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El escalofrío Trump

Trump. Ensayo sobre la imbecilidad

Aaron James

Barcelona, Malpaso, 2016

Trad. de David León Gómez

127 pp. 16,50 €

Nunca tires la toalla. Cómo convertí mis mayores retos en grandes éxitos

Donald J. Trump

Barcelona, Gestión 2000, 2016

Trad. de Mercedes Vaquero Granados

176 pp. 18,95 €

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Hace aproximadamente un mes, el 18 de septiembre de 2016, una bomba casera explotó en el barrio de Chelsea en Nueva York, mientras que otra era descubierta sin explotar a corta distancia. La policía detuvo unas horas después a quien, según indicios concluyentes, parecía ser el autor de ambos artefactos y de su colocación, un individuo de veintiocho años naturalizado estadounidense y oriundo de Afganistán llamado Ahmad Khan Rahani. En plena campaña electoral para las elecciones presidenciales del 8 de noviembre, la candidata demócrata, Hillary Clinton, en tono sombrío, animó a sus compatriotas a que continuaran con la normalidad de sus vidas sin dejarse amedrentar por la amenaza terrorista, al tiempo que ofrecía garantías sobre la capacidad del país para enfrentarse con éxito al flagelo de la violencia terrorista, tanto dentro como fuera del país. Por su lado, el candidato republicano, Donald J. Trump, afirmaba que el atentado era una consecuencia de la permisiva política estadounidense sobre emigración, reiteraba la necesidad de que los inmigrantes, particularmente los de religión musulmana, fueran objeto de investigación pormenorizada –lo que en inglés se conoce como el nombre de profiling– y expresaba de nuevo su convicción de que el único sistema viable para luchar contra el terrorismo islámico era el de «acabar con todos ellos». Y refiriéndose al sospechoso de haber colocado las bombas, que al ser detenido por la policía había sido herido cuando pretendió utilizar una pistola contra los agentes, en tono sarcástico dijo: «Y ahora le proporcionaremos una magnifica hospitalización. Le cuidarán algunos de los mejores médicos del mundo. En el hospital tendrá una habitación moderna y puesta al día, e incluso recibirá el servicio de habitaciones, sabiendo cómo es nuestro país. Y además estará representado por un magnífico abogado. Su caso se arrastrará durante años por las diferentes instancias judiciales. Y a la postre la gente se olvidará y su castigo no será lo que en otro momento hubiera sido. Qué situación tan triste».

Son múltiples los análisis críticos que el millonario neoyorquino ha suscitado por sus salidas de tono, sus insultos, su ignorancia, su bravuconería, su incontenible vocación populista y autoritaria, su manifiesta incapacidad para ocupar con dignidad y tino la Casa Blanca. Pero es, en realidad, en esos breves párrafos dedicados al dinamitero afgano donde aparece con brutal claridad lo peor de la personalidad trumpiana: su declarada voluntad de acabar con los principios fundamentales de la Constitución estadounidense. En realidad, su negación abierta de los elementos básicos de la democracia moderna y del Estado de Derecho que constituye su versión más acabada. Explotando, como suele hacer habitualmente, sentimientos primarios de miedo y venganza, Trump pone radicalmente en duda la presunción de inocencia, la representación legal del acusado, la regularidad del proceso judicial, el tratamiento humanitario debido incluso a los delincuentes, la división de poderes y los adelantos que la humanidad ha ido conociendo en la evolución del Derecho Penal. ¿A qué pasado y seguramente negro rincón se refiere el candidato republicano al lamentar que el castigo que recibirá el terrorista «no será el que en otro momento hubiera sido»? Apenas dos días antes del atentado, Trump había jugado burdamente con la amenaza de la violencia asesina contra su contrincante, Hillary Clinton, cuando, criticándola por su supuesta pasividad al tratar el tema del derecho a poseer y llevar armas, se permitió la siniestra broma de sugerir que los escoltas con que cuenta la candidata demócrata realizaran su tarea sin llevarlas: «A ver qué pasa entonces», sentenció pesadamente el millonario norteamericano.

Aaron James, profesor de Filosofía en la Universidad de California en Irvine, y autor con manifiesta vocación provocadora, ha escrito este ensayo sobre la imbecilidad con un evidente doble propósito: explicar por qué conviene aplicar el epíteto al candidato republicano y, en una segunda derivada, situarlo fuera de la tradición filosófica y política occidental que transcurre desde Hobbes y Rousseau hasta el momento actual, pasando, naturalmente, por los Founding Fathers de la democracia estadounidense y su Constitución. Es este un libro breve y, en el mejor de sentido de la palabra, panfletario, escrito con urgencia para aprovechar el tirón del proceso electoral y trufado de digresiones doctas que bien hubieran merecido algún peinado menos profesoral y más político. Y es un libro sorprendentemente bien editado, como si su vocación fuera la de ser albergado como oro en paño en la biblioteca de sus lectores. O incluso agitado con determinación contra el payaso imbécil –ambos calificativos recibe profusamente el personaje– que ocupa el centro del relato.

