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El enigma de Las Meninas en viñetas

Las meninas

Santiago García y Javier Olivares

Bilbao, Astiberri, 2014

192 pp. 18 €

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Atrás queda el tiempo en que los cómics se identificaban con una lectura para niños y adolescentes. El cómic para adultos contemporáneo, lo que hoy suele denominarse novela gráfica, ha aportado una merecida legitimidad cultural a las viñetas al atreverse a abordar, con rigor y excelencia, asuntos complejos. En el caso que nos ocupa, uno de los cuadros más enigmáticos jamás pintados.

Todo el mundo ha visto alguna vez la obra maestra emblemática de Velázquez y de la pintura barroca española, de modo que podemos prescindir ahora de una descripción de Las Meninas (1656) y entrar en materia directamente. Bastará con decir que en el cuadro pueden destacarse tres planos desde los que se estructura el escenario de la representación, como indica el historiador del arte Victor Stoichita: el del lienzo, del que sólo vemos el reverso, un cuadro dentro del cuadro que está pintando el propio pintor; el del espejo que aparece al fondo del cuadro, en cuyo reflejo atisbamos al rey, dos Felipes antes del actual, y a su esposa Mariana; y el de la realidad, el «acá» del cuadro, el «afuera» de la ventana de representación hacia el que mira el pintor que pinta, cuya mirada se dirige expresamente al espacio del espectador. Bastará con añadir que Las Meninas (2014), de Santiago García y Javier Olivares, un acontecimiento del cómic español del siglo XXI, el particular Siglo de Oro de la novela gráfica, podría leerse a partir de esos tres mismos términos: lienzo, espejo, realidad.

El lienzo

El lienzo representa los poderes de Velázquez, su habilidad suprema con los pinceles, la llave que le permitirá llegar a pintor de cámara y aposentador mayor del rey, cargo por el cual portará la «llave maestra» que abre «todas las puertas de palacio». Ya al final de su vida, incluso será nombrado caballero de la Orden de Santiago gracias a Felipe IV, el «fan número uno» de su obra. El primer capítulo de Las Meninas se titula, de hecho, «La llave», y aborda, entre otros asuntos, el aprendizaje juvenil de Velázquez con Pacheco en Sevilla, su llegada a Madrid a la corte de Felipe IV y, muy especialmente, el dilema del oficio frente al arte, un tema recurrente a lo largo del libro con múltiples ecos contemporáneos. En una escena, Rubens alecciona al joven Velázquez durante una estancia en Madrid: «Diego, la pintura es una industria». El

Velázquez de madurez, sin embargo, se dirá a sí mismo: «No es un oficio, es un arte».

Hablamos, por tanto, de una llave literal y simbólica. Otra «llave» es el ensayo que Michel Foucault dedicó al cuadro de Velázquez en Las palabras y las cosas, parafraseado en el primer capítulo del cómic. Dos páginas en las que García y Olivares representan al filósofo francés pensando y escribiendo sobre Las Meninas, una «puesta en abismo» a partir de un ensayo sobre un cuadro que era otra puesta en abismo. No es casualidad que se cite ese texto clásico de Foucault casi al comienzo del cómic y, de hecho, podría decirse que constituye el fulcro de la obra, como esa puerta que se abre al fondo del cuadro velazqueño permitiendo entrar la luz desde el plano que queda tras él. El equívoco deliberado en esas dos páginas del cómic entre la representación literaria y la visual, entre palabra, imagen y marco de la viñeta, nos sugiere muchas cosas, pero digamos ahora una sola: escribir, pensar sobre arte es una noble tarea que, siguiendo el ejemplo de Foucault, nuestros intrépidos historietistas se disponen a realizar utilizando sus propias armas. La palabra, sí, pero también el dibujo, las viñetas, el diseño. Con su premeditado hermetismo formal, esta escena «postestructural» con Foucault también supone un modo de elevar el tono del cómic para prevenir al lector de que debe prestar toda su atención a lo que vendrá en las siguientes ciento ochenta páginas.

El espejo

El espejo que pintó Velázquez en Las Meninas es uno que funciona como imagen y signo a la vez. Es decir, «hay un espejo» dentro del espacio representado, pero el espejo permite ver algo fuera de los límites del cuadro, reflejando una «realidad exterior» al lienzo, o, quizás al mismo tiempo, lo que pinta Velázquez en el cuadro del que sólo vemos el reverso. Ese tipo de espejo que prolonga el espacio del cuadro es la clave que conduce la meditación de Velázquez sobre la representación, inspirada probablemente por el que pintó Van Eyck en El matrimonio Arnolfini (1434). García y Olivares dedican una escena a la importancia de ese hallazgo, un diálogo entre Velázquez y el enano Nicolasito que incluye un giro humorístico muy adecuado. «El espejo», así se titula el segundo capítulo del cómic, fue un motivo redescubierto por los pintores del siglo XVII y desarrollado con diferentes soluciones para tematizar el acto de la percepción pictórica como percepción autorreflexiva. El pintor se representa ante su cuadro para pensar (ver) qué es la pintura, y esto es propio de un cambio de paradigma en la cultura occidental.

Ese nuevo paradigma, por resumir ahora, es el cartesiano. Como indica Stoichita en La invención del cuadro, la revolución del pensamiento metódico de Descartes –en contraste con la cultura de «gabinete de curiosidades»– era también, de manera explícita en su Discurso del método, un modo de VER. Para el pensamiento acumulativo de Gracián, de quien García y Olivares citan un aforismo intrigante respecto a lo narrado en el cómic, probablemente con connotaciones satíricas («Todo necio es persuadido y todo persuadido es necio»), el ojo podía verlo todo menos a sí mismo. Para Descartes, en cambio, era posible un «ojo metódico» que conseguía verse a sí mismo a través de un desdoblamiento entre objeto y sujeto: mediante su puesta en abismo. Este nuevo paradigma autorreflexivo que trae la ciencia del momento, más introspectivo, conduce a pensar la escisión entre productor y receptor de la imagen, y hay que entender Las Meninas en el marco de esa cultura de «vista metódica» que pretende verse a sí misma. Otros pintores del siglo XVII, como Rembrandt, acudieron previamente al «escenario de producción», un motivo en el que el pintor se representa pintando y, de este modo, hace visible la obra de arte como producto y como proceso, pero ninguno con la complejidad de Velázquez.

Hay muchas cosas admirables en el cómic Las Meninas, y no es la menor de ellas el retrato que se logra de Velázquez. García y Olivares citan la primera frase del ensayo de Foucault, «El pintor está ligeramente alejado del cuadro», que resuena por todo el cómic. Velázquez no se representó en Las Meninas en la acción manual de aplicar el pincel al lienzo, sino en una posición más intelectual y «noble»: en el momento reflexivo de pensar la pintura, la forma artística a cuya tradición pertenece el pintor, dentro de un escenario en el que aparece precisamente rodeado de cuadros. De hecho, es que para resultar visible, el pintor ha tenido que tomar distancia de su obra. El artista del Barroco no era un ser dotado únicamente de «intuición»: era también, y ante todo, un pensador. En varias escenas del cómic se alude al carácter «flemático» del pintor, definido así por el propio Felipe IV, dado a la especulación; el cuadro Las Meninas, en concreto, ha llegado a ser calificado de «teología de la pintura» (Luca Giordano) y «filosofía de la pintura» (Martin Warnke). En la representación que hacen García y Olivares del concurso celebrado en 1627 entre Velázquez y otros pintores de la corte –el tema común era la expulsión de los moriscos–, el único que piensa antes de pintar mientras los demás se afanan con el lienzo es el que lo ganó: el sevillano. Muy apropiadamente, los cuadros finales del concurso que contempla el rey son dibujados como viñetas negras, flotantes, cuyo contenido se oculta al lector. Todo lienzo implica un marco, el marco de la representación, la frontera estética del cuadro. Puesto que hablamos de un cuadro que reflexiona sobre los mecanismos de su propia representación, resultan muy pertinentes todos los juegos formales de marcos que establecen García y Olivares a lo largo de su libro. La página de cómic puede verse como el equivalente gráfico de un cuadro que estuviera compuesto de otros cuadros más pequeños: las viñetas. ¿Y acaso ese sistema de imágenes no tiene que ver con la sala llena de pinturas –la galería o gabinete de curiosidades, un motivo autorreferencial de la época presente en cuadros previos a Las Meninas– en que se representa Velázquez pintando?

