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1917: revolución en Rusia y crisis en España

Los años de Madridgrado

Fernando Castillo

Madrid, Fórcola, 2016

464 pp. 26,50 €

El espejo blanco. Viajeros españoles en la URSS

Andreu Navarra

Madrid, Fórcola, 2016

336 pp. 22,50 €

Anatomía de una crisis. 1917 y los españoles

Eduardo González Calleja (coord.)

Madrid, Alianza, 2017

400 pp. 20 €

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Hace un siglo, en 1917, dos revoluciones transformaron Rusia: una derribó en febrero la autocracia zarista y otra estableció en octubre una dictadura comunista. La primera hubiera podido encaminar a Rusia hacia la democracia, pero más probablemente hubiera desembocado en algún tipo de régimen autoritario, como los que en el período de entreguerras proliferaron en la Europa menos desarrollada. La segunda llevó a la aparición de un nuevo sistema político, económico y social que se convertiría en uno de los rasgos diferenciadores de lo que Eric Hobsbawm denominó el breve siglo XX. En 1914 no existía ningún Estado comunista en el mundo, ni nadie podía prever que la revolución comunista profetizada por Marx y Engels fuera a tomar la dirección que le marcaron Lenin y los bolcheviques, mientras que a partir de 1989 el comunismo se convertiría en un mal recuerdo, añorado por un puñado de nostálgicos a los que cabría llamar reaccionarios. Entre una y otra fecha, sin embargo, el comunismo se extendió por el mundo y despertó entusiasmo. No es extraño que el centenario de la revolución bolchevique esté suscitando una notable actividad editorial, de la que no voy a ocuparme en estas páginas, que se centrarán en la relación entre Rusia y España.

Los acontecimientos españoles de 1917 fueron de una categoría histórica más modesta y no creo que su recuerdo despierte hoy pasiones. Unos oficiales díscolos promovieron una especie de sindicalismo militar, las denominadas Juntas de Defensa, que durante un tiempo causó quebraderos de cabeza a los gobiernos; los parlamentarios conservadores de la Lliga Catalana trataron de impulsar un cambio de régimen mediante la convocatoria de un asamblea en Barcelona, a la que acudieron diputados de izquierda de toda España; y, finalmente, los socialistas lanzaron una huelga general revolucionaria que fracasó, no sin haber conducido a enfrentamientos en los que murieron quizás un centenar de personas. El malestar por la fuerte subida de precios, que hacía la vida más difícil a muchos españoles, fue el contexto en que se produjo aquella triple crisis, que apenas tuvo efectos. El régimen liberal y parlamentario, pero no democrático, de la Restauración continuó su poco gloriosa vida durante seis años más, hasta que un general acabó con él mediante el consabido pronunciamiento.

¿Influyeron los acontecimientos de Rusia en los de España? Realmente muy poco. La atención de los españoles hacia la actualidad internacional la copaba el desarrollo de la guerra europea, que había despertado una intensa polémica entre las derechas germanófilas y las izquierdas aliadófilas. Los socialistas llegaron a temer que la toma del poder por los bolcheviques pusiera en peligro la victoria aliada sobre la Alemania imperial, a la que veían como el campeón de la reacción y, por tanto, se mostraron inicialmente muy poco entusiasmados. Sin embargo, no hubo que esperar mucho para que tanto socialistas como anarquistas (estos últimos tenían en España más relevancia que en ningún otro país del mundo) se sintieran deslumbrados por la primera revolución obrera de la historia y debatieran su incorporación a la Internacional Comunista fundada en Moscú. Fue, sin embargo, un deslumbramiento pasajero, pues sólo condujo al nacimiento de un pequeño Partido Comunista, que hasta 1936 no pudo competir con las vigorosas organizaciones socialistas y anarcosindicalistas. El alzamiento militar de ese año, que desencadenó la Guerra Civil, lo cambió todo: la Unión Soviética se convirtió en el único apoyo exterior de la República, el Partido Comunista creció como la espuma y a la altura de 1937 cabía pensar que, si los rebeldes eran derrotados, España pudiera convertirse, si no en un Estado soviético, opción que Moscú desaconsejaba, sí en una «democracia popular» del tipo de las que los comunistas impondrían diez años después en la Europa Central y Oriental.

