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Yo no soy quien ha escrito esta reseña

Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo XXI

Markus Gabriel

Barcelona, Pasado y Presente, 2017

Trad. de Juanmari Madariaga

300 pp. 23 €

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De entrada, debo decir que simpatizo con la filosofía para el gran público. Libros como El mundo de Sofía o La disolución de la mente, con su común recurso al diálogo y la investigación guiada, dentro de una trama narrativa, me parecieron un modo maravilloso de acercar ideas filosóficas complejas y difíciles a un público amplio, por la habilidad de sus autores para exponerlas de modo atractivo, pero también, y sobre todo, riguroso, claro. Desde Aristóteles, por lo menos, la filosofía presenta esta doble vertiente, esotérica y exotérica, y la segunda es fundamental para asegurar un lugar a la filosofía en el ámbito de la cultura en general. Sin duda, el libro de Markus Gabriel que consideramos tiene esta pretensión de llegar a un gran público, y por ella debemos juzgarlo, si bien su objetivo no es meramente divulgador, sino también crítico: crítico con la mayor parte de las propuestas que expone, que considera expresión de una ideología: la del neurocentrismo, como veremos. Este es el eje sobre el que articula su amplia revisión de la filosofía contemporánea de la mente, básicamente anglosajona, de los últimos treinta años, para cuya crítica recurre a prestigiosos nombres de la filosofía romántica alemana, como Johann Gottlieb Fichte o Friedrich Schelling, pero también a Sigmund Freud o Jean-Paul Sartre. Tampoco veo en este planteamiento general nada reprochable: me ha interesado siempre, y me parece muy recomendable, especialmente para un contexto filosófico como el nuestro, poder reconocer en las tradiciones analítica y continental problemas y desarrollos comunes a fin de poner de manifiesto lo arbitrario de esta división y lo necesario del diálogo. Ahora bien, a pesar del interés del planteamiento del libro de Gabriel, y de la cantidad de información que ofrece sobre multitud de autores y cuestiones, con frecuencia acertada y clarificadora, me parece que el resultado global dista de ser todo lo satisfactorio que podría ser tomando en cuenta estos mismos mimbres.

Para justificar esta valoración general, quizás el mejor modo de conseguirlo consista en parodiar el estilo del autor, para que el lector pueda hacerse cargo de sus modos, parcialmente expositivos, parcialmente argumentativos y siempre resolutivos, y la dificultad que plantean, sobre todo para el tipo de lector medio al que supuestamente va dirigido el libro. Sería algo así: «La idea central de la filosofía de la mente contemporánea es que la clave de nuestro ser está en el cerebro. Aunque no puedo atribuir a ningún filósofo de prestigio la afirmación “Yo soy mi cerebro”, sin duda muchas obras de ficción juegan con esta idea, aunque sea para rechazarla. Y, a pesar de que claramente la evidencia científica demuestra que sin cerebro la existencia humana no es viable, eso no significa que seamos cerebros. No lo somos, porque, aunque lo supiéramos todo del cerebro, eso no nos daría ninguna clave de por qué somos seres espirituales. Los seres espirituales son libres y la libertad no encaja con la visión científica de la realidad, de modo que la visión científica de la realidad está mal. Claro que, sin esta base empírica, cualquier afirmación de hecho, como que somos realmente libres, resulta gratuita. Además, esa noción de libertad tradicional es la libertad del espíritu, entendida como una voluntad libre (el libre albedrío), y tal noción es incoherente, cosa que ya demostraron Spinoza (la creencia en la libertad como fruto de la ignorancia de las causas) y Freud al mostrar que lo que queremos depende de impulsos inconscientes (al revelar las causas). Bueno, la verdad es que Freud no es muy claro, y además cambió varias veces de opinión. En cualquier caso, la conclusión es que somos seres espirituales y libres, y, por tanto, el estudio del cerebro no puede enseñarnos nada sobre quiénes somos. Y pretender que así sea es un modo de ideología, del mismo modo que pretender que la ciencia es incompatible con la religión es una posición ideológica».

Como puede verse por la parodia, creo que el libro encierra verdades, medias verdades, falacias manifiestas y escaso rigor y claridad. Dicho de otro modo, la posición que el autor trata de defender, y desde la que descalifica los esfuerzos por resolver el clásico problema filosófico de la relación mente-cuerpo (convertido en la versión contemporánea en el problema mente-cerebro), no es una posición muy clara y bien establecida; más bien al contrario, parece incoherente e injustificable, pero que es tomada como un punto de partida axiomático innegociable. Ciertamente nos gusta pensar en nosotros mismos como seres libres, o racionales, pero el reto radica precisamente en desarrollar un modo de entender el concepto de libertad o de racionalidad que sea coherente y compatible con lo que sabemos acerca de nosotros mismos, bien sea a través de lo que nos muestran las humanidades, bien a través de las ciencias. En cambio, lo que hace el autor es reivindicar modos de entender tales conceptos originados en el Romanticismo alemán, cuando el Yo se escribía con mayúscula y se consideraba divino y genial, unos modos que ya han sido sometidos a revisión dentro de la propia filosofía. Ciertamente tiene sentido reivindicar un espacio propio para la reflexión filosófica sobre la conciencia, la autoconciencia o la libertad, como hace Gabriel, pero tomar en consideración los avances científicos no tiene por qué amenazar ese espacio: antes al contrario, es obligado, aunque puedan llevar a cambiar los términos en que se produce esa reflexión, tal como ha venido ocurriendo.

Por supuesto, esta debilidad de la posición preferida del autor es perfectamente compatible con que sus críticas al denominado neurocentrismo sean razonables y acertadas. En particular, creo que es cierto que las neurociencias gozan de un prestigio superior a sus logros, que está detrás de la tendencia a añadir el prefijo «neuro-» a cualquier disciplina («neuroética», «neuroeconomía», incluso «neuroteología»). Del mismo modo, sus principales argumentos pueden verse como variaciones de la idea clave, correcta en mi opinión, de que no se puede reducir ni eliminar el nivel personal de nuestra experiencia (el nivel de nuestra conciencia de nosotros mismos como personas).

Por ello, si dejamos de lado esa dimensión global, hay mucho de interés en este trabajo para un lector no especializado: desde la explicación del argumento wittgensteiniano contra los datos de los sentidos y el lenguaje privado (si bien sin mencionarlo), el argumento del molino de Leibniz (de nuevo sin hacer referencia al argumento de la habitación china de John Searle, un caso claro de plagio contemporáneo), el argumento de Donald Davidson acerca de que los animales no tienen pensamiento proposicional porque carecen de lenguaje, el epifenomenalismo, la caracterización de los problemas generados por la noción kantiana de conciencia de sí, por los qualia y la imposibilidad de reducir la conciencia fenoménica a la intencional, o la exposición de la confrontación entre los compatibilistas y los incