Buscar

Caídos por la patria

Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra

Pedro Ruiz Torres (ed.)

Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2015

323 pp. 28 €

Soldados caídos. La transformación de la memoria de las dos guerras mundiales

George L. Mosse

Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016

Trad. de Ángel Alcalde Fernández

310 pp. 24 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Hasta hace relativamente poco se decía que todo lo concerniente a la Primera Guerra Mundial constituía historiográficamente lo postergado o no muy bien conocido, sobre todo en comparación con el abrumador número de estudios de toda índole que había generado la otra gran guerra, la de 1939, tan descomunal en todos los sentidos que había desplazado el foco de atención. Todavía sigue utilizándose de modo residual o retórico ese cotejo, como menciona Carmen García Monerris en uno de los capítulos de Volver a pensar el mundo de la Gran Guerra: «La Gran Guerra pasó a ser la Primera cuando estalló la Segunda y gran parte de la historiografía, y en cierta manera también de la memoria colectiva, permaneció mucho más atenta a esta y a sus consecuencias evidentes». De lo que se sigue, de un modo quizá algo forzado, la consecuencia de que el supuesto «redescubrimiento» de la Guerra del 14 nos conmueve hasta el punto de que «se diría, incluso, que esta capacidad [de conmoción] supera con mucho a la siguiente guerra mundial» (pp. 26-27).

La verdad es que la conmemoración del centenario del atentado de Sarajevo ha despejado todas las dudas que aún pudieran subsistir sobre el particular. Los historiadores, con «redescubrimiento» o sin él, es decir, como mera continuidad de lo que venían haciendo desde décadas atrás, se han volcado en la exploración meticulosa de todos los elementos que se dieron cita en aquella contienda de proporciones inéditas en su momento, desde los aspectos más trillados –las responsabilidades en el estallido– hasta sus consecuencias –el nuevo mapa de Europa–, pasando, naturalmente, por todos los demás aspectos que hicieron de ella lo que nadie discute: la primera gran conflagración moderna por el papel central de la tecnología y la participación de masas. Ahorro el lector, al que supongo bien informado, estas referencias bibliográficas (que, por otro lado, serían inabarcables si pretendiera ser mínimamente justo y riguroso). Esta misma revista se ha ocupado de algunas de las más relevantes publicaciones recientes (en un ensayo firmado por Borja de Riquer) y quien esto escribe también se hizo eco en su momento en una reseña del impacto de los acontecimientos en el solar hispano. Por lo demás, adelanto ya que el lector interesado dispone en los dos libros que aquí se comentan de una magnífica selección bibliográfica (Mosse, pp. 281-295; y Ruiz Torres, pp. 291-318, esta última, además, actualizada y adaptada a la perspectiva del público español).

Es un lugar común que ahora, con ocasión de la efeméride, ha vuelto a repetirse que la gran diferencia entre 1914 y 1939 estriba en la complejidad de los hechos que conducen a la catástrofe en la primera de las fechas, frente a la flagrante culpabilidad del agresivo expansionismo germano en la segunda. Tanto es así que ha hecho fortuna uno de los títulos del centenario, Sonámbulos, de Christopher Clark, para caracterizar el estado de ánimo o de opinión que lleva a las elites gobernantes del momento al enfrentamiento armado. Pero los historiadores han examinado de modo tan exhaustivo todas las variables que confluyen en la vorágine del verano de 1914 que a estas alturas no tendría sentido hablar de carencias en nuestro conocimiento, sino más bien de todo lo contrario: una inflación de datos y testimonios que, por otra parte, abona interpretaciones no siempre coincidentes. De ahí precisamente que uno de los conceptos que más se repiten en la producción historiográfica de los últimos años, incluso en los títulos, sea el de repensar, referido a aspectos concretos del gran conflicto o a su significado global. Sin ir más lejos, uno de los libros que ahora comentamos propone desde su frontispicio «volver a pensar el mundo de la Gran Guerra», pero, además, una de sus contribuciones, la de Carolina García Sanz, tiene como objetivo «repensar la neutralidad». No hacen con ello más que seguir la estela de diversos análisis aparecidos en revistas especializadas en los últimos años, como el de Frédéric Rousseau, “Repensar la Gran Guerra (1914-1918). Historia, testimonio y ciencias sociales» (Historia Social, núm. 78 (2014), pp. 135-153) o el dossier coordinado por Francisco Veiga, «Repensando la Gran Guerra: aportes historiográficos para investigadores españoles» (Historia y Política, núm. 32 (2014), pp. 13-149). Como es obvio, no se trata de una coincidencia accidental.

