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Los cuadernos de Dios

Cuadernos. Apuntes y reflexiones

Gustave Flaubert

Madrid, Páginas de Espuma, 2015

Trad. de Eduardo Berti

328 pp.

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Lanzo una de esas hipótesis temerarias que dan cierto placer a la imaginación: La espiral, de Flaubert, es la novela no escrita más importante de la historia. Entre los papeles que conservó su sobrina, se encontró el plan, de cuatro páginas, que Flaubert nunca desarrolló. El protagonista es un pintor que viaja a Oriente, donde descubre todo un nuevo mundo de imágenes y se aficiona al hachís. Cuando regresa a París, deja la droga, pero tan solo oler la cajita donde la guarda es suficiente para provocarle intensas alucinaciones. Después, olvida también la cajita y su olor. Comienza a participar activamente en sus sueños nocturnos, que se organizan y, poco a poco, continúan en mitad de su vida cotidiana. A partir de entonces, se abren los dos vórtices contrapuestos a los que, en parte, se refiere la espiral del título: en su vida real, todo sigue un lento pero imparable declive (la mujer que él ama lo rechaza, sus proyectos fracasan uno a uno, tiene problemas con la justicia, termina sus días en un manicomio), mientras que en la vida de sus sueños la progresión es ascendente (comienza como un muchacho pobre en una gran ciudad oriental imaginaria y, paulatinamente, por medio de esfuerzos y de grandes aventuras, se eleva de su condición, tiene un amor correspondido –pero prohibido– con la hija del sultán, «levanta una sublevación, comanda armadas, libera pueblos», se convierte en discípulo de un brahmán –«un pitagórico»–, aprende la lengua de los animales, ve crecer a las plantas…). La conclusión, según Flaubert, es que «la felicidad está en la imaginación», «en ver lo verdadero, la totalidad del tiempo, lo absoluto». El protagonista «considera como presente el pasado y el futuro. Conversa con los dioses y ve modelos ideales. […] Vive, pues, en la verdad».

Una novela sobre el acceso a otras realidades por medio de las drogas y de ciertas disciplinas, sobre el mundo como ilusión y como tejido simbólico y sobre las dos fuerzas opuestas y divergentes que rigen el universo. Personalmente, he estado muchos años obsesionado con La espiral, y tengo la impresión, quizás equivocada, de que esa novela ha estado escribiéndose una y otra vez, y seguirá escribiéndose.

Flaubert, por Giraud, c. 1856.

Los dos polos de atracción de la vida y de la imaginación de Flaubert se manifiestan con singular claridad en los dos autores en apariencia incompatibles que él mismo fue: el autor fantástico, desbordante y romántico de Las tentaciones de san Antonio, Salambó y La leyenda de san Julián el Hospitalario, y el preciso disector de la inacabable desilusión humana, el novelista en apariencia impasible de las grandes obras maestras, Madame Bovary y La educación sentimental. En las cartas a Louise Colet, esa fuente inagotable de felicidad e iluminación para los flaubertianos, leemos lo siguiente: «Nací con un montón de vicios que jamás han asomado la nariz por la ventana. Me gusta el vino; no bebo. Soy jugador, y jamás he tocado una carta. Me gusta el placer, y vivo como un monje. En el fondo soy un místico, y no creo en nada» (8-9 de mayo de 1852). En uno de los cuadernos de 1840 y 1841 incluidos en la espléndida edición de Páginas de Espuma que reseñamos aquí, escribe: «No soy materialista ni espiritualista. Si alguna cosa he de ser, supongo más bien que soy un materialista-espiritual». Para Flaubert, el nihilismo más exacerbado es en el fondo un tipo de misticismo, y esa dualidad esencial (que es también uno de los síndromes esenciales de la modernidad) recorre toda su obra. El nihilismo, el fracaso de todas las aspiraciones, el colapso y la traición de la imaginación son ostensibles en las novelas por las que Flaubert es una figura central de la literatura occidental. Lo otro, esa vaga aspiración mística, recorre toda su obra de una forma más soterrada y a menudo adopta un carácter oriental e incluso védico (hay algo de ese espíritu que puede relacionarse con alguien a quien Flaubert admiraba por encima de todos los poetas de su tiempo, incluido Baudelaire: Leconte de Lisle, en particular con ciertas piezas de los Poèmes antiques, como «La Vision de Brahma», «L’Arc de Civa», «Bhagavat» o «Prière védique pour les Morts», y que luego tendría su influencia, por ejemplo, en el Villiers de Axel, en Huysmans y en Maeterlinck). El ultrarromántico mal du siècle, que Flaubert padeció en su forma aguda y crónica, tenía que ver con la irreparable escisión que el dominio del pensamiento racionalista había efectuado en la mente del hombre occidental. A la presentación de esas dos mitades de un puzle que nunca más podría volver a encajar corresponden las dos mitades de su obra y, en una síntesis que habría sido quizá su culminación, el doble vórtice de La espiral –parecido a esos dos conos opuestos de los que Yeats habla en el fárrago de A Vision– sería su símbolo germinativo.

«Nací con un montón de vicios que jamás han asomado la nariz
por la ventana. Me gusta el vino; no bebo. Soy jugador, y jamás
he tocado una carta. Me gusta el placer, y vivo como un monje.
En el fondo soy un místico, y no creo en nada»

La tersa superficie de la obra terminada de Flaubert ha influido quizás en el hecho de que su correspondencia (por otro lado, sin apenas igual en la historia de la literatura) sea un objeto de inagotable fascinación, y algo parecido ocurre con el material de donde se extraen estos Cuadernos que ahora se publican. En ellos se incluyen unos «pensamientos escépticos» titulados Agonías, escritos cuando Gustave tenía diecisiete años y dedicados a su gran amigo Alfred Le Poittevin; unos cuadernos de apuntes íntimos de sus diecinueve y veinte años, llenos de interés y de ideas asombrosas y clarividentes («El futuro político –dice– es una máquina», «Si la sociedad prosigue a este ritmo, en dos mil años no habrá una brizna de hierba ni un solo árbol; los hombres habrán devorado la naturaleza», dice en otro lugar); extractos de sus numerosos cuadernos de trabajo desde 1845 a 1879, que constituyen la mayor parte del libro y en los que podemos encontrar una lujuriante profusión de ideas y datos extraídos de multitud de fuentes, y planes para distintas obras que nunca escribió, como La espiral y como la magnífica y fáustica obra de teatro que proyectaba, Una noche de Don Juan. Al final, se nos ofrece una selección de fragmentos de la parte segunda y central –inacabada, como la primera– de la que es sin duda la novela más original e importante de Flaubert, Bouvard y Pécuchet (aunque su mejor obra siga siendo Madame Bovary), el « Diccionario de lugares comunes», el «Catálogo de ideas chic» y el «Álbum de la marquesa», y, por último, cuatro breves textos que se creían perdidos hasta hace muy poco (fueron publicados por primera vez en el año 2005): dos narraciones autobiográficas sobre la muerte de Le Poittevin y de su otro gran amigo, Louis Bouilhet, una especie de crónica íntima de una gran recepción ofrecida al zar Alejandro II en 1867 en París y un relato inacabado titulado «Vida y trabajos del reverendo padre Cruchard»; sobre todo merece la pena el texto sobre Le Poittevin, lleno de una tristeza cruda e íntima que quizá supone una de las claves perdidas para comprender a Flaubert.

Página manuscrita de «Un corazón simple», c. 1877.

En una famosa carta del 9 de diciembre de 1852, Flaubert escribe: «El autor, en su obra, debe estar como Dios en su universo, presente en todas partes y visible en ninguna». Es precisamente, como decíamos, en las cartas y en estos cuadernos donde podemos buscar al Flaubert biográfico. A veces despierta genuina antipatía, con su nihilismo juvenil y su desprecio y su odio hacia todo y todos («No siento afecto alguno por el proletario y no simpatizo con su miseria, pero comprendo y me uno a él en su odio al opulento», «No me parece que la emancipación de los negros o de las mujeres sea algo demasiado hermoso», etc.) o con sus fantasiosas cursiladas religiosas: «Me agradaría ser místico. Tiene que haber bonitas voluptuosidades cuando se cree en el paraíso, como la de ahogarse entre raudales de incienso, humillarse al pie de una cruz o refugiarse bajo las alas de una paloma». Sin embargo, la lectura del libro proporciona numerosos regalos inolvidables. En ciertos planes resumidísimos, por ejemplo, esa extraña e insospechada poesía por debajo de los hechos amontonados y realistas que es una de las características del estilo de Flaubert: «El piano particular del restaurante, con sus teclas manchadas de agua azucarada, allí donde se sentaron los mendigos», en el apunte titulado Costumbres parisienses, o, en el primer y brevísimo boceto de Bouvard y Pécuchet, titulado originariamente Dubolard y Pécuchet, entre el esbozo de la estructura argumental, ese brusco fogonazo de pura imaginación –lo que los realistas llaman «realismo»–: «Guarnición en una ciudad cercana. Pantalones rojos en los campos de trigo. – Su pequeña criada» (esos pantalones rojos de los soldados en los campos de trigo, ese detalle inexplicable, inolvidable, que, si no me equivoco, no se encuentra en la novela definitiva). O el primer boceto de La educación sentimental, en el que descubrimos (como era posible sospechar) que la novela nació del germen de un rasgo estructural: lo que Flaubert llama aquí «fin en cola de ratón», es decir, la ausencia de clímax, la lenta disgregación de la vida y de las pasiones, su pesada inmersión en la edad y el aburrimiento (lo más cercano a un clímax sería ese blanc entre un párrafo y otro que tanto le gustaba a Proust«He aquí un “blanco”, un enorme “blanco” y, sin la sombra de una transición, de pronto la medida del tiempo deviene, en lugar de cuartos de hora, en años, décadas». Marcel Proust, «À propos du Style de Flaubert», Contre Sainte-Beuve, París, Gallimard, 1971, p. 595.). O los primeros indicios de la entrañable podofilia que tendría sus manifestaciones más famosas en cierta carta a Louise Colet y en las zapatillas de raso rosa con plumón de cisne de Emma Bovary («Yo besaré las huellas de tus pasos. Tú marcharás sobre mí y, llorando, te besaré los pies»).

Una de las características del libro en su conjunto es la acumulación de materiales, su carácter enciclopédico, y ese impulso algo extraño por acumular pruebas de la debilidad y la estupidez humanas, además de ser un producto del fiero nihilismo que ostentaba el ermitaño de Croisset, podría ser también el deseo de lograr cierta verdad trascendente por eliminación. ¿Qué queda cuando eliminamos todas las estupideces, los errores y las ideas preconcebidas y ridículas que Flaubert pasó años y años recopilando? Es difícil formarse esa imagen. Novalis, uno de los grandes románticos y un místico de vocación, en los apuntes para su proyectada y nunca escrita Enciclopedia, que debía englobar y unificar todas las artes y las cienciasUna idea que, por cierto, también encontramos en Flaubert: «Cuanto más avance, más científico será el Arte, así como la ciencia se volverá artística. Ambos se reunirán en la cumbre, después de haberse separado en la base». Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, trad. de Ignacio Malaxecheverría, Madrid, Siruela, 1989, p. 183., así como los saberes desconocidos del espíritu, anota: «Lo más útil sería quizás una buena enciclopedia de la estupidez humana, pero me temo que las vidas de cien sabios no bastarían para completarla»Novalis, La Enciclopedia, Madrid, Fundamentos, 1976, trad. de Fernando Montes, pp. 16-17.. La vida de Flaubert, desde luego, no bastó, y lo que nos queda son espléndidas ruinas. «Qué llamas, qué ruinas. Qué ruinas de ruinas», dice un pasaje de estos imprescindibles Cuadernos.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

 
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