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Cartografiar la Historia

Historia del mundo en 12 mapas

Jerry Brotton

Barcelona, Debate, 2014

Trad. de Francisco J. Ramos Mena

608 pp. 29,90 €

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Oportunísima esta versión española de una obra publicada originalmente en inglés 2012 y que un año después aparecía en edición de bolsillo en la editorial Penguin. Oportunísima y no menos original desde su propia concepción: contarnos una historia del mundo tomando como testigo de sus varios tiempos una docena de especímenes (mapas) que recorren los veintiún siglos que median entre Ptolomeo (siglo II a. C.) y el socorrido Google Earth. El precio incluye en la introducción una sucinta a la par que interesante referencia al que se tiene por primer mapamundi (aparecido en la babilónica ciudad de Sippar), inciso sobre tableta de barro hace unos dos mil quinientos años. Luego entra el ya mentado Ptolomeo, al cual siguen más o menos conocidos autores que van desde Al-Idrisi hasta Mercator, al lado de otros en ocasiones anónimos, como quienes concibieron, trazaron y pintaron esa pequeña maravilla de finales del siglo XII que es el de atlas de Hereford.

No es fácil condensar en un par de folios la cantidad de teclas que el autor se ve obligado a tocar para hacernos digerible, entendible, la variedad y naturaleza de la información que su catálogo de mapas pretendía proporcionar cuando éstos fueron diseñados. Brotton se mueve, sin embargo, con inusual soltura tanto en la Francia de los siglos XVII y XVIII como en el Oriente de 1400. El guión de cada uno de sus episodios procura mostrar antes que nada la intención que pudo haber guiado la génesis del proyecto. Y las hubo desde las descaradamente comerciales hasta las políticamente osadas. El abanico de intenciones obliga de este modo al autor a desplegar estrategias diversas a la hora de afrontar el análisis de cada caso. El resultado es una secuencia de géneros discursivos en la que cualquiera de ellos nada tiene que ver con el que le precede o el que le sigue. El autor logra así generar un soplo de viento fresco en el tránsito de capítulo a capítulo que impele a sus lectores a no abandonar la lectura en el convencimiento de que lo que espera será, cuando menos, bien distinto de lo que acaba de abandonar. Saltar del Japón de 1402 al planisferio (América ya inclusa) de 1507 conocido como de Waldseemüller (pues a tal fabricante de mapas se atribuye) puede deparar así en el lector una cierta sensación de vértigo histórico como la que, por lo demás, debió de afectar tanto a orientales como a europeos en sus respectivas visiones del otro.

Por si esto no fuera ya bastante, Brotton ofrece no sólo el análisis histórico de rigor en cada caso, sino también el regalo que significa, por ejemplo, la exposición de los entresijos, casi detectivescos, alusivos al tráfico comercial que acabó con el mapa de Waldseemüller en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (no en vano se trataba del primer espécimen sobre el que podía leerse la palabra «América»). Es difícil elegir entre su maestría docente y la habilidad periodística con que despacha las complicadas negociaciones a las que me refiero, a las cuales podría añadirse la captura por los revolucionarios de 1789 del proyecto cartográfico que la familia Cassini había iniciado bajo el reinado de Luis XIV.

Brotton entretiene y, además, instruye. Por ello su obra tiene mucho de una pequeña enciclopedia. Quien esto escribe cobra del erario público por enseñar Historia en la universidad, circunstancia que no le impide reconocer que en pocas ocasiones ha aprendido más que tras esta lectura. La escala de lo aprendido podrá ser más o menos amplia en función del conocimiento previo; creo poder garantizar, sin embargo, que la obra en cuestión siempre ofrecerá dosis más o menos altas de conocimiento y nunca la impresión de un déjà-lu. Ejemplos: ¿por qué unas culturas ubican el norte en la parte superior de sus mapas mientras que otras eligen la inferior? ¿Cuál ha sido el trayecto recorrido por la matemática en su empeño de llevar a las dos dimensiones la esfericidad de la tierra? ¿Sabía usted que el cálculo de Eratóstenes (273-194 a. C.) sobre la circunferencia de la tierra resultó ser entonces «extraordinariamente preciso»? ¿Y que. tras haberlo digerido al filo del comienzo de nuestra era. ya Estrabón comentó que «si la inmensidad del Océano Atlántico no lo impidiera, podríamos navegar desde Iberia a la India siguiendo el mismo paralelo»? ¿Por qué utilizamos el verbo orientar para significar que buscamos un camino y no occidentar?

El lector hispano en particular disfrutará sin duda de los capítulos dedicados al geógrafo Al-Idrisi, a la elaboración del mapa de Waldseemüller, a los de Diego Ribeiro, Mercator o Blaeu. Sus respectivas historias constituyen magníficas imágenes en movimiento del cambiante papel de Iberia en la configuración (geográfica, pero también política) del planeta, no en vano es precisamente esto a lo que estamos. Luego, en congruencia con la propia evolución del proceso histórico, los comparecientes son primero Francia y luego Inglaterra, la una a través de la aventura que fue el proyecto Cassini, y la otra dando entrada a lo que se me antoja una de las partes más interesantes de toda la obra, esto es, la peripecia vital, académica y política que vivió Halford Mackinder, padre de eso que él mismo llamó «geopolítica».

La versión española del libro mejora ciertamente la edición de Penguin. Lamenté en ésta, cuando apareció, la dificultad que comportaba poder seguir en los mapas las referencias que el autor ofrecía en el texto, referencias que constituían acaso la parte más sustantiva e interesante en algunos de ellos; y, si no las más sustantivas, sí, en ocasiones, las más curiosas o pintorescas. Las láminas, aunque en color, se mostraban incapaces, por su reducido tamaño, de albergar los minúsculos detalles del mapa de Hereford, sin ir más lejos. El paso del octavo al cuarto mejora sin discusión el panorama. La traducción, sin embargo, no sigue en todo momento la misma pauta. Un par de ejemplos. La versión original incluye en la página 30 dos menciones del De Caelo de Aristóteles. Ambas, como es lógico, se vierten en la edición inglesa con el mismo vocablo: On the Heavens. El traductor, sin embargo, utiliza, en apenas tres líneas, dos sintagmas diferentes para referirse a la misma obra: «Sobre el cielo» y «Acerca del cielo». En lo gramatical, soy de los que sostienen que la diferencia entre este y éste debe seguir manteniéndose (p. 87), y sobre todo si se hace entre que y qué (p. 88). Siempre había visto escrito túrcico y no túrquico (p. 180), por la misma razón que una actividad es circense y no cirquense. Realmente singular, por no dar más vueltas en la búsqueda de otro calificativo, es, sin embargo, el dislate que comparece en la página 191. Se describen en ella las iniciativas que antes mencioné relativas al empeño puesto en 1999 por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos para hacerse con los millones de dólares en los que finalmente se tasó el mapa de Waldseemüller. Se adujo entonces como precedente que en 1939 el Congreso estadounidense hubiera puesto sobre la mesa cincuenta mil dólares para adquirir el llamado «Relicario Castillo», una joyita compuesta de oro y cristal que, al parecer, guardaba algunas cenizas de Cristóbal Colón. Cenizas es la palabra que yo utilizo para verter dust, que es la inglesa que figura en la edición traducida. Nunca me hubiera atrevido a incluir la que usa el autor: «el polvo de Cristóbal Colón». Menos prisa, un regular diccionario y la Wikipedia hubieran bastado para evitar el incidente. En esta última, por cierto, se recogen a renglón seguido la página correspondiente del libro de Brotton en que figura la cita, y una imagen del relicario en cuestión bajo el sello de Wikipedia Commons.

Juan E. Gelabert es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria. Es autor de La bolsa del rey. Rey, reino y fisco en Castilla (1598-1648) (Barcelona, Crítica, 1997), Castilla convulsa (1631-1652) (Madrid, Marcial Pons, 2001) y ha coeditado, con José Ignacio Fortea, Ciudades en conflicto (siglos XVI-XVIII) (Madrid, Marcial Pons, 2008).

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Ficha técnica

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