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La Europa de las catástrofes

Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949

Ian Kershaw

Barcelona, Crítica, 2016

Trad. de Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya

792 pp. 31,90 €

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¿Qué permite darle a un libro de historia el calificativo de excelente? Los profesionales de la historia valoran sobre todo las monografías que proporcionan un saber nuevo a partir del análisis riguroso y crítico de las fuentes primarias. Quienes sienten por el pasado un interés que no pretende convertirlos en investigadores dan importancia a la sencillez y a la amenidad de una exposición histórica que divulga los resultados del trabajo de los especialistas. Un buen texto, desde la perspectiva de la enseñanza, es aquel que condensa y organizada de un modo didáctico los contenidos fundamentales de la materia histórica. Además de estos tres tipos, hay un cuarto que no suele estar bien definido. Me refiero a obras como el libro de Ian Kershaw objeto de esta reseña. Proporcionan un saber histórico en buena medida contenido en numerosas y distintas monografías, se dirigen también a los no especialistas y son de utilidad para los estudiantes, pero lo verdaderamente propio es su carácter de síntesis, que aclara y precisa los diversos elementos explicativos a una escala a la que no suelen llegar ni siquiera las mejores monografías.

De formación inicial medievalista, Ian Kershaw es uno de los mejores expertos en la Alemania nazi. Su biografía de Hitler, en dos volúmenes, resulta ejemplar por la innovadora manera de integrar, en el estudio del proceso histórico, el factor individual, el medio socioeconómico, el ámbito de lo político y las ideas, las creencias y los valores propios de una culturaIan Kershaw, Hitler, 1889-1936 y Hitler, 1936-1945. De entre sus otras obras: El mito de Hitler. Imagen y realidad en el Tercer Reich, trad. de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, Barcelona, Paidós, 2003; La dictadura nazi. Problemas y perspectivas de interpretación, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004; Un amigo de Hitler. Inglaterra y Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial, trad. de José Manuel Álvarez Flórez, Barcelona, Península, 2013; El final. Alemania 1944-1945, trad. de Yolanda Fontal, Barcelona, Península, 2013.. En su síntesis de historia de Europa, dada la escala en que se mueve, hay una perspectiva y un modo de introducir múltiples y diversos factores, así como de percibir semejanzas y diferencias que lo distinguen de otras de similar envergadura. El propio Kershaw menciona las de Eric Hobsbawm, Mark Mazower, Richard Vinen, Bernard Wasserstein y Harold JamesSólo la de Harold James, Europe Reborn. A History, 1914-2000, Londres, Routledge, 2003, no está traducida que yo sepa al castellano, pero sí las otras: Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, trad. de Juan Faci, Jordi Ainaud y Carme Castells, Barcelona, Crítica, 1995; Mark Mazower, La Europa negra. Desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo, trad. de Guillermo Solana, Barcelona, Ediciones B, 2009 (agotada la edición, por desgracia no se encuentra en las librerías); Richard Vinen, Europa en fragmentos. Historia del viejo continente en el siglo XX, trad. de Bernardo Moreno Carrillo, Barcelona, Península, 2002; y Bernard Wasserstein, Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo, trad. de Isabel Ferrer y Carlos Milla, Barcelona, Ariel, 2010.. Descenso a los infiernos es el primero de dos volúmenes (el segundo aún sin terminar) sobre la historia de Europa del siglo XX y en él salen a relucir muchas preguntas y respuestas sobre gran variedad de cuestiones, unidas por una misma intención. Tal como Kershaw plantea al final de la introducción, su objetivo es «comprender cómo Europa se sumió en el abismo durante la primera mitad de un siglo tan violento como tumultuoso, y cómo luego, curiosamente, a los cuatro años de tocar fondo en 1945, empezó a poner los cimientos de una recuperación asombrosa para que una nueva Europa surgiera de las cenizas de la anterior y retomaran el camino de vuelta del infierno a la tierra» (p. 35).