Esta concordancia sólo puede entenderse de modo adecuado si tomamos una cierta distancia y miramos con perspectiva la evolución de los estudios sobre la conflagración. Sigo esquemáticamente la clasificación que hace Pedro Ruiz Torres en su capítulo «Memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra». Un primer período –hasta finales de la década de 1940– estaría protagonizado por los historiadores de la generación de los combatientes: el positivismo y el historicismo predominantes llevarían a un estudio «desde arriba», marcado por una confianza que hoy tildaríamos de ingenua en la identificación de los hechos y en el peso de los documentos como pruebas incontrovertibles. Estaríamos hablando, pues, de una historia abrumadoramente política, con énfasis en los acontecimientos militares, las decisiones de los gobernantes y los movimientos diplomáticos. Desde los años cincuenta y, sobre todo, en las dos décadas subsiguientes (los años sesenta y setenta), se impone una perspectiva que podríamos llamar social: la atención se desplaza de las elites a la gente común y sus condiciones de vida, con especial interés por establecer un gran fresco económico-social, es decir, problemas económicos, protestas colectivas, conflictividad social, mentalidades, etc. Podría decirse, siempre en términos esquemáticos, que en esta segunda etapa historiográfica se desplaza hasta cierto punto el centro de interés anterior hacia lo que cabe denominar el «frente interior», esto es, el impacto de la guerra en la sociedad. En todo caso, la gran aspiración de esta segunda oleada de monografías es hacer una «historia total» de la guerra frente a la precedente historia político-militar. En las décadas postreras del siglo XX va abriéndose paso una tercera fase que se propone hacer una «historia cultural» en un sentido omnicomprensivo o globalizador, pues quiere tener en cuenta no sólo los hechos acaecidos y las circunstancias adyacentes, sino la propia perspectiva del sujeto que interpreta los eventos del pasado desde un tiempo posterior: «El nuevo enfoque cultural tiende a dar gran importancia como objetos de estudio a los procesos de elaboración y transformación del recuerdo y a los usos públicos de la memoria y de la historia» (Ruiz Torres, p. 255).

Pues bien, he aquí, en estas nuevas coordenadas, donde hay que situar los volúmenes que ahora nos ocupan. El de Mosse es casi un clásico, a pesar de que su primera edición, con el título de Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars, apareció en 1990. Como bien dice Ángel Alcalde en su ajustado estudio introductorio, su consagración vendría con la edición francesa de 1999, que salió con un título bastante distinto, que intentaba precisar el sentido de la aportación fundamental de Mosse: De la Grand Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes. En Alemania y, más aún, en Italia, la obra de Mosse tuvo un indudable impacto. No así en España, primero por la razón estructural que todos conocemos (ese ensimismamiento de la historiografía española, tan poco interesada en su conjunto por mirar fuera de sus fronteras) y segundo –factor nada despreciable– porque, como también apunta Alcalde, la perspectiva culturalista de Mosse era un tanto sospechosa para la hegemónica historiografía marxista, más interesada de un modo dogmático en aspectos económicos, sociales y políticos. No obstante, algunos de los conceptos que Mosse puso en boga –como el de trivialización de la violencia bélica y, aún en mayor medida, el de brutalización de la vida política– fueron conocidos y utilizados en sus análisis por los historiadores españoles, bien porque conocieran la edición original de su obra, bien porque tomaron contacto con ella por la versión francesa. En cualquier caso, lo cierto es que es ahora cuando Fallen Soldiers se vierte al español por vez primera en esta cuidada edición del mencionado Ángel Alcalde, con un retraso que está en consonancia con la recepción tardía del conjunto de la obra de Mosse en nuestro país.

