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La inocencia bajo las bombas

Celia en la revolución

Elena Fortún

Sevilla, Renacimiento, 2016

352 pp. 19 €

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Se equivocará quien recele, quizá devoto de Guillermo Brown o admirador de los chicos de Longeverne, de esta novela «para señoritas», porque es una de las mejores que se han escrito nunca sobre la Guerra Civil en España. La protagonista no tiene el desdeñoso descaro de los personajes de Richmal Crompton, ni la fuerza dionisíaca de los muchachos de La guerra de los botones, de Louis Pergaud: es solamente una niña bien, conocida por los lectores de los años veinte y treinta en España, cuya fama dentro de la literatura infantil se ha mantenido hasta hoy. Pese a su popularidad, este libro en concreto ha pasado inadvertido. Se publicó en 1987, treinta y cinco años después de la muerte de su autora, Elena Fortún (seudónimo de Encarnación Aragoneses). Fue presentado en junio de ese año en la Biblioteca Nacional por Marisol Dorao –biógrafa de Elena Fortún?, Carmen Martín Gaite y Felipe Mellizo, y salvo alguna breve referencia en la prensa especializada en literatura infantil, quedó completamente relegado al olvido. Durante este tiempo, quienes indagaron en los años de la guerra lo desdeñaron por su condición de librito para niñas, y los lectores habituales de literatura infantil debieron creerlo demasiado crudo para el público al que en principio iba dirigido. Los pocos ejemplares disponibles en las librerías de viejo han alcanzado precios fabulosos, de hasta 150 euros. Hay que agradecer, pues, la labor editorial de Abelardo Linares, que ha recuperado el libro con una portada del excelente diseñador y tipógrafo Alfonso Meléndez.

Elena Fortún cuenta las vicisitudes de Celia, una ingenua adolescente de clase acomodada en la España republicana, durante los años de la Guerra Civil. Al revés de lo que sucede en los clásicos de Richmal Crompton o de Enid Blyton, donde los protagonistas viven sus aventuras, libro a libro, con la infancia suspendida en un verano eterno, Celia es un personaje al que Elena Fortún hizo crecer tomo tras tomo, y cambia tanto como manda la naturaleza y como lo hace su entorno. La niña fascinada con los Reyes Magos que hacía travesuras intrascendentes en el colegio vive ahora en la conradiana línea de sombra, el momento de penumbra que ha de cruzar el niño camino de la madurez. Y lo hace en plena guerra, en medio de la muerte, la soledad y el hambre.

Celia contará su historia, y la historia de España en esos años, en primera persona y con la más cándida de las virtudes: la inocencia. Al principiar la guerra, Celia es una niña de quince años, con criada y dos hermanas pequeñas. Ha vivido despreocupada en su confortable burbuja burguesa, aunque sufriera tiempo atrás episodios desagradables (la muerte de la madre). La candidez propia de su condición y de su edad será el filtro por el que pasarán en estas páginas los muertos en las cunetas, los asesinos y los delatores, las balas perdidas en las calles, los bombardeos y los niños destrozados bajo los escombros, y el fanatismo de unos y otros, indispuestos siempre para el perdón y la compasión. La inocencia es la piedra de toque de esta novela y el gran hallazgo ?no sólo ético, sino también técnico? de su autora. Un escritor ha de haber perdido la inocencia mucho tiempo atrás, pero no el sentido de la honestidad y de la sensatez, para poder pergeñar un personaje cuya pureza y candidez le sirvan para explicar la guerra sin enjuiciamientos ideológicos, mostrando lo que de absurdo y brutal puede tener el ser humano.