El propósito de comprender y explicar los acontecimientos y los procesos históricos, por qué ocurrieron de esa forma y no de otra, y qué nexo existe entre ellos, como escribió Eric Hobsbawm al comienzo de su Historia del siglo XX, también está presente en las síntesis antes citadas y de manera reiterada en Descenso a los infiernos, pero la perspectiva del historiador cambia con el tiempo. Kershaw no puede decir, como hace Hobsbawm, que muchos de los acontecimientos de su libro enmarcaron su vida y han dado forma a su experiencia privada y pública, porque nació al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras que este último lo hizo el mismo año del triunfo de la revolución bolchevique. Sin embargo, no sólo se trata de la perspectiva que proporciona la experiencia personal y la implicación directa, en el caso de Hobsbawm y los miembros de su generación, frente a la distancia temporal en relación con los hechos por parte de autores como Kershaw o Wasserstein y, en mayor medida, Mazower, el más joven. También hay otros factores que influyen seguramente de manera más decisiva en el modo de concebir e interpretar el período y que están en función de los cambios en las formas de «hacer historia» y de los resultados de la investigación. En la síntesis de Kershaw encuentro siete aspectos destacables.

En primer lugar, por lo que se refiere al tiempo y al espacio, el autor prolonga el período hasta finales de la década de 1940, en vez de acabar en 1945 como suele ser lo habitual, porque considera que sólo hacia 1949 tomaron forma «los contornos de una nueva Europa, por entonces un continente dividido desde el punto de vista político, ideológico y económico» (p. 619). Además, en consonancia con uno de los cambios más notables en la más reciente historiografía, del que Tony Judt dio cuenta en Postguerra y en Pensar el siglo XXVéase también Timothy Snyder, Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin, trad. de Jesús de Cos, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2011.,  la síntesis de Kershaw dirige gran parte de su atención al espacio de la mitad oriental del viejo continente y destaca la intensidad de la tragedia en un escenario poco o mal conocido hasta fecha reciente.

En segundo lugar, la historia de Europa de Ian Kershaw, que en este primer volumen incluye también a Rusia (la Unión Soviética tras el triunfo de la revolución), así como a Turquía en tanto que tuvo un papel significativo en los asuntos europeos, comparte con las síntesis de Hobsbawm, Mazower, Vinen, Wasserstein y James un enfoque muy diferente al de tantas historia de las naciones-Estado de Europa, pero no es una historia europea de Europa en el sentido de Charles-Olivier CarbonellCharles-Olivier Carbonell, Una historia europea de Europa. Mitos y fundamentos (De los orígenes al siglo XV), trad. de Fernando González del Campo, Barcelona, Idea Books, 2000; Una historia europea de Europa. Mitos y fundamentos. ¿De un Renacimiento a otro? (Siglos XV-XX), trad. de Fernando González del Campo, Barcelona, Idea Books, 2001.. A diferencia del énfasis puesto por este último en la historia común de «una vasta civilización» frente a la historia de las diferencias y los antagonismos en que tanto suele insistir la tradición historiográfica nacionalista, el punto de vista de Kershaw muestra que es posible una historia que no sea una suma de historias nacionales, sin caer en el extremo opuesto de dar por sentada una identidad o una singularidad europea a lo largo del tiempo, que deja en un segundo plano el pluralismo y los conflictos internos. La síntesis de Kershaw, por el contrario, da tanta importancia a las tendencias compartidas como a las diferencias y, lejos de ofrecernos una optimista historia europea de Europa, trata «de una época en la que Europa se vio envuelta en dos guerras mundiales que amenazaron los cimientos mismos de la civilización, como si tuviera una diabólica propensión a la autodestrucción» (p. 25).