Tres libros recientemente publicados abordan distintos aspectos de estas cuestiones. Anatomía de un instante, libro coordinado por Eduardo González Calleja, ofrece una síntesis clara de la crisis española de 1917 a través de cinco ensayos, escritos por otros tantos autores, cuatro de ellos profesores de la Universidad Carlos III. Álvaro Ribagorda aborda el tema de los intelectuales que confiaron en que el triunfo aliado en la guerra condujera a un avance de la democracia en Europa y en España, una convicción que considera ingenua, sin pararse a considerar si un triunfo de la Alemania imperial no hubiera sido mucho peor desde una perspectiva democrática, como temían aquellos intelectuales. Ángel Bahamonde se ocupa del fenómeno de las Juntas de Defensa, que con toda razón define como una «rebelión corporativa». Eduardo González Calleja analiza en su conjunto la crisis política de aquel año, prestando atención a la ofensiva catalanista, a la crisis de los partidos conservador y liberal, a las Juntas de Defensa, a la asamblea de parlamentarios y a la huelga general, todo lo cual habría representado una «revolución que no tuvo lugar». Francisco Sánchez Pérez se ocupa en profundidad de la huelga de agosto. La sitúa en el marco de la crisis social que vivía España debido al alza de precios; destaca el papel que, junto a los socialistas, desempeñaron republicanos y anarquistas; y subraya que su propósito revolucionario no implicaba que se tratase de una insurrección armada, aunque implicó actos de violencia por parte de los huelguistas y llevó a una represión que en ocasiones se extralimitó en su dureza (de ahí la elevada cifra de muertos). La dinámica internacional del año 1917 es tratada por el italiano Angelo Veltrone, que no alude a sus repercusiones en España.

En El espejo blanco, Andreu Navarra aborda las relaciones entre España y Rusia a través de las historias de los españoles que visitaron aquel país, desde finales del siglo XIX hasta los momentos finales del régimen comunista. Bien escrito, aunque a veces algo desordenado, el libro de Navarra se basa en un conocimiento exhaustivo de cuanto han escrito los españoles que a lo largo de más de siete décadas narraron sus experiencias en Rusia, ya fuera durante breves visitas o largas estancias. La diversidad de sus opiniones, la agudeza de sus observaciones, en unos casos, o su sorprendente credulidad, en otros, confieren un gran interés a los testimonios de estos viajeros españoles, varios de los cuales fueron personajes notables.

Sofía Casanova, casada con un aristócrata polaco, vivió en Rusia la revolución y la relató en sus crónicas para ABC, siendo la única corresponsal que por entonces tuvo la prensa española en aquel país. Ángel Pestaña, obrero anarcosindicalista, y Fernando de los Ríos, profesor socialista, visitaron Rusia cuando mayor era el entusiasmo de la izquierda española por la revolución soviética y fueron lo bastante lúcidos como para detectar su lado oscuro. Dos periodistas, Ricardo Baeza y Julio Álvarez del Vayo, recorrieron la Ucrania asolada por el hambre en 1922 y ofrecieron un valioso testimonio de ello en sus crónicas para El Sol, lo que no evitó que el segundo, futuro ministro con Largo Caballero y Negrín, adoptara más tarde una actitud favorable hacia la Unión Soviética. Josep Pla, que publicó en 1925 un libro sobre Rusia, es un ejemplo de la curiosa simpatía que algunos escritores conservadores mostraron hacia la experiencia soviética, en contraste con la actitud más crítica de Pestaña, Ríos y otros militantes de izquierda. Dionisio Ridruejo fue el más destacado, en el plano intelectual, de los casi cincuenta mil españoles que se alistaron en la División Azul para combatir al comunismo soviético, poniendo su voluntad de pureza al servicio de la atroz demencia hitleriana, y ha dejado de su experiencia en Rusia un libro notable que se publicó póstumamente. Otros españoles llegaron a Rusia como resultado de la Guerra Civil, ya se tratara de los niños enviados para recibir acogida o de militantes comunistas, muchos de los cuales sufrieron un cruel desencanto, ente ellos Jesús Hernández, cuyas memorias no son muy de fiar, aunque un libro reciente de la historiadora Luiza Lordache ha documentado con rigor lo que Hernández y otros disidentes habían denunciado: el envío de republicanos españoles a los campos del Gulag.