Pero, a la postre, el rasgo que predomina en el Velázquez de García y Olivares es uno que parece consecuente con lo poco que sabemos hoy de su pensamiento y vida íntima: en el cómic, el pintor sevillano es una figura tan insondable como Las Meninas. El tono general predominante en la obra es alusivo y elíptico, acorde con la representación cifrada y finalmente irresoluble del cuadro de Velázquez. García y Olivares se apoyan en un binomio densidad/levedad desde el que despliegan múltiples lecturas y capas de significado que, sin embargo, se expresan a través de una forma liviana que nunca se ve lastrada por la tarea de documentación, ocultada pacientemente al lector: grandes viñetas de texto escaso, utilización ejemplar de la doble página, cambios de tono narrativo y gráfico, uso del humor, la caricatura y la pantomima, empleo de la historieta corta, un formato tradicional del cómic que aquí podríamos emparentar con el cuento y el entremés, tan populares en el Siglo de Oro. Si en el humanismo vitalista del Barroco fue habitual la mezcla de lo culto con lo popular y la inclusión de elementos feos y deformes –ahí están esos enanos de la corte retratados junto a la infanta y sus meninas–, García y Olivares alternan similarmente lo alto y lo bajo, lo cómico y lo trágico, lo grave y lo burlesco.

Casi parece ocioso señalar aquí el espectacular despliegue dibujístico de Javier Olivares, ilustrador de brillante y dilatada carrera: sus cambios de registro, su empleo del color como indicativo de cada época, su estilo de líneas geométricas y ecos picassianos alejado del ilusionismo, en acertado contraste con el naturalismo de Velázquez (su proceso creativo en Las Meninas pudo verse expuesto el pasado otoño en el Museo ABC). Pero sí merecen destacarse ahora algunos elementos gráficos inspirados en la pintura barroca: el tenebrismo, como en las escenas fáusticas de los encuentros de Velázquez con Ribera, «El Spagnoletto», en Nápoles, de una intensidad inolvidable, la frontalidad y ceremoniosidad de las figuras o, por supuesto, la puesta en escena, simbólica y teatral, que lleva la obra a territorios alegóricos muy en consonancia con las estrategias barrocas. En el Siglo de Oro, la relación literatura-pintura adquiere una importancia crucial, y las técnicas compositivas de los cuadros se corresponden a veces con estructuras literarias: el cuadro dentro del cuadro con el teatro dentro del teatro; los diferentes planos pictóricos con la acción principal y la secundaria. Si el cuadro barroco podía conformar espacios dramáticos, García y Olivares adoptan una estrategia equivalente de theatrum mundi en sus viñetas. Es así como el cómic Las Meninas genera su propio misterio, sus paradojas y aporías.

Las Meninas es también una novela gráfica que combina recursos tradicionales del cómic con tácticas de la novela contemporánea, principalmente la alternancia de lo estrictamente narrativo con la digresión propia del ensayo. El principal problema creativo en este sentido, resuelto brillantemente por Santiago García –un guionista con una sólida carrera que abarca ya más de una década–, era adoptar un lenguaje artístico apropiado a ese tono ensayístico, con escasos precedentes en el cómic. Teniendo en cuenta que en una forma como la historieta principalmente se «muestra», debido al dibujo, su opción es dar predominio a la acción, lo visual o lo irónico, y, paralelamente, evitar la verborrea solemne.