En tercer lugar, Kershaw incorpora en su libro el recuerdo de las experiencias de ciertos individuos con o sin relieve público y de distinta condición social, no porque deban tomarse como algo representativo, sino por el valor de su testimonio a la hora de mostrarnos lo que fue vivir en un tiempo tan cercano y tan distinto del nuestro. De esa forma se hace eco de otro de los cambios notables de la historiografía actual: integrar en el relato histórico numerosos testimonios de experiencias de distinto carácter en diferentes momentos históricos con el fin de hacernos ver que el discurso histórico no puede alimentarse sólo de análisis impersonales y abstracciones, sino que ha de tomar también en consideración a los individuos, sus dilemas morales y sus sufrimientosTal como hacen, por ejemplo, Saul Friedländer en El Tercer Reich y los judíos, 2 vols., trad. de Ana Herrera, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2009, y Adam Hochschild, Para acabar con todas las guerras. Una historia de lealtad y rebelión (1914-1918), trad. de Yolanda Fontal y Carlos Sardiña, Barcelona, Península, 2013.. Semejante incorporación de testimonios en absoluto supone renunciar, como sucede otras veces, a aquello que resulta el objetivo principal y más difícil del trabajo del historiador: formular preguntas que proporcionen respuestas razonadas y convincentes con el fin de entender cada vez mejor los hechos históricos.

Este es el cuarto aspecto destacable y me serviré de un ejemplo, tomado del capítulo primero, para dar cuenta de ello. Al comienzo del siglo XX, según Kershaw, Europa se acercaba «al borde del abismo», en buena medida porque, junto a la imagen de estabilidad, prosperidad y paz que perduraría en la memoria sobre todo de los privilegiados, había otra cara mucho menos agradable. Un cambio social rápido y desigual separaba crecientemente a las distintas regiones, a las ciudades y al medio rural. Lejos de beneficiarse de los logros de la civilización, millones de europeos vivían en la más absoluta pobreza o se veían obligados a emigrar al otro lado del Atlántico. Nuevas presiones políticas empezaban a amenazar el orden político establecido, en el que las viejas elites terratenientes y las familias aristocráticas, a veces emparentadas con nuevas dinastías cuyas fortunas procedían de la industria y del capital financiero, seguían teniendo peso en la clase dirigente y en los altos mandos militares. El cambio fundamental, temido por los grupos dominantes de todos los países, era la aparición de partidos políticos y de sindicatos de la clase obrera, la mayoría ligados de una forma u otra a la doctrina revolucionaria de Marx y de Engels en el seno de la recién constituida Segunda Internacional. La movilización resultante hizo surgir contramovimientos populistas de derechas para ayudar a los gobiernos con poco o nulo respaldo de las masas, y la nacionalización de estas últimas en cierta medida inculcó sentimientos no sólo nacionalistas, sino también imperialistas y racistas, con la intención de favorecer el statu quo político. Por su parte, los medios de comunicación azuzaron unas animosidades que los gobiernos estaban encantados de fomentar. El antisemitismo, la «eugenesia» y su pariente cercano, el «darwinismo social», eran una de las manifestaciones de la cara oscura de esta edad supuestamente dorada. Así pues, por debajo de la apariencia de paz, la Europa de entonces «llevaba en su seno la semilla de la explosión de la violencia posterior. Las enemistades y los odios –nacionalistas, religiosos, étnicos y de clase- desfiguraban prácticamente a todas sus sociedades. Los Balcanes y el Imperio Ruso eran dos regiones especialmente violentas del continente» (p. 52). Gran parte de la violencia fue exportada a los territorios coloniales y en algunos de ellos la crueldad no conocía límites. Cuando las tensiones internacionales empezaron a agudizarse, también lo hicieron las presiones a favor del rearme y el reconocimiento de que la capacidad destructiva del nuevo armamento desembocaría en una guerra sin parecido alguno con nada de lo que se había visto hasta entonces.

