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La ética de la emergencia política

El mal menor: ética política en una época de terror

MICHAEL IGNATIEFF

Taurus, Madrid

Trad. de María José Delgado Sánchez

260 págs.

21 €

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¿Cuáles son los límites que una democracia no puede franquear cuando es atacada o se siente amenazada? ¿Qué barrera moral se establece más allá de la cual la propia esencia de la democracia queda desnaturalizada? Michael Ignatieff intenta establecer las coordenadas de este punto de inflexión y las consecuencias de sobrepasarlo en su último libro, The Lesser Evil (El mal menor ). En él intenta pergeñar una justificación de las medidas necesarias para luchar con efectividad contra las amenazas terroristas sin que ello implique una vulneración de los derechos humanos. Para ello expone, en primer lugar, las posiciones encontradas respecto al mantenimiento de las libertades públicas en una democracia. Por un lado, están aquellos que sostienen que no existe ninguna limitación a la hora de eliminar cuantos derechos sean necesarios para asegurar la supervivencia de un Estado. Por otro, están los que plantean que los derechos –el conjunto formado por todos ellos– fijan un límite infranqueable: ningún derecho puede ser eliminado. El respeto a los individuos debe ser independiente de sus comportamientos, y esta independencia es la que distingue a los derechos humanos de otros derechos. Algunos derechos civiles –el derecho a votar, por ejemplo– pueden ser revocados temporalmente para ciertos individuos condenados por un delito; otros derechos, como el del control judicial de las detenciones policiales, pueden ser suspendidos en determinadas circunstancias. Sin embargo, los derechos humanos son independientes del mérito, las circunstancias o el comportamiento individual. Así, una sociedad liberal está obligada a respetar los derechos de aquellos que no han mostrado ningún respeto por los derechos de otros.

¿Está justificada la violencia de un Estado contra los terroristas? Ignatieff enumera las condiciones de legitimidad de la violencia estatal. En primer lugar, se deben tener en cuenta los tratados internacionales en materia de derechos humanos, la Carta de las Naciones Unidas y las Convenciones de Ginebra, lo que implica considerar la opinión de organismos internacionales y de otros Estados, y no sólo los puntos de vista de la población directamente amenazada. Ello es así porque «las democracias liberales constituyen una comunidad de valores además de una comunidad de intereses», y la lucha contra el terrorismo no logrará sus objetivos si los Estados actúan unilateralmente, sin tener en cuenta las objeciones de otros Estados ni los acuerdos internacionales. Ignatieff propone el siguiente examen para legitimar el recurso estatal a la violencia. Primero, la prueba de la dignidad : «¿Las medidas coercitivas violan la dignidad individual? El compromiso con los derechos humanos obliga a evitar los castigos crueles y extraordinarios, la tortura, la esclavitud, las ejecuciones extrajudiciales y la entrega de sospechosos a países que no respetan los derechos humanos». Segundo, la prueba de la prudencia: «Estas medidas extraordinarias, ¿se apartan demasiado de los estándares procesales necesarios y habituales? ¿Pueden dañar nuestro andamiaje institucional?». Los estándares mencionados prohíben la suspensión indefinida del habeas corpus y sujetan toda detención a la supervisión de los jueces y al acceso a un abogado. Tercero, la prueba de la efectividad : ¿Las medidas contraterroristas protegen a los ciudadanos a largo plazo? ¿Aumentarán o disminuirán el apoyo político al Estado que las ponga en práctica? Por último, debemos considerar dos aspectos muy importantes. Uno nos obliga a preguntarnos si las medidas contraterroristas se aplican como último recurso, es decir, después de haber intentado –infructuosamente– combatir las amenazas por medios menos coercitivos. El otro implica que las medidas extraordinarias hayan pasado el filtro de los órganos legislativo y judicial. Sin duda, todos estos requisitos pueden atar las manos de un gobierno a la hora de enfrentarse al terrorismo, pero, como nos recuerda Ignatieff, «está en la misma naturaleza de la democracia, no sólo que se enfrente a sus enemigos con una mano atada a la espalda, sino la obligación de hacerlo así».

¿Y qué decir de la violencia que ejercen los terroristas? La mayoría de ellos justifican sus atentados por las injusticias que padecen los pueblos o colectivos en nombre de los que actúan. De nuevo, no es el recurso a la violencia lo que debemos condenar, sino el hecho de recurrir a ella en primera instancia y no como última opción. Las democracias liberales y sus enemigos se enfrentan a obligaciones muy distintas a la hora de justificar sus actos. Un Estado constitucional se ve forzado a defender y explicar sus acciones en público o ante los jueces, mientras que los terroristas no se enfrentan a nada parecido. Aunque los agentes estatales pueden cometer actos terroristas y en ocasiones lo hacen, generalmente deben dar cuenta de los mismos a la sociedad en nombre de la cual actúan. Las comunidades cuyos intereses dicen defender los terroristas no tienen el menor control sobre las acciones de éstos. El objetivo de los terroristas es el de imposibilitar cualquier solución política a los conflictos, como demuestran los casos vasco e irlandés. Caben pocas dudas de que Ignatieff está en lo cierto cuando afirma que hay algo puramente criminal en grupos terroristas como el IRA y ETA que los emparenta tanto a un partido político como a la Mafia. Por ello, es un error tratar de apaciguar a estos grupos con concesiones; sólo la presión judicial y policial puede acabar con ellos.

Para Ignatieff, el terrorismo islámico –el de Al Qaeda en particular– «representa una clase distinta de terrorismo, que ya no está al servicio de la libertad del pueblo ni del derrocamiento de un régimen determinado», sino que responde a un «nihilismo apocalíptico» que no se molesta siquiera en justificar sus acciones, como demuestran los atentados del 11 de septiembre. En estas condiciones, las respuestas políticas son inútiles. Este tipo de atentados «no puede ser enfrentado en el terreno de la política, sino en el de la guerra». No obstante, Al Qaeda no deja de reivindicar que es el legítimo representante de las demandas de justicia de las masas musulmanas, al tiempo que se opone a las reformas que aliviarían esas injusticias. Sin embargo, lo que de verdad persigue es una ausencia de reformas y una reacción autoritaria de tal calibre en el mundo árabe que lleve a un levantamiento islámico que conduzca a toda la región a los añorados tiempos del Profeta y del califato. Aunque sea una falsedad, proclamar que se actúa en nombre de millones de musulmanes permite al grupo ofrecer la promesa del martirio a los potenciales terroristas. Así, la causa política se convierte en una motivación personal, y cuando la violencia deja de estar asociada a un fin político, el camino queda despejado para que los que la emplean se conviertan en meros fanáticos. Por otra parte, los grupos terroristas atentan contra el Estado israelí porque se niega a negociar con ellos, pero lo que realmente buscan es evitar toda negociación. Aunque el ejército israelí está librando una lucha brutal contra los terroristas palestinos, esta lucha es motivo de un enconado debate en la propia sociedad israelí, y aparte de contar con autorización democrática, está sujeta a revisión judicial. Cuando, por un lado, los terroristas palestinos acepten la existencia de la democracia israelí y reconozcan la inutilidad de la violencia y, por otro, Israel admita que una democracia liberal, que por definición se fundamenta en la justicia, está traicionando la esencia de su propia democracia al negar las demandas de justicia –en forma de un Estado palestino viable– efectuadas por una parte de aquellos sobre los que gobierna, entonces lo militar dejará paso a lo político.

Los terroristas desean convencernos de que lo que constituye nuestra fortaleza como democracias constitucionales –el debate público, la confianza mutua, las fronteras abiertas y las restricciones constitucionales a la acción de los gobiernos– es, en realidad, nuestra debilidad. Si aceptáramos este postulado, estaríamos cediendo a la lógica del terror y cometiendo una grave equivocación, puesto que cuando lo que nos da fuerza pasa a ser visto como algo que nos incapacita, tendemos a dejarlo de lado. Para luchar efectivamente contra las amenazas terroristas no debemos abjurar de aquello que puede ser confundido con una atadura de manos, sino seguir defendiendo nuestras instituciones democráticas.

Según Ignatieff, la actuación del gobierno estadounidense posterior al 11 de septiembre no favorece el mantenimiento de estos valores e instituciones liberales, y ha provocado la aparición del limbo jurídico que suponen las detenciones masivas y arbitrarias de sospechosos a los que no se acusa de nada y respecto a cuyo confinamiento no existen límites temporales aparentes. La categoría de «combatientes enemigos», no recogida en ningún tratado internacional, ha sido ideada precisamente para esquivar todas las leyes nacionales y las convenciones internacionales en materia de respeto a los derechos de los detenidos y su puesta a disposición judicial. La consecuencia de todo ello es «un debilitamiento de la propia democracia estadounidense». Lo que está ausente en la guerra estadounidense contra el terror es una distinción entre la defensa del orden y la defensa de los valores, puesto que aquellos que cuestionan los valores mayoritarios no son necesariamente ni habitualmente los que representan una amenaza para el orden público. Las consideraciones relativas al orden público no pueden arrollar la libertad de expresión ni la libertad de conciencia. Precisamente, en muchos casos lo que enmascaran es el recurso a la censura.

¿Qué significaría ser derrotados a manos de los terroristas? Ignatieff afirma que el panorama no se parecería tanto a una invasión o a una ocupación, sino que una derrota implicaría «la desaparición de nuestro modo de vida». Dado que la amenaza se dirige fundamentalmente contra «nuestra identidad política como hombres libres», es precisamente esta identidad la que debemos proteger en primer lugar. La estrategia no consiste en reforzar el gobierno secreto, sino el gobierno transparente. Sin embargo, priman unos medios de comunicación que se preocupan más por su cuota de mercado que por informar con veracidad a los ciudadanos; unos jueces que observan una excesiva deferencia frente a las acciones de los gobiernos; unos representantes políticos que ignoran su obligación de someter estas acciones a supervisión pública; unos gobiernos que han restringido las libertades de los extranjeros y de las minorías confiando en que sus voces sean demasiado débiles para hacerse oír; y, por último, unos votantes que han sido incapaces de controlar la actuación de los políticos y de obligarlos a servir al interés público. Todo ello ha dado como resultado un sistema democrático defectuoso en el que los políticos otorgan a las fuerzas de seguridad prerrogativas innecesarias, los ciudadanos votan a favor de medidas que no incrementan su seguridad y los servicios secretos reinterpretan las leyes según sus intereses. Lo que se necesita para combatir este mal funcionamiento de la democracia es dotar de nuevo vigor a las instituciones que protegen nuestra libertad: los contrapesos constitucionales y la supervisión de la actuación gubernamental por parte de los jueces, los parlamentos y una prensa libre. La conclusión es tremendamente simple, y apunta en una dirección distinta a la que señalan ciertas perspectivas autoritarias: el buen funcionamiento de las democracias en que vivimos y el mantenimiento de nuestra libertad depende de que las instituciones que la sustentan cumplan aquello para lo que fueron diseñadas y de que los ciudadanos conozcamos los motivos por los que estas instituciones son necesarias y seamos conscientes de que obligarlas a defender nuestra libertad requiere de nosotros un cierto coraje. Al menos en tiempos de emergencia política.

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