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Cartas del amor feliz

Cartas a Véra

Vladimir Nabokov

Barcelona, RBA, 2015

Trad. de Marta Rebón y Marta Alcaraz

792 pp. 20 €

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Tras la muerte en 2012 del hijo del gran novelista, el eterno soltero Dmitri, finalmente se publican las cartas que Vladimir Nabokov escribió a su esposa, Véra Slonim, a lo largo de sus cincuenta y cuatro años de noviazgo y matrimonio. La traducción y la edición del texto inglés, sobre el que ha sido elaborada la edición española, corren a cargo de Olga Voronina y del superexperto (y hagiógrafo oficial) en el escritor ruso, Brian Boyd. La edición es fastuosa y virtualmente inagotable. Cada carta está anotada hasta la extenuación (dichas notas, puestas al final, constituyen un tercio del volumen). Además, se reproducen los incontables dibujos, acertijos, crucigramas y juegos que el autor de Cosas transparentes incluía en casi cada carta para su mujer y su hijo.

Nabokov nació en 1899. En 1918, su familia al completo tuvo que huir de Rusia. El joven Nabokov, que permanecería exiliado el resto de su vida, estudió en Inglaterra y después se instaló en Berlín, uno de los núcleos de la emigración rusa. En 1922, durante una conferencia, su padre fue asesinado por dos monárquicos de extrema derecha (había sido un destacado miembro del Partido Democrático Constitucional, los llamados kadetes, y formó parte en 1906 de la Primera Duma). Poco después, Vladimir conoció a Véra Slonim. Dos años después se casaron y, en 1938, se mudaron a Francia, asediados por el régimen nazi (Véra era judía y, además, Hitler había nombrado en 1937 jefe del departamento de asuntos de los emigrados rusos a uno de los asesinos del padre de Nabokov). Finalmente, en 1940, se trasladaron con su hijo Dmitri a Estados Unidos, donde residirían durante veinte años. En 1960, gracias a la fama mundial de Lolita, se instalaron en el Hotel Palace de Montreux, en Suiza, donde residirían hasta la muerte del escritor, en 1977.

Las privilegiadas infancia y adolescencia peterburguesas, la miseria de los años berlineses, la grisura y la ansiedad de los últimos años europeos a medida que el horror se abatía sobre el continente, la huida a ciegas a América, la agonía de un escritor ruso que no podía escribir en su idioma, la lenta transformación en un novelista en lengua inglesa, el éxito apoteósico de su libro más famoso, la composición de inagotables obras maestras (Pálido fuego, Ada) en un lujoso hotel a orillas del lago Léman, la sensación final de haber cumplido todos sus sueños: todo esto parece demasiado para la vida de un solo hombre. No menos asombroso, quizás, es el amor extático, increíblemente pertinaz, que le unió a Véra a lo largo de más de cinco décadas.

Véra, que fue también su secretaria, su correctora, su traductora, su agente y su álter ego, es el motivo principal del tapiz de la vida de Nabokov. Cuesta encontrar algo parecido a las cartas de amor del principio, cartas del amor feliz, no de la pasión atormentada, sino del paraíso compartido, del matrimonio feliz. Desde el principio, entre ellos surge una comprensión mutua casi sobrenatural, telepática. Se conocen en una fiesta de disfraces. Véra, sin quitarse la máscara en toda la noche (para que él la apreciase por su intelecto y no por su belleza, que, a juzgar por las fotos de la época, era sobrecogedora), le citó de memoria poemas de sus primeros libros, le demostró que veía el mundo con ojos muy parecidos a los suyos. Así comienza la primera carta que Nabokov le envió: «No lo voy a ocultar: estoy tan desacostumbrado a que, en fin, me comprendan; tan desacostumbrado, digo, que en los primerísimos minutos de nuestro encuentro pensé: esto es una broma, un engaño, una mascarada». Y ya en la segunda: «[Cómo] explicarte que no puedo escribir una sola palabra sin escuchar cómo la pronunciarías tú ni recordar cualquier nimiedad vivida sin lamentar –¡tan hondamente!– no haberla compartido contigo». Rápidamente los dos formarían un lugar protegido de todo lo demás que defenderían incansablemente (salvo durante una breve época tenebrosa) hasta el final.

Esas cartas de los años veinte y primeros treinta son lo mejor del volumen. Hay una maravillosa atención por los detalles, incomparables descripciones de animales –por los que Nabokov sentía una devoción muy intensa–, de la lluvia, los juegos del sol, de los poderes y efectos de la memoria y la imaginación. Hay un gusto incansable por las escenas cómicas, que el permanente despiste en que vivía Nabokov desencadenaba sin cesar. Hay también algo que debería ser el rasgo principal de un novelista y que, en el caso de Nabokov, queda a veces eclipsado por su supuesta personalidad olímpica: la inagotable fascinación por los demás seres humanos que se cruzan en su camino. En cada carta de esos años surgen de pronto retratos vívidos y perfectos, rostros casi vivos recobrados por una imaginación que se alimenta –como no puede ser de otra forma– de amor por el mundo y por los hombres y mujeres que lo pueblan. Es interesante, sobre todo en contraste con su mal entendida fama de altivez, leer sobre su interés incansable por decenas de casi desconocidos, a los que ayudó en lo que pudo y a los que demostraba un profundo afecto. Eso, aparte de la nómina de celebridades de la política y de las letras rusas (Kerenski, Iván Bunin, Nina Berbérova o el maravilloso y casi olvidado poeta Vladislav Jodasevich) y europeas (Jules Supervielle, Franz Hellens o James Joyce, con quienes hizo muy buenas migas).