Hasta aquí los antecedentes. Pero, ¿cómo explica Kerschaw la caída en el abismo? Nuestro autor no comparte el tipo de razonamiento que establece, a la manera de Hobsbawm, una relación de necesidad entre el estallido de la Gran Guerra y las tensiones internas del sistema o civilización occidental (capitalista en lo económico, liberal en lo jurídico y de tipo burgués en lo social) durante «la era del imperio». Tampoco elude el problema de las causas o de los motivos, limitándose a poner de relieve, como han hecho otros historiadores, la compleja situación existente, para circunscribir luego «los orígenes de la guerra» a la cadena de acontecimientos que se sucedieron a partir del asesinato de Sarajevo. La interpretación de Kershaw está lejos de la idea del «resbalón» imprevisto, del accidente, del cúmulo de errores trágicos en un suceso impredecible que no deseaba nadieEn ese sentido, se aleja en parte de la interpretación de Christopher Clark en su libro (por muchos aspectos excelente) Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914.. En su opinión, la estrategia de alto riesgo seguida por los gobiernos de Alemania, del Imperio Austrohúngaro y de Rusia, dispuestos a intensificar un conflicto local en los Balcanes en vez de calmarlo, aun a riesgo de una guerra europea a gran escala, se convirtió en la causa principal de la catástrofe, y de estos tres gobiernos el alemán tuvo una responsabilidad mayor por el «cheque en blanco» a su aliado, el Imperio Austrohúngaro, que hizo más probable la guerra generalizada en Europa. Las alianzas enfrentadas entre las grandes potencias no causaron la guerra, pero cuando el conflicto estalló hicieron que dejara de ser un fenómeno localizado y se convirtiera en una conflagración general. Antes tuvieron que darse una serie de circunstancias, nada casuales, para que del asesinato de Francisco Fernando se pasara, en poco más de un mes, a los primeros combates. En ese sentido, lo importante para Kershaw es destacar que hubo un impulso imparable hacia la guerra, aun cuando se hicieran esfuerzos por evitarla, debido sobre todo al miedo a las otras potencias, a la suposición de que el conflicto sería breve y a la convicción de que la guerra era necesaria y estaba justificada, con la ayuda de los periódicos que avivaron la histeria en contra de los extranjeros.

A diferencia de la división temática del período de entreguerras, que encontramos en la síntesis de Vinen o en la de Hobsbawm, Kershaw organiza los siete primeros capítulos de su libro de un modo cronológicoSus títulos y cronología son los siguientes: 1) «Al borde del abismo» (antes de la Gran Guerra); 2) «El gran desastre» (la Primera Guerra Mundial) 3) «Una paz turbulenta» (posguerra y primeros años veinte); 4) «Bailando bajo el volcán» («los felices veinte»); 5) «Las sombras se adensan» (de 1929 a 1934); 6) «Zona de peligro» (de 1934 a 1936); y 7) «Hacia el abismo» (1936-1939). y da cabida, en cada uno de ellos, a la economía, la política, la ideología y la cultura, pero hay además una quinta aportación de relieve: su interpretación de conjunto relaciona todas las preguntas y respuestas, en espacios y momentos diversos, para intentar comprender cómo Europa estuvo a punto de autodestruirse. Kershaw rehúye cualquier tipo de determinismo, sin caer en el extremo opuesto del canto a la libertad incondicionada de los seres humanos. Ciertamente había un abanico de opciones y el futuro estaba abierto, pero aquello fue así por alguna razón. El autor no se contenta con destacar los cuatro grandes elementos de la crisis generalizada: 1) la explosión del nacionalismo étnico-racista; 2) las enconadas e irreconciliables exigencias de revisionismo territorial; 3) la agudización de los conflictos de clase, a los que vino a dar un enfoque concreto la revolución bolchevique de Rusia; y 4) una crisis prolongada del capitalismo (que muchos observadores pensaron que era terminal). Después de leer los siete primeros capítulos, uno tiene la impresión de que la acumulación de factores de distinto carácter, de circunstancias variables y de decisiones personales, de un modo interrelacionado, hizo cada vez más probable la Segunda Guerra Mundial. A esta última dedica el capítulo octavo («El infierno en la tierra»): a un continente destruido por el conflicto bélico provocado por la Alemania de Hitler y a la inhumanidad resultante de la ideología nazi, que combinaba un racismo extremo, un antisemitismo paranoico y un nacionalismo fanático, cruelmente puesta de relieve en la llamada «acción de eutanasia», en el genocidio judío y en la limpieza étnica a gran escala de que fueron víctimas los polacos, los rusos, los ucranianos, los romaníes y los demás pueblos supuestamente «inferiores».