Para decirlo todo, lo de «imbécil» es una traducción piadosa del original que, para escándalo de cuitados e irrisión de irreverentes, se leía en inglés como Assholes. A Theory of Donald Trump. No hace falta tener un certificado de Cambridge para saber a qué parte redonda de la anatomía humana con su correspondiente oquedad se refiere el término. Que, superando lo puramente fisiológico, se ha convertido en uno de los más contundentes y acreditados insultos en la lengua de Shakespeare, tanto más presente en el habla diaria cuanto menos oído en sus versiones públicas: el lado victoriano de la sociedad norteamericana cubre en televisiones y radios esa y otras habituales expresiones groseras de la parla habitual con puritanos pitidos que, en verdad, a nadie confunden y, menos, engañan. Pero, en definitiva, ¿qué entienden los angloparlantes por asshole? Y, dicho de otra manera, ¿podemos interpretar que un asshole es un «imbécil»?

El venerable Diccionario Webster describe la palabreja como definitoria de alguien que es «estúpido, incompetente, desagradable o detestable». Y el propio Aaaron James, quien ya en 2012 había publicado una indagación general sobre el temaAssholes. A Theory, Nueva York, Doubleday, 2012., ofrece una definición más detallada: «Una persona, generalmente hombre, que se considera de importancia moral o social mas alta que ningún otro, que se permite el disfrute de ventajas especiales a las que sistemáticamente recurre, que lo hace como resultado de un enraizado sentido del derecho que cree le asiste y que está inmunizado por ello contra las quejas de los demás: no debe explicaciones a nadie, siendo él mismo el único autorizado a pedirlas». Seguramente el filósofo ya estaba pensando en Trump cuando pergeñó la definición. En español de acá, dicho sea con todos los respetos, aunque sin pitidos, sería mas bien traducible como «gilipollas» –confieso que siempre he dudado entre la «ll» y la «y» para la correspondiente grafía– y allende los mares como «pelotudo» o, eventualmente, «pendejo».

El problema, en realidad, no tiene nada que ver con la semántica, por mucha que sea la satisfacción que produzca insultar a Trump, y esta breve disquisición terminológica debe ser contrastada con la realidad: el candidato republicano a las elecciones presidenciales no es un asshole, o un «imbécil», o un «gilipollas», o un «pendejo», o un «pelotudo». Es, y bien que lo deja claro James en su texto y tantos otros dentro y fuera de su país, un peligro para la democracia en Estados Unidos y para la estabilidad mundial. Conviene no perder esa perspectiva para recostarse inconscientemente en el exabrupto: Trump se ha convertido en un pernicioso fenómeno y, por bien de la humanidad, conviene desear, y en la medida de la posibilidad democrática impedir, que sus últimos designios –gobernar el país más poderoso y rico de la Tierra– lleguen a materializarse.

La sobreabundante literatura críticaVéase, por ejemplo, el agudo análisis publicado en España por el Circulo Cívico de Opinión. que Trump ha generado se centra por lo general en el examen de las preguntas, incógnitas y espantos que genera el empresario-convertido-en-candidato-presidencial: de quién se trata, cómo ha llegado a disputar la Casa Blanca, cuáles son sus planes y qué es lo que ocurriría en el caso de que los electores le confiaran el mandato que persigue. James, que viste con lenguaje doctoral el profundo rechazo que el personaje le suscita, cumple con el canon de manera eficaz, en ocasiones novedosa y a ratos repetitiva. Se trata, dice, de un embustero: «Lo que dice es cierto sólo a veces y cuando no lo es, le da igual», pero que «tiene un instinto asombroso para dar voz a la vox populi». Su imparable ascenso «encaja con tendencias más amplias en una globalización del sálvese quien pueda, que ha alzado a puestos de relieve a diversos dirigentes populistas en toda Europa, impulsados por la nostalgia nacionalista, las reivindicaciones de clase y la inseguridad económica». Cree James que Trump «no es un Mussolini ni un Stalin», pero precisa: «aunque insaciable, su ideología es endeble» y se pregunta si «podría convertirse en un dictador que fraguase de manera progresiva argumentos racionales para sus actos». La conclusión es contundente: «Trump y Cruz –el senador republicano por Texas que también participó en la carrera presidencial y al que el autor concede un plus de peligrosidad ideológica que no observa en Trump– son una abominación para nuestra república democrática».