Soldados caídos es un libro no demasiado extenso –unas trescientas páginas escasas– que tiene un tono sintético y se lee con facilidad, a pesar de que su autor no es especialmente brillante en su exposición y, en algunos momentos, resulta premioso y reiterativo. Dividido en tres partes que tienen como eje la Primera Guerra Mundial (los orígenes, la guerra propiamente dicha y la posguerra), su centro de atención es Alemania –el país natal de Mosse y, con diferencia, el que mejor conoce–, aunque también contiene múltiples alusiones, datos y testimonios de Francia y Gran Bretaña y, en mucho menor medida, de Italia. De España sólo hay una pequeña sección del noveno capítulo que trata de los voluntarios que se enrolaron en las Brigadas Internacionales y de aquellos otros que se integraron en el bando franquista durante la Guerra Civil (pp. 239-247). El enfoque del libro, como ya quedó apuntado sucintamente, es de tipo cultural en sentido amplio, pues abarca como manifestaciones de esa índole una amplia panoplia de expresiones, desde las más convencionales (arte o literatura) hasta los monumentos conmemorativos, los cementerios, el deporte, la educación, los rituales de todo tipo, el alpinismo o las postales. Su tesis fundamental, si se permite la simplificación, es que antes, durante e inmediatamente después de la Gran Guerra se crearon las condiciones culturales –el caldo de cultivo, las actitudes, las mentalidades– para el desarrollo de las ideologías totalitarias que dominaron la vida política europea –y muy especialmente la alemana– durante los años treinta. Al hablar de la esfera política, Mosse no se refiere sólo ni principalmente a la acción de unos determinados gobiernos o unos partidos concretos, sino al entorno o sustrato que posibilitó el ejercicio de un poder totalitario: la fanatización de las masas, el adoctrinamiento chovinista, la insensibilidad hacia el sufrimiento humano, el desprecio hacia el otro (de nación o de etnia), la glorificación de la experiencia bélica, la instrumentalización cuasirreligiosa de la muerte, o el victimismo y la sed de venganza, entre otros muchos factores que desgrana y analiza meticulosamente a lo largo de diez capítulos ciertamente apasionantes.

Mencionar, como antes he hecho, la siembra de la semilla totalitaria en términos impersonales o genéricos no hace justicia al planteamiento del libro. Mosse apunta explícitamente al nacionalismo como promotor político y responsable moral de ese estado de cosas. De hecho, la primera línea de su primera página, aún en el apartado de agradecimientos, confiesa que su obra surgió de su interés «por el nacionalismo moderno y sus consecuencias». Su punto de partida no es muy distinto al que se han planteado cientos de historiadores al escrutar la Europa de comienzos del siglo XX: ¿cómo una sociedad culta y civilizada pudo embarcarse en una matanza colectiva de proporciones tan descomunales? La diferencia que introduce Mosse con respecto a otros analistas reside en su énfasis en la manipulación nacionalista del combate: cómo algo que en principio produce horror y espanto (la terrible guerra de trincheras) se convierte en «el mito de la experiencia de guerra». Dicho en términos más concretos, cómo la experiencia del barro, la sangre, la mutilación, la asfixia por gas venenoso, las heridas que hacen del cuerpo humano un delirante guiñol, las agonías más espantosas, el horror, en definitiva, en proporciones inauditas, se convierte en la propaganda nacionalista de uno y otro bando en todo lo contrario, en un evento grandioso, reverencial, heroico, ejemplar, místico y sagrado.

Mosse insiste en que no sólo se trata de legitimar la guerra sino hacer de ella un acontecimiento único, un rito iniciático, un bautismo de virilidad. Enrolarse en las filas patrias no podía ser una carga, una pena o un dolor, sino una oportunidad, un orgullo y un desafío. Pero como el resultado innegable era la muerte –para cientos de miles de jóvenes–, toda esa retórica del combate tenía que venir complementada por una no menos eficaz inversión de valores: frente a la vida miserable del cobarde o del sometido, lo digno y grandioso era la muerte por la patria. Por ello, las retaguardias de todos los países se llenan de monumentos conmemorativos a los caídos y de cementerios exclusivos para los valerosos soldados. La vida oficial rinde homenaje a sus héroes –siempre o casi siempre los supuestos héroes no están allí para contarlo– en ceremonias impresionantes: la patria, agradecida. No sólo la patria, sino también la religión. El mismísimo Cristo –según la escultura funeraria predominante en todos los países– baja del cielo para acoger en sus amantísimos brazos a sus hijos más queridos, esos soldados que dieron gustosos su sangre por su país, al igual que él nos redimió –también con su sangre– a todos nosotros. Hasta la naturaleza se impregnó de esa mística del caído. Al fin y al cabo, el árbol, el bosque, la colina o el arroyo simbolizan lo permanente, lo esencial, lo que nunca muere: «el bosque es el símbolo de resurrección, y de la primavera que sigue al invierno» (p. 150). El soldado reposa en la tierra que lo vio nacer, vuelve a la tierra. La víctima no es en el fondo tal, pues sigue viviendo entre nosotros. Su sacrificio no ha sido en vano, su sangre es la savia que vivifica el cuerpo social.

En ese contexto se inscribe uno de los conceptos clave del análisis de Mosse, el de banalización o trivialización, que se aplica a muchos de los elementos de ese entramado: banalización de la guerra, del sufrimiento, de la crueldad, de la destrucción, de la muerte, en una palabra. Las formas que adopta esa difuminación de los perfiles crueles de la contienda son innumerables y algunos de ellos ya han sido citados de refilón en los párrafos precedentes. Todo pasaba por insertar la experiencia bélica en la vida cotidiana, despojándola, eso sí, de sus perfiles más lacerantes: «mediante su asociación con los objetos de la vida diaria, el teatro popular o incluso el turismo en los campos de batalla» (p. 36). A veces se presentaba la guerra como un juego o, incluso, un cuento de hadas (pp. 185 y 187), se bromeaba con ella, se popularizaba en postales, se hacía de ella algo parecido a un evento deportivo y se frivolizaba sobre sus episodios más sangrientos en la prensa o en la vida cotidiana. En cualquiera de esos casos, el objetivo era «hacerla familiar». Aquí no estaríamos hablando de «su sublimación en una religión cívica», sino de su asimilación al mundo de las cosas ordinarias.

Mantiene el autor de un modo que a mí se me antoja un poco excesivo, o incluso contradictorio, que introducir la guerra «en lo cotidiano fue indispensable para su mitificación». No veo clara la armonización de esos dos conceptos en principio antitéticos como trivialización y mitificación, pero, sea como fuere, de esa mixtura extrae Mosse su noción más importante, verdadero leitmotiv de todo el libro: la idea de brutalización como rasgo definitorio de la política de entreguerras en muchos países y, particularmente, en Alemania. Una característica que, en última instancia, explica, según el autor, todo o casi todo lo que sucede en la posguerra y, sobre todo, verdadero tobogán siniestro que conduce a la ulterior hecatombe, que dejaría pequeña a la Gran Guerra: «Cada vez más, la política se vio como una batalla que tenía que culminar con la rendición incondicional del enemigo» (p. 207). La hipótesis de Mosse es brillante, pero él mismo reconoce que el establecimiento de una relación directa entre la «creciente indiferencia hacia la muerte de masas» y ese proceso de brutalización política no es «algo fácil de demostrar» (p. 206). En el libro se desgranan algunas de las derivaciones de dicho proceso, como la «deshumanización del enemigo», pero se reconocen también otros factores, como el «drástico declive del nivel de vida germano», que, siendo de índole diferente, pudieron contribuir en no escasa medida a la brutalidad ambiental. Quizás el libro de Mosse tiene su punto flaco en esas estimaciones osadas, no siempre avaladas por una base empírica, pero, sin lugar a dudas, constituye una lectura fascinante para todo el que se interese por las actitudes sociales, la evolución de las mentalidades y la práctica cultural del período de entreguerras.

En el volumen que coordina Pedro Ruiz Torres, y en el que intervienen junto a él otros nueve especialistas de diversos ámbitos de conocimiento, también se da primacía a la historia cultural en sentido amplio. De hecho, menciono a nivel algo más que anecdótico que la propia obra de Mosse que hemos comentado en los párrafos precedentes también es citada en varias ocasiones (véanse, por ejemplo, pp. 241, 242, 251, 287). Quizás el aspecto en principio más novedoso del libro, aunque no sea ni mucho menos el primer exponente de ello, radique en su propósito de ofrecer una visión de conjunto del mundo de la Gran Guerra en un sentido poliédrico, es decir, con la intervención de expertos en áreas diversificadas: «historia, antropología, crítica literaria, teoría del conocimiento, filosofía, teoría de los lenguajes y ciencias de la comunicación». El resultado de esta yuxtaposición sale mejor de lo que a priori podía preverse, porque el coordinador ha hecho un buen trabajo de edición, los textos están bastante cuidados y rayan por lo general a notable altura y, en definitiva, el volumen presenta una homogeneidad que el lector termina por agradecer. Con todo, no cabe desconocer ni silenciar que la atención, lejos de focalizarse, se dispersa en múltiples direcciones, a veces complementarias, pero otras no tanto. Cada cual hallará, junto a capítulos de gran interés, otros que le resulten prescindibles, por la sencilla razón de que es imposible seguir con el mismo interés, pongo por caso, un texto de antropología filosófica centrada en los combatientes (Joan B. Llinares) o un balance del impacto de la guerra en España (Maximiliano Fuentes Codera) que un análisis de la obra autobiográfica del escritor Siegfried Sassoon (Mireia Llorens). Del mismo modo que la mirada filosófica de Sergio Sevilla, polarizada en Max Scheler y Sigmund Freud, contrasta con el análisis de Nicolás Sánchez Durá sobre los testimonios fotográficos, o la perspectiva de género que introduce Françoise Thébaud.

Se comprenderá por ello que nos resulte imposible en una reseña, que ya a estas alturas alcanza una notable extensión, entrar más a fondo en el contenido de los diversos capítulos. Pese a todo lo expuesto, si no exactamente un basamento común, sí al menos puede detectarse al recorrer las páginas del volumen una voluntad manifiesta de trascender las visiones convencionales. Un objetivo o aspiración que desemboca, para ser más concretos, en una perspectiva integradora de los variados elementos que se dieron cita en esos años decisivos. Con ello desembocamos de nuevo en lo que antes señalábamos respecto a la historia cultural de nuevo cuño, esa que aspira a hacerse eco de lo que sucede en las trincheras, pero también en la retaguardia; que quiere contar con los testimonios realistas del combatiente, pero también con la propaganda política; que atiende a los valores belicistas que compartieron muchísimos voluntarios, pero que no desconoce las resistencias de otros sectores y las protestas pacifistas; y, en fin, que se interesa por el neutralismo tanto como por las estrategias de los ejércitos contendientes. En lo tocante a la perspectiva del analista, valora todo lo que pueda aportar alguna luz sobre una realidad compleja: fuentes orales, testimonios escritos del soldado, memorias, fotografías, directrices de los Estados Mayores, rituales, conmemoraciones, trastornos sociales, condiciones de vida, transformaciones políticas, crisis económicas, cambios en las costumbres y hábitos sociales, y un casi interminable etcétera.

No resulta extraño por ello que un lector atento pueda detectar en la amplísima gama de referencias bibliográficas que contienen los diversos capítulos algunas constantes significativas. Así, frente al punto de vista frío, distanciado y supuestamente objetivo de la historiografía tradicional, en estas páginas se percibe que los autores sienten una mayor atracción –o, por lo menos, muestran una innegable curiosidad– por aquellas otras aportaciones bibliográficas que se centran en la experiencia, bien sea la experiencia del combate propiamente dicha, bien sea la del testigo que reelabora la memoria en forma literaria, o la de quien intenta explicarse en ese momento histórico las vicisitudes que está contemplando. Y así, de este modo, los escritos de un Ernst Jünger o de un Stefan Zweig resultan insoslayables, del mismo modo que cobran protagonismo el enfoque psicológico de Paul Fussell, el énfasis en la memoria de Jay Winter, la recopilación de recuerdos y testimonios de Jean Norton Cru o el enfoque antropológico de Stéphane Audoin-Rouzeau o Joanna Bourke, y eso por poner sólo unos pocos ejemplos, casi a nivel aleatorio.

Permítanme terminar mi reflexión con un apunte inquietante, que tomo del capítulo de Pedro Ruiz Torres sobre las «Memorias, historiografías y usos públicos de la Gran Guerra» (pp. 264-265): al «volver a pensar», como indica el título, aquel mundo de hace cien años, resulta que con las vueltas y revueltas de la historia, nos vemos en la actualidad en una situación paradójica. Todo ha cambiado mucho, indudablemente, pero al mismo tiempo resurgen en el Viejo Continente antiguos fantasmas, desde el repunte de añejos conflictos nacionalistas hasta una avasalladora crisis económica que amenaza con llevarse por delante trabajosas conquistas sociales. Una serie de trastornos que nos devuelven hoy a una situación en múltiples aspectos más cercana al «mundo que hizo posible aquella enorme catástrofe de lo que se pensaba en la década de los sesenta» y que por eso mismo nos permite «percibir las continuidades mejor que hace cincuenta años».

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_1309

Ficha técnica

13 '
0

Compartir

También de interés.

El memorioso chamaco del cementerio