A Encarnación Aragoneses de Urquijo (1886-1952) ?nombre real de Elena Fortún? no la dejaron ser inocente. Su marido, Eugenio de Gorbea y Lemmi, era un militar con vocación de escritor y parece que no transigió nunca con la fama que alcanzó su mujer con sus historias infantiles. Tuvieron dos hijos: Benito y Bolín. El pequeño murió con diez años tras una enfermedad que Encarnación quiso curar con dietas vegetarianas dictadas por un médico naturista y teósofo. El matrimonio trató de comunicarse con su hijo muerto en unas sesiones espiritistas y pasaron varios meses hundidos y enfermos por el dolor. Se recuperaron con el tiempo, tras pasar una temporada en las islas Canarias, donde Eusebio estaba destinado. La recuperación fue momentánea: el marido de Elena Fortún terminaría suicidándose, ya en el exilio tras el final de la guerra. La vida intelectual de Elena Fortún comenzó en Madrid a mediados de los años veinte, y compaginó su trabajo literario con el activismo feminista en el Lyceum Club presidido por María de Maeztu. En una novela publicada recientemente y de manera póstuma, Oculto sendero, Fortún desvela su lesbianismo y el sufrimiento que le provocó sumergir su condición en el mar de las convenciones sociales de la época.

Su dolor y su desencanto son palpables en Celia en la revolución. Pero la calidad de una novela la determinan sus delicados equilibrios, y aquí el contrapunto al desconsuelo lo ofrece el sentido del humor. Elena Fortún tiene el talento de saber captar en los recovecos más insospechados la gracia del lenguaje. Es capaz, por ejemplo, de conseguir que la reproducción de la pronunciación popular («toos» por «todos», «pa» por «para», «afusilao» por «fusilado», etc.) suene en el libro con una naturalidad muy vívida, sin cargar las tintas y sin ánimo de hacer costumbrismo ramplón. Las expresiones pintorescas las trae en el momento adecuado, y hay hallazgos maravillosos. Andrés Trapiello, en el prólogo, cita uno fabuloso. Una señora, hablando del momento de tribulación que sufre la capital en plena guerra, dice: «Vive una sin simetría». En otro momento, la tía de Celia imita a una amiga excesivamente locuaz al teléfono, que resume su preocupación por la revolución tal que así: «Han declarado el comunismo y se van a repartir las mujeres. Tocan a cuatro, no a siete como decían antes… porque se han debido morir muchas mujeres; con eso de conservar la línea no comen y ¡claro!»

El humor irá difuminándose con el transcurrir de las vicisitudes de Celia. En Segovia, donde pasa el verano de 1936, muere fusilado su abuelo por los rebeldes. Se traslada entonces a Madrid, donde los republicanos fusilarán a su tía y a su primo, que es de Falange. Celia ni siquiera sabe lo que es la Falange. El padre de Celia, militar republicano, está herido en el hospital y más tarde tiene que marchar al frente. Las hermanas de Celia y la criada marchan a Valencia y Celia se queda sola en Madrid. Comienza a colaborar en un albergue para niños situado al final de la calle Serrano, donde es testigo de la barbarie: en el hospital sabe de la detención del general López Ochoa, de su fusilamiento y de su posterior decapitación; comienza a aprender qué son los «paseos», las checas y por qué a los cadáveres se les llama «besugos». Junto a las tapias del albergue aparecen varios cuerpos y los niños ríen al ver que las hormigas se meten por las narices. Una lavandera alquila sillas para ver las ejecuciones. Mientras Celia hace cola en una lechería de Chamartín, pasa un coche con una señora detenida, una prestamista denunciada por una mujer que aguarda junto a Celia. Al poco se oyen los disparos de fusil. La hija de la prestamista también está en la cola, un poco más adelante, ajena al paso del coche, al fusilamiento de su madre y a la presencia de la delatora. Jorge, un amigo de Celia, reconoce que «todos somos unos asesinos». Confiesa que también ha fusilado, «como cada hijo de vecino» y lo ha hecho en la conocida matanza del tren de Jaén.