El autor va un trecho mas allá de la descalificación trumpiana al apuntar, con la brevedad que el panfleto permite, dos motivos adicionales para la reflexión. Entiende, en primer lugar, que Trump debería servirnos como advertencia: «Trump, seguramente sin pretenderlo […] ha hecho las veces de llamada de atención a la república», aunque no sea «digno de crédito, elogio ni agradecimiento». Constituiría algo así como un poderoso aviso a navegantes o una reencontrada felix culpa que permite redescubrir las vías de la redención. Siempre, naturalmente, que la amenaza de llegar al Despacho Oval no se cumpla. En segundo lugar, se pregunta el autor qué culpas individuales y colectivas han posibilitado la aparición y crecimiento del turbador fenómeno: «La responsabilidad comienza –escribe James– con las numerosas minorías selectas que han degradado y saqueado la nación con delirios interesados […]. Centrados en su propia búsqueda de poder, dinero y posición social, han privado a las clases baja y media de los ingresos y las expectativas que necesitan para seguir viviendo con dignidad». Y es ese apunte, que sitúa a Donald Trump como resultado de un precipitado social y no como un inexplicable meteorito, el que encuentra eco inmediato e inconsciente en muchos de sus seguidores. Es posible hacerse cargo de estas inquietudes y, al tiempo, denunciar a Trump. Es lo que ha ocurrido con el senador Bernie Sanders, que hasta la hora veinticinco disputó a Hillary Clinton la candidatura a la Casa Banca, o con la senadora demócrata Elizabeth Warren, fustigadora implacable de Wall Street y sus excesos. Aunque el filósofo renuncia expresamente a enumerar sus candidatos preferidos, los últimos podrían ser sus referentes programáticos y políticos, encuadrados en una ingente tarea: la de recuperar la vigencia de un rousseauniano «contrato social», como si se tratara, y así lo dice, de recomponer un matrimonio en riesgo de naufragio. La fórmula se articula en tres sucintas reglas: «No dividirás a la población […].  No manifestarás desprecio por ninguna persona o colectivo […]. No quebrantarás ninguno de estos dos mandamientos». Es en esa dimensión donde cobran más fuerza los apuntes de filosofía social y económica a los que Aaron James presta especial cuidado. Aparecen como recomendaciones para evitar la catástrofe tras haber entrevisto los riesgos terminales que encarna Trump. Parece que estuviéramos despertando de un mal sueño. Finalmente, Trump no ganará las elecciones. Pero, ¿y si gana? ¿No hay entonces más que llorar y crujir de dientes?Es precisamente en la parte del texto dedicada a las propuestas de mejora en la gobernación de la república donde James cita un texto de José Luis Martí y Philip Pettit publicado por Princeton University Press en 2010 y titulado A Political Philosophy in Public Life. Civic Republicanism in Zapatero’s Spain. Argumenta James: «El presidente socialista cayó en desgracia tras la crisis de 2008, pero tal cosa se debió sobre todo al rechazo por parte de la izquierda de una respuesta respetuosa con los mercados». Curioso.

Se resiste el filósofo a creer que Donald Trump vaya a validar en su país la parábola brechtiana de Arturo Ui –un transparente trasunto de Hitler– y su irresistible ascensión al poder. No faltan, sin embargo, medios intelectuales y políticos que se inclinan a pensar que lo contrario no es por completo descartable y que, a la postre, tampoco la sociedad estadounidense está por completo guarnecida contra la tentación de subvertir el orden constitucional, la división de poderes y las libertades personales y colectivas. Multitud son aquellos que preferirían no tener que comprobarlo. Son estos los momentos en que lectores varios vuelven a recorrer las páginas de Philip RothLa conjura contra América, trad. de Jordi Fibla, Barcelona, Literatura Random House, 2005. o Sinclair LewisEso no puede pasar aquí, trad. de Amaya Bozal e Íñigo Rodríguez, Madrid, Antonio Machado Libros, 2013. y sus descripciones de posibles escenarios dictatoriales y neodespóticos. ¿Ha situado Donald Trump a los Estados Unidos en el borde mismo del precipicio? Incluso si no ganara, ¿no quedaría la atmósfera colectiva contaminada por los miasmas de la sinrazón? ¿No es acaso Trump un virus destructivo que, con sus ramificaciones en otras partes del mundo, está amenazando la esencia de la democracia representativa? Razones suficientes existen como para pensar que la formulación de esas y otras preguntas similares no pertenece, desgraciadamente, al terreno del vacío catastrofismo.

Trump ha generado una ingente literatura. Buena parte de ella lleva su firma y tiene un constante tufo hagiográfico. Con formulas diversas y ayudas varias, los libros de su autoría pertenecen a la consagrada categoría de la «automejora», contenida en fórmulas simples, pretendidamente calcadas de la experiencia del autor, y dirigidas a garantizar el éxito, el dinero y el poder del que los leyere. A ese renglón pertenece Nunca tires la toalla, narración en pequeños capítulos de las andanzas inmobiliarias del personaje, todas ellas bajo la filosofía que encierra el título. Trump presume allí de poseer un «indomable sentido del éxito». Que ya había desplegado en The Art of the DealNueva York, Ballantine Books, 1987., escrito por el periodista Tony Schwartz, en una tarea que le proporcionó ganancias y un permanente disgusto. Su arrepentimiento, tal como ha quedado recientemente recogido en un largo ensayo publicado en el The New Yorker constituye quizás el mejor retrato que hoy cabe obtener del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos. Difícil resulta no evitar el escalofrío.

Javier Rupérez es embajador de España y miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Sus últimos libros son El espejismo multilateral. La geopolítica entre el idealismo y la realidad (Córdoba, Almuzara, 2009), Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del imperio (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011) y, con David Vítores, El español en las relaciones internacionales (Barcelona, Ariel/Fundación Telefónica, 2012).

 

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