De este modo, recursos del ensayo literario como la anécdota histórica o la paráfrasis adoptan aquí la forma de tiras de humor, historietas confesionales en primera persona (la protagonizada por Buero Vallejo) o «animaciones» en viñetas del hipotético escenario en que se pintó Las Meninas, y donde el rey descubrió que había sido «retratado» sin permiso. Por la misma lógica, las reflexiones sobre la realidad y su representación –la preocupación apariencia/verdad es otro tema típicamente barroco– se plasman en dos fascinantes páginas mudas, un par de dibujos «iguales» que representan al esclavo Juan de Pareja, el hombre, y a «Juan de Pareja», el retrato de Velázquez. «¿Dónde está el cuadro?», preguntó en 1846 el crítico francés Théophile Gautier al ver Las Meninas en el Prado, pasmado por su «realidad» autónoma, una tan poderosa que solo podía existir dentro del cuadro. Como la mano del aposentador José Nieto que aparta la cortina en la puerta abierta al fondo de Las Meninas, en la que convergen todas las líneas de perspectiva del cuadro, García y Olivares parecen re-velar la verdad a través de un teatrillo del arte. Es la mentira con la que, según Gracián, debía vestirse la verdad para ser transmitida.

«Pues claro que no es auténtico, señor. Es un espejo», dice Buero Vallejo en una viñeta tras leer una crítica a su obra de teatro Las Meninas (1960) por su «radical y palmaria inautenticidad». La alegoría barroca del espejo es también una clave creativa para García y Olivares, al armar su cómic con una estructura narrativa fragmentaria y politonal que no esconde el artificio formal, sino que, por el contrario, se apoya en él y en el «encanto del doble». Aquí puede verse otra correspondencia con la afirmación del artificio –del arte– por encima del natural, propia del Barroco. Santiago García, historiador del arte además de guionista, evita la erudición gratuita a la hora de destilar en el guión su investigación previa para proponer lecturas especulativas sobre la vida y época de Velázquez, y, mucho más allá, sobre la influencia cultural de Las Meninas. Si el gran hallazgo del pintor sevillano fue incorporar al espectador a la obra, situándolo «frente al espejo» que es el cuadro, el gran acierto del cómic de García y Olivares es ampliar el enfoque inicial del relato desde el pintor al cuadro, desde la biografía histórica a la historia cultural.

Ya lo indica el título del cómic: el tema es Las Meninas, no tanto Velázquez, y de ahí el trasiego constante de épocas para recorrer el impacto que produjo el cuadro en sus observadores. A partir de aquí, las alusiones al diferente significado de Las Meninas según el momento histórico, o a los diversos artistas que se inspiraron en el cuadro y lo utilizaron como vara de medir para crear su propia obra maestra –de Goya a las variaciones de Picasso, las «chafarrinadas ecuménicas» de Dalí, la obsesión velazqueña de Buero o la ironía pop del Equipo Crónica durante el tardofranquismo–, añaden una dimensión al cómic que lo convierten en una obra abierta en el pleno sentido artístico y adulto del término.

El tema principal del libro, pues, es la construcción del mito sobre el cuadro, que aún continuamos nosotros y, por supuesto, los propios autores del cómic, pero también la historia como un relato que se construye desde cada presente, un relato nunca exento de ficción. Es notable en este sentido cómo García y Olivares superponen ambiguamente los hechos históricos con especulaciones más o menos verosímiles –esos emocionantes pasajes amorosos de Velázquez y Flaminia, posible modelo de La Venus del espejo, durante la segunda estancia del pintor en Italia–, pero también con lo que hoy sabemos leyendas, a menudo en el mismo plano narrativo. El recurso, dicho sea de paso, entronca con la tradición cervantina y barroca donde la realidad se confunde con la ficción para recrear la ilusión de la vida en toda su complejidad: la fantasía como sostén de la realidad. Así sucede en una secuencia del último capítulo, «La cruz», donde la mano que sostiene el pincel para añadir en Las Meninas la Cruz de Santiago en el pecho del pintor empieza siendo la del rey, como afirma la leyenda, y termina siendo otra bien diferente. Por su parte, el juego narrativo circular que se establece con el título del cuadro, entre cómo se llamaba en el siglo XVII y cómo fue cambiado en el XIX para atraer visitantes al Prado y por el que hoy lo conocemos, nos muestra, sin verbalizarlo, la importancia del nombre de las cosas y de la mirada epocal.