Trapiello dice de Celia en la revolución que es «una de las pocas obras en que alguien que vivió una guerra en la que tampoco parece que nadie mató a nadie, está dispuesto a reconocer y asumir responsabilidades políticas, penales y morales». Matiza así lo que contó en su novela Ayer no más, por boca de su protagonista, José Pestaña, al hablar del «más grande tabú». Pestaña dice no haber encontrado a nadie, tras haber leído miles de páginas de «libros, memorias, diarios, confesiones policiales, sumarios judiciales», que reconociera haber «confesado algo tan sencillo como esto: “Yo maté”». Evidentemente, sí hubo confesiones en dependencias policiales. Basta recordar una de las más angustiosas, la de Felipe Sandoval que reprodujo Carlos García-Alix en su libro y en su documental El honor de las injurias. Es cierto que el reconocimiento y la confesión de asesinatos durante la guerra no es habitual en la literatura memorialística de la época, de ahí la importancia del personaje que se confiesa a Celia.

Del bando franquista hay al menos dos testimonios. José Luis de Vilallonga reconoció haber formado parte de un pelotón de fusilamiento en Mondragón, enviado por su padre para que se curtiera en el ejército. Su experiencia la convirtió en ficción en una novela publicada en 1971 en francés y más tarde en España, ya muerto Franco, con el título de Fiesta. El otro es el poeta Juan Bernier, que escribió un crudo diario que publicó póstumamente en 2011 la editorial Pre-Textos. En él cuenta cómo se había enrolado en el ejército de Franco, y describe brevemente la toma de Vivel del Río Martín, en la provincia de Teruel: «En este pueblo ayer rojo, hoy nacional, escribo rendido de marchas y contramarchas y de la emoción de las fatigas del combate. He visto veintitantos heridos rojos en un puesto de la Cruz Roja; heridos que nosotros hemos pasado a la bayoneta. He cargado muertos en camiones…» La confesión, diluida la responsabilidad en ese plural, «hemos», es un tanto ambigua. Como la de Ramón J. Sender en Contraataque, cuando la unidad que comanda dispara sobre un enemigo que queda colgado de un árbol: «Hicimos fuego sobre él y se le vio bascular y comenzar a caer, pero se enganchó con el cinturón, con el que se debía haber sujetado antes él mismo. Allí quedó, como un fruto monstruoso, con la cabeza, las manos y los pies hacia abajo. A veces el viento movía la copa del pino, y el cadáver se balanceaba suavemente mientras el árbol crujía, protestando». Más adelante Sender habla de un tal Gascó, que al parecer mató a un supuesto mendigo que llevaba en un saco unos gráficos con las posiciones de algunas baterías y depósitos de gasolina, y que fusiló a dos niños que iban sobre un burro y que ocultaban un heliógrafo y una clave de morse: «Gascó dio cuenta de los dos una vez condenados por el Estado Mayor, y vino después, indignado, a protestar del hecho de que los empleados de la Cruz Roja, que habían ido a recoger los cadáveres, dijeran que estaban todavía vivos». Pero el caso más excepcional de todos, la confesión más compleja y específica, es la de Enrique Castro Delgado, primer comandante del Quinto Regimiento y renegado del comunismo tras su exilio en la Unión Soviética. En su libro Hombres made in Moscú lo cuenta todo, desde el primer asesinato en 1934 de un supuesto esquirol para conseguir el éxito de una huelga, hasta la creación de una checa secreta, precisamente al final de la calle Serrano, en la misma zona en que estaba el albergue de niños que describe Elena Fortún.

Es tan expresivo lo que se cuenta en Celia en la revolución que casi parece una crónica. Estas historias producen una extraña desazón que va más allá del drama que explican. ¿Cuáles fueron vividas por la propia Elena Fortún? ¿Cuáles se las contaron testigos? ¿Cuáles fueron recogidas de habladurías? En cualquier caso, su verismo es extraordinario. En un momento del libro se habla de un burro que asoma por una ventana, en un piso alto, y la preocupación que tiene el dueño por que se rompa las patas al bajar las escaleras. Los burros adquieren gran protagonismo al final de la novela, cuando Celia tiene que comprar ratas para comer, no quedan gatos por las calles y la carne de burro cocido impregna las casas de olor a cuadra. Si alguien pudiera pensar en exageraciones por parte de la autora, cabría recordar una historia documentada en los archivos de los Tribunales Populares durante la guerra, cuando fueron detenidas en una imprenta varias personas cuando estaban desollando un burro, el tercero hasta entonces según se supo, para vender la carne a cinco pesetas el kilo.