El sexto aspecto destacable en este libro se encuentra en el capítulo noveno («Transiciones silenciosas durante las últimas décadas»), que rompe la tónica de los anteriores y, en vez de seguir el orden cronológico, adopta un enfoque temático. De esa forma Kershaw explora el desarrollo de cuatro tipos de fenómenos muy diferentes: «los determinantes impersonales a largo plazo del cambio social y económico»; «los valores y creencias que guiaban la vida de la gente» (mayoritariamente influidos por la moralidad y los principios de las Iglesias cristianas, cuyo rechazo absoluto al socialismo y al comunismo contrastaba con una actitud mucho más tibia y ambigua hacia el nazismo y la persecución de los judíos); la postura de los intelectuales frente a la crisis y en relación con la democracia liberal, el socialismo, el comunismo y el fascismo; y «el entretenimiento popular», es decir, la multitud de distracciones de la vida moderna que eran accesibles a una gran cantidad de gente y, al mismo tiempo, un negocio (música popular, radio, cine).
Por último, el libro termina con un capítulo («Resurgir de las cenizas») que prolonga cronológicamente la síntesis, al incluir también los años de la dura posguerra con su enorme vacío de vidas humanas y la ruina material a causa del conflicto bélico, los millones de personas sin hogar («desplazados», trabajadores forzosos, refugiados, prisiones de guerra), las represalias y los numerosos y crueles actos de venganza, los odios y rencores acentuados, los actos hostiles y los disturbios contra los judíos que pretendían recuperar sus bienes y, en general, una violencia que siguió presente a pesar del fin de la guerra. Kershaw da cuenta también en este capítulo del enorme contraste entre el prolongado desbarajuste que siguió a la Primera Guerra Mundial y el camino de estabilidad y crecimiento económico que a la altura de 1949 empezaba a recorrerse tanto en la Europa del Este como del Oeste. En su opinión, cinco elementos cruciales interactuaron para crear los cimientos de una transformación de todo punto imprevisible, que no se materializaría por completo hasta los años cincuenta: el fin de las ambiciones de gran potencia de Alemania; el impacto de las purgas de los criminales de guerra y sus colaboradores; la cristalización de la división de Europa de forma duradera; el crecimiento económico que empezó a despegar a finales de los años cuarenta; y la nueva amenaza de la guerra atómica (y, muy pronto, termonuclear).

¿Qué se echa en falta en el libro de Kershaw? En mi opinión, poco, si nos referimos a acontecimientos importantes, pero señalaré una ausencia en el penúltimo capítulo y un desarrollo insuficiente a lo largo de toda esta síntesis. Aun cuando Kershaw nos dice con razón, al hablar de «los intelectuales y la crisis de Europa», que la complejidad y variedad de la vida intelectual de Europa entre 1914 y 1945 no puede «encorsetarse simplemente en la oposición polarizada de izquierdas y derechas» (p. 597), olvida una corriente cada vez mejor estudiada y recuperada últimamente por haberse movido en un terreno propio y equidistante de las distintas formas que tomó la ortodoxia liberal, por un lado, y la socialista, por otro. Me refiero a la tendencia a concebir un «socialismo liberal» (Carlo Rosselli, el grupo Giustizia e Libertà, el Manifesto di Ventotene, redactado por Ernesto Rossi, Eugenio Colorni y Altiero Spinelli, en plena resistencia al fascismo y a la expansión nazi), que asociaba la exigencia de justicia social por medio de un cambio radical al combate por las libertades y contra cualquier forma de dictadura, incluida la del comunismo soviético. La postura de estos intelectuales y su propuesta de una nueva Europa de tipo federal, para dejar atrás por completo el viejo sistema capitalista y de los Estados-naciones, no aparece en el libro de Kershaw. El desarrollo insuficiente deriva de la poca atención que se presta a las ideas y las políticas de los reformadores sociales, a las que, como sabemos, dio un gran impulso transnacional la Organización Internacional del Trabajo y su primer director, el socialista francés Albert Thomas, con todas las contradicciones e insuficiencias de dicho reformismo. Kershaw dedica atención casi exclusivamente a William Beveridge y a su famoso informe, presentado al Gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, así como a los logros del establecimiento del «Estado de bienestar» en Gran Bretaña tras la llegada al poder de los laboristas y la creación en 1948 de un Servicio Nacional de Salud. Sin embargo, una cosa es no «exagerar el alcance de la Seguridad Social en Europa durante la primera mitad del siglo XX» (p. 556) y otra muy diferente apenas dar relieve al tema de los seguros sociales y de las mejoras laborales de los trabajadores asalariados.

Un aspecto relacionado con las posibles insuficiencias de Descenso a los infiernos es su apoyo bibliográfico, abrumadoramente en lengua inglesa. No cabe duda de que el medio editorial anglosajón ofrece una gama amplia, diversa y sólida para sustentar una buena síntesis, pero la falta de bibliografía en otras lenguas acaba por notarse. En el caso de España hay, además, algunos hechos cuya interpretación desconcierta. Por ejemplo, no se sostiene que durante la Primera Guerra Mundial «España parecía un país al borde de la revolución» y que este fue el motivo principal del golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera (p. 186). Resulta cuando menos controvertido que la nueva democracia de la Segunda República fuera «un sistema abocado desde el principio a una contestación violenta» y hay argumentos y pruebas en contra de que la República careciera, y menos desde el principio, «de una base verdaderamente masiva de apoyo favorable fuera de la clase obrera industrial», un sector «relativamente pequeño de la población» (p. 327). En fin, sorprende por equivocada la siguiente afirmación, siquiera sea a propósito de los primeros meses de la Guerra Civil: «Los sindicatos socialistas y comunistas impusieron lo que podría llamarse una revolución social espontánea. Las fincas, las industrias y las empresas fueron colectivizadas» (p. 416). Además de confundir a los comunistas con los anarquistas, es una exageración hablar sin más de «revolución social» desde el principio de la guerra en el bando republicano, así como de que las colectivizaciones llegaron de un modo tan amplio y por motivos exclusivamente ideológicos.

Otro aspecto menos convincente del libro de Kershaw es el énfasis en las continuidades a costa de minimizar las rupturas durante un período que vuelve a recibir el nombre de «Guerra de los Treinta Años» (p. 38), tal como fue visto por numerosos escritores y políticos en los años de la Segunda Guerra Mundial (Sigmund Neumann, Curzio Malaparte, el general de Gaulle, Winston Churchill, Raymond Aron), lo que a su vez enlaza con el más reciente concepto de «guerra civil europea»Véase Enzo Traverso, A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945), trad. de Miguel Ángel Petrecca, Valencia, Publicacions de la Univrsitat de València, 2007.. Kershaw no utiliza esta última expresión, pero considera, como hiciera el diplomático americano George Kennan, que la Gran Guerra fue «la gran catástrofe seminal» y, en definitiva, establece, con o sin «guerra civil», un camino demasiado recto y continuo desde 1914 hasta la Segunda Guerra Mundial. No todos los historiadores comparten semejante perspectiva, como recientemente ha puesto de relieve Adam Tooze. Por último, una síntesis histórica ha de llegar a un público amplio y hace bien Kershaw en no perderse en los vericuetos de las distintas interpretaciones de los historiadores y sus controversias, pero tal vez hubiera podido incluir algunas referencias a ciertos desacuerdos.

Nada de la crítica anterior impide que este libro sea una magnífica síntesis, que permite comprender la historia de Europa desde 1914 hasta 1939 y que proporciona además la perspectiva temporal necesaria para entender lo que está sucediendo en nuestros días.

Pedro Ruiz Torres es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Su último libro es Reformismo e Ilustración, (Barcelona y Madrid, Crítica y Marcial Pons, 2008), y es editor de Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2015).

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