El acá del cuadro

Todo el mundo conoce hoy Las Meninas, pero hasta el siglo XIX había sido un cuadro desconocido fuera de la corte madrileña, confinado en estancias reales de acceso restringido. Su fama internacional no llegó hasta su exhibición en el Museo del Prado, inaugurado en 1819. Resulta por ello muy pertinente la alusión en el cómic a su exposición pública en el XIX, ya en plena era moderna del museo, en una escena contrapuesta inmediatamente con la de su inventario en 1666 como patrimonio real, inaccesible al público, tras la muerte de Felipe IV.

Toda la recreación del Siglo de Oro en el cómic está llena de resonancias de nuestra realidad, particularmente respecto a la idiosincrasia española y los pecados nacionales, que incluyen una referencia a la Guerra Civil en el pasaje de Buero Vallejo. La línea narrativa principal que organiza la estructura fragmentaria del cómic es la pesquisa de un enviado de la Santa Orden de Santiago que investiga la vida de Velázquez a través de sus allegados, un poco a la manera de Ciudadano Kane, buscando manchas en su carrera para intentar impedirle la entrada en la Orden. Velázquez no sólo mostró un deseo tan barroco como el de trascender el tiempo y la muerte a través del arte. En vida también quiso ascender socialmente como cortesano «discreto» (Gracián) hasta ingresar en la aristocracia utilizando su arte y sus servicios al rey. Pero, por supuesto, las elites españolas no creen en la meritocracia. Cuando Velázquez se encuentra en el cómic con el caballero que lo investiga, este lo desdeña como a un mero criado de palacio. «Para ser noble no basta con tener habilidad trasteando con las pinturas», le espeta. «Recibirás tu hábito con la cruz, no podemos impedirlo. Pero nunca serás uno de nosotros». En una escena anterior, Ribera había avisado a Velázquez: «Para ellos no somos personas, Diego. Nuestro arte no vale nada. No importa nada. Lo único que importa en España es si eres uno de ellos o no».

Y, sin embargo, el legado de Velázquez sigue ahí, en su cuadro enigmático e inmortal. Él tuvo la osadía de retratar al rey saltándose su prohibición, y mucho más, de autorretratarse junto a la infanta y por delante del rey. «El cuadro parece más un retrato de Velázquez que de la emperatriz», escribió Félix da Costa en un tratado de arte de 1696. El pintor sevillano jugó a ser aceptado como «uno de ellos» en una época donde era imposible concebir otra alternativa de ascenso social. En otros países y culturas, más adelante, el pueblo cambiaría las reglas del juego: a partir de entonces, los aristócratas tendrían que ser como el resto. O, por lo menos, estarían obligados a aparentarlo.

Foucault interpretó Las Meninas como una estructura de conocimiento que invitaba al espectador a participar en una representación que se daba como pura representación, en un «espacio practicable» al que nos vemos atraídos por las miradas de los personajes y, sobre todo, por el espejo. En el acá del cuadro, en la realidad situada frente a él, el primero que estuvo nunca fue el rey, sino el artista: el autor. Y sólo detrás de él llegarían los demás, los sucesivos espectadores, como se muestra en una asombrosa doble página del cómic de García y Olivares. Desde ella nos recuerdan que quien se coloca en esa posición ante Las Meninas es, también, soberano.

Pepo Pérez es doctor en Bellas Artes, ha sido visiting scholar en la School of Visual Arts de Nueva York y dibujante residente en la Maison des Auteurs de la Cité internationale de la bande dessinée et de l’image de Angulema. Profesor contratado doctor en la Universidad de Málaga, ilustrador y dibujante de cómics, ha escrito como crítico en revistas académicas y medios como El Periódico, Rockdelux o Esquire, entre otros. Es autor del blog Es muy de cómic.

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