Entre el apresuramiento de las misivas (que progresivamente, a medida que entramos en la década de los treinta, parecen cartas de negocios, algo inevitable dada la penuria económica en la que vivían los Nabokov), pasajes de prosa inigualable con la marca personal nabokoviana: esa mezcla de rechazo de la crueldad e impasible maravilla ante la belleza del mundo. Valga un párrafo como ejemplo en una carta en la que relata a su mujer las actividades del día: «Comí: hígado y compota de ciruelas. Dormité una horita; el cielo, entretanto, se despejó. me asomé por la ventana y vi: un pintor pelirrojo atropelló un ratón con su carretilla y lo mató de un cepillazo; luego lo arrojó en un charco. En el charco se reflejaba el cielo azul oscuro, fugaces y negras ípsilon (reflejos de las altas golondrinas) y las rodillas de un niño que, acuclillado, escrutaba el cuerpecito redondo y gris. Grité al pintor: no entendió de qué se trataba, se ofendió, empezó a despotricar de un modo atroz. Me cambié de ropa y me fui al tenis». Hay aquí, y en otras muchas cartas, algo que será una constante y que se aprecia de modo significativo en varios de los primeros relatos, escritos por esa época (1926): por encima del individuo biográfico, con sus pasiones y miserias y errores de juicio, hay un testigo neutral, infinitamente consciente y, a la vez, infinitamente indiferente, que contempla la realidad y sus infinitas relaciones encontrando belleza en todo.

Por supuesto, las cartas sólo corresponden a períodos de separación entre los cónyuges. La estancia de Véra en un sanatorio, los viajes de Vladimir a Praga para visitar a su madre, sus cada vez más frecuentes desplazamientos a París (el otro corazón del exilio ruso) para dictar conferencias y conseguir trabajos literarios que le permitieran mantener a su familia, extienden entre ellos la distancia necesaria para que nazcan estas cartas. En los períodos de unión, silencio.

A finales de los años treinta, con el ascenso del nazismo, Nabokov viaja de nuevo a Inglaterra y a París para intentar conseguir un lugar para su familia. Esa es la famosa zona oscura del matrimonio Nabokov. En París, conoce a Irina Guadanini, una guapa joven que trabaja como peluquera canina (y cuya foto los editores colocan, con extraña y tácita perversidad, en la misma página y al mismo tamaño que el retrato de Elena, la madre del escritor: el parecido, a pesar de las distintas edades, es, cuando menos, intrigante). El affaire consiguiente, según los indicios, no es un asunto sin importancia. El matrimonio se tambalea. Todo transcurre, para nosotros, lectores de las cartas, behind the scenes, casi invisible, pero esa larga serie de misivas de 1937 están llenas de una ansiedad y una desesperación casi insoportables. A pesar de ello, aún encontramos por doquier destellos de poesía, teñida ahora de una melancolía inédita, y Nabokov parece por momentos despertar de la pesadilla y recordar al amor de su vida. En medio de una carta llena de ansiedad y de reproches, escribe: «He soñado contigo esta noche. Te vi con una especie de claridad alucinatoria y, durante toda la mañana, he estado en una nube de ternura hacia ti. Sentía tus manos, tus labios, tu pelo, todo… y si hubiera sido capaz de soñar más a menudo sueños como ese, mi vida habría sido más fácil».

Esta es una de las pocas ocasiones en las que leeremos a Nabokov lamentarse, siquiera vagamente, de que su vida podría haber sido más feliz. Véra sospecha y leemos, con cierta vergüenza inevitable, cómo Nabokov miente, se finge indignado ante los «viles rumores» que llegan a los oídos de su mujer: «My dear love, todas las Irinas del mundo no pueden hacer nada. No deberías ponerte así». En un momento, al final de una de las cartas más melancólicas y esplendorosas de ese período (la del 27 de febrero de 1937), Nabokov introduce bruscamente, sin venir a cuento, una pequeña escena aislada que, en una novela suya, sería uno de sus juegos anti- o más bien pseudofreudianos: «Un día, sentado en La Coupole, en París, con Irina G., me di cuenta de pronto de que me faltaba el capuchón de la pluma, la que me regaló la abuela; después de una agónica búsqueda bajo la mesa, lo encontré en el bolsillo de mi chaqueta». Como en un sueño en miniatura, se distinguen la ansiedad, la culpa y la obsesión de una aventura matrimonial lejos de su mujer, en una Europa que se derrumbaba y acosado por la miseria y el fracaso. La presión psicológica era tan grande que todo el cuerpo se le cubrió de psoriasis y, como confiesa más tarde en una carta, pensó seriamente en acabar con su vida.

Después, poco más. Nabokov confesó el affaire, Véra lo perdonó, la felicidad conyugal se reanudó. Tras 1939, encontramos ya sólo ese mágico puñado de cartas (ya en Estados Unidos) que Nabokov le envió durante una gira de conferencias por distintas universidades, sobre todo del sur, que aprovechó para cazar mariposas en bosques y pantanos que describe con colores de otro mundo. Más tarde, unas pocas notas y un salto vertiginoso hasta 1970, con unas pocas cartas deliciosas que escribe desde Taormina, adonde viaja unos días antes que ella para buscar alojamiento. La última que escribe desde allí, que es la última carta del volumen aparte de dos o tres notas de pocas líneas, fechada el día antes de que Véra se reuniese con él, acaba así: «Ahora te estoy esperando. En cierto sentido, me da un poco de pena que esta correspondencia llegue a su fin, te abrazo y te adoro». A nosotros también nos da pena. No volverían a escribirse cartas largas porque ya no se separarían nunca, y nosotros, los indiscretos lectores del futuro, sólo escuchamos el silencio de los amantes reunidos.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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