Para concluir, Navarra menciona un libro que Manuel Vázquez Montalbán publicó muy poco antes de la implosión de la Unión Soviética, en el que la historia rusa se evoca, en buena prosa, a través de paseos por los barrios de Moscú. Eran los años en que la perestroika parecía anunciar una renovación del sistema democrático, mientras que en la España gobernada por el socialdemócrata Felipe González el comunismo había quedado reducido a una presencia casi irrelevante. No ocurría lo mismo medio siglo antes, en plena Guerra Civil, cuando en la madrileña Puerta de Alcalá colgaban carteles gigantes con las efigies de Stalin y otros jerarcas soviéticos. Esa es la imagen que ilustra la portada del tercero de los libros que voy a comentar: Los años de Madridgrado, de Fernando Castillo.

El término Madridgrado parece haberlo utilizado por primera vez el general Queipo de Llano en una de las charlas radiofónicas en que increpaba a los rojos desde Sevilla y lo retomó Francisco Camba, el hermano menos brillante de Julio, como título para una novela de 1939. Su propósito era presentar a la capital republicana como una ciudad sovietizada que había perdido su identidad española. Fernando Castillo lo emplea para el título de un libro interesante, aunque algo reiterativo, que presenta el odio de las derechas hacia el Madrid de la Guerra Civil como la culminación de una hostilidad hacia las urbes modernas que había surgido en el siglo XIX, aunque tenía precedentes muy anteriores. La gran ciudad como símbolo de una modernidad inquietante, contrapuesta a la imaginaria placidez tradicional de la vida rural, está presente en las novelas de la andaluza Cecilia Böhl de Faber, que firmaba como Fernán Caballero, y del santanderino José María de Pereda, así como en las prédicas del obispo Josep Torras i Bages, el más reaccionario de entre los padres fundadores del nacionalismo catalán. La crítica al centralismo liberal se combinó con ese tradicionalismo antiurbano para hacer de Madrid la encarnación de todos los males y, tras la proclamación de la República, la capital adquirió una faz aún más amenazadora para las gentes apegadas a la tradición.

Desde el inicio de la Guerra Civil, escritores y periodistas de derechas rivalizaron en sus hostiles descripciones del Madrid rojo, «sucursal de Moscú». Madrid, de corte a checa (1938), de Agustín de Foxá, es la obra más representativa de un género en el que el odio a las clases obreras madrileñas se combinaba con la denuncia de la rusificación. De hecho, las organizaciones obreras se habían adueñado de la capital tras el fracaso del alzamiento militar y la influencia soviética se hacía notar en una nueva estética propagandística que iba desde los carteles gigantes en las calles a las películas que se exhibían en los cines. El terror rojo no era tampoco un mito, sobre todo en el verano y el otoño de 1936, cuando proliferaron los siniestros «paseos». Pero el odio clasista, incluso racista, hacia las clases populares madrileñas, que se refleja en esos escritos nos resulta hoy obsceno. Y lo curioso es que se combinaba con un rechazo a la modernidad representada por las fábricas, la electricidad, el cine y también los edificios de cemento de la Gran Vía madrileña, que para Ernesto Giménez Caballero representaba un «asiatismo mesopotámico y rascaciélico», antiespañol, antitradicional y sin mesura. La emancipación femenina, otro rasgo de la nueva sociedad urbana que avanzó en los años de la República, era también motivo de espanto y de escarnio: las rojas, por definición, tenían que ser feas.

Juan Avilés es catedrático de Historia Contemporánea en la UNED. Es autor, entre otros libros, de La fe que vino de Rusia. La revolución bolchevique y los españoles, 1917-1931 (Madrid, Biblioteca Nueva/UNED, 1999), La daga y la dinamita. Los anarquistas y el nacimiento del terrorismo (Barcelona, Tusquets, 2013) e Historia del terrorismo yihadista. De Al Qaeda al Daesh (Madrid, Síntesis, 2017).

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