enfrentara una siempre con la misma inocencia a todo lo que ve» (p. 77). En otro momento comprende «qué difícil es encontrar personas que muestren con sosiego su profundo desacuerdo» (p. 40), y no habla tanto de su propia experiencia como de la de Norman Manea al insistir en la certeza de que «por mucho que se domine una segunda lengua, el escritor siempre será un exiliado, sufrirá a diario la impotencia de no poder captar las sutilezas idiomáticas de un nuevo país» (p. 202).

Elvira Lindo, en fin, jamás se había mostrado con tanta transparencia como aquí, nunca había sido tan osada al mostrarse, y el experimento le ha salido bien. Al cabo no hay literatura más directa que esta que nos revela una conciencia en su normalidad, una experiencia en su día a día, una vida en sus rutinas, sus zozobras y sus merodeos, en perpetua mudanza, pero en años de plenitud. La realidad casi tangible de una mujer no sólo alegre y «absurda optimista» (p. 108), sino plena, franca, abiertamente feliz.

Juan Marqués es poeta y crítico literario. Es autor de los poemarios Un tiempo libre (Granada, Comares, 2008) y Abierto (Valencia, Pre-Textos, 2010).

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