Pero el verismo de Celia en la revolución adquiere su justa medida cuando se compara con otro libro semejante que no es una novela, al cotejar la ficción sobre una niña en la guerra con el punto de vista de una niña que vivió en verdad la guerra con esa edad, en las mismas ciudades y en unas circunstancias similares. La narración existe. La publicó Costa-Amic en México en 1971; su autora, Teresa Medina; el título, Sobre mis escombros. Ha sido fascinante la experiencia de esta lectura doble, de la contemplación de estas vidas paralelas. Como Celia, Teresa Medina era una niña criada en una familia republicana perteneciente a la burguesía acomodada, padre militar, con hermanos pequeños revoloteando por las habitaciones, criada y vivienda en un barrio pudiente de Madrid. Al igual que Celia, Teresa Medina recorrió Madrid, y posteriormente Albacete, Valencia y Barcelona, y los horrores que describe son los mismos. El hambre, que llevará a una mujer a clavarle a otra una aguja de coser en la tripa porque se había colado en una tienda («Las mujeres siempre son terribles, pero hambrientas, son peores»). Los bombardeos de la aviación alemana y los cadáveres rescatados de mujeres y de niños bajo los escombros. Y la muerte de un familiar. Un tío de Teresa, simpatizante de los franquistas, esperaba que la guerra terminara pronto con la victoria de las tropas que se habían rebelado contra el orden constitucional, por lo que llevaba un mono de Falange bajo el mono de miliciano. Tras un accidente fue llevado al hospital y descubierto: «Le mataron a patadas en las ingles. Los mismos nuestros. Te daba tristeza, porque era tu tío. Pero sabías que habían tenido razón».

Ese odio que demuestra Teresa justificando el asesinato de su tío, ese odio que la hacía soñar con manejar los focos de la defensa antiaérea para que cayeran los aviones enemigos, apenas lo tiene Celia. Su dolor lo producen las escenas que presencia, la brutalidad de unos y el repugnante comportamiento de otros, como ese sacerdote que se hace el idiota y que acoge en su casa de Chamartín, y que resulta ser uno de los personajes más siniestros y abyectos que haya aparecido nunca en una novela sobre la guerra. Sin olvidar, claro, los bombardeos y el asesinato de civiles o el odio acumulado de quienes sufrieron la persecución republicana. Pero, por encima de todo ello, tal vez acogiéndolo en su manto de angustia, está el desconsuelo de intuir que su mundo, su pequeño mundo feliz de niña avispada y un tanto rebelde, se ha destruido y que su reconstrucción será ya imposible. Celia ?Elena Fortún? será incapaz de caer en la acusación maniquea o en la inquina que toda consigna lleva consigo. Su humanismo le llevará a repudiar la violencia cometida por ambos bandos, a valorar lo que la República trajo de bueno a España (la igualdad de oportunidades en la educación, el esfuerzo por erradicar el analfabetismo, por ejemplo) y a execrar la hipocresía de las gentes que justificarían el propio fusilamiento de Celia por formar parte, aunque sea de una manera deletérea, del «enemigo».

Ese humanismo cargado de sensatez, justicia, equilibrio y compasión, fue reducido en esos años a una actitud residual y apenas visible. Había que definirse, tomar partido y cargar contra el hermano, contra el conciudadano, contra el amigo, contra el conocido y contra el saludado. Andrés Trapiello insiste en el prólogo, como ha hecho ya tantas veces desde que escribió su impresionante obra Las armas y las letras, en agrupar a quienes rehuyeron esas coacciones en el grupo de la «tercera España». Trapiello cita a Manuel Chaves Nogales, Clara Campoamor, José Castillejo y, ahora, Elena Fortún. Todos ellos republicanos, criticaron evidentemente el golpe de Estado franquista y sus crímenes, pero no ocultaron su repugnancia y su desprecio por los crímenes de la República.

La definición de la tercera España la dio en su día Melchor Fernández Almagro: «Si cabe hablar de dos Españas, es justamente en vista del persistente fenómeno del encono banderizo. No entre derechas e izquierdas, rigurosamente hablando, sino de extremas derechas y extremas izquierdas. Probablemente las enlaza un común imperativo de intolerancia […]. Esa “tercera España”, tercera en discordia, mayor en número y mejor en calidad, la que medie, arbitre y domine, es la que urge constituir, la que se constituirá de seguro. No por equidistancia respecto a los puntos extremos, sino por superación». Así lo escribió en el diario El Sol el 4 de abril de 1933 («El debate sobre las Españas»), pero no fue fiel a sí mismo. Fernández Almagro terminó por sucumbir a uno de esos extremos, renegó de la República y pasó la guerra en las oficinas de propaganda franquista, pero sus palabras en 1933 son exactas, aunque sea como aspiración: en la «tercera España» no debe haber equidistancia, sino superación.

El término de «tercera España» es polémico, y a él se han opuesto, considerándolo un mito, Pío Moa o Francisco Espinosa Maestre. Su controversia comienza ya en la exigua nómina de los intelectuales que integran el grupo. Y la nómina es controvertida por exigua y por sospechosa. Chaves Nogales, por ejemplo, pertenece a ella por un prólogo de apenas dos páginas, pero su actuación durante la guerra al frente del diario Ahora no tiene nada que ver con lo que escribió en el exilio. Jesús F. Salgado ya ha escrito (en Amor Nuño y la CNT le dedica un capítulo entero) sobre las maquinaciones que llevaron a Chaves Nogales a hacerse con la dirección del periódico o los editoriales que se publicaron bajo su mandato, quizás escritos por él mismo, en los que se llamaba al fusilamiento de los desertores o se justificaba el terror revolucionario. Salgado se pregunta a qué Chaves hemos de creer: si al director del diario Ahora en 1936 o al exiliado que escribió el famoso prólogo.

Decía Umbral, con un punto irónico, que «media España murió, media España venció y media España se exilió». Podemos añadir otra media España, que es la que se quedó. Y entre la que se quedó y la que se exilió hubo muchos que, más allá de cuál fuera su actuación en la guerra, y tardaran más o menos en darse cuenta de ello, superaron las dos Españas. La nómina de la tercera España es mucho más amplia y va más allá de lo que se dijera o escribiera entre 1936 y 1939. Tan amplia es que alcanza también a los años actuales, porque con el tiempo hubo quienes matizaron sus opiniones o cambiaron de ideas sin olvidar nunca que el odio y el terror se criaron en ambos bandos.

Lamentablemente, todavía hay quien sigue empeñado en mantener la discordia y hacer caso omiso ante la fuerza de los hechos, llegando incluso a manipularlos para que la realidad se ajuste a sus consignas. Hay quien sigue negando que Franco dio un golpe de Estado contra el gobierno republicano, por ejemplo. Y hay quien sigue cargando con falacias ad hominem  contra investigadores que tratan de hacer un trabajo honesto y científico que desvele la realidad de lo ocurrido en la primera mitad del siglo XX en España. En la cúspide del despropósito, hay quien manipula documentos para mentir sobre algunos personajes, como Joan Maria Thomàs en su biografía sobre José Antonio Primo de Rivera, donde el autor suprime burdamente una frase de una entrevista para que el texto encaje con sus prejuicios.

Cuando todavía hay historiadores que tratan de llevar las aguas de la Historia al molino de su ideología, y los hay de distintas y aun de opuestas, pervirtiendo así la tarea de fijar la verdad para el conocimiento de nuestra generación y las venideras, más urgente es que formemos parte ahora mismo de esa tercera España, y que veamos la guerra con los ojos de Elena Fortún y con los ojos de su personaje: con la ingenuidad de Celia y con el ánimo de buscar y encontrar la verdad de los hechos, sin crear relatos alternativos que la desvirtúen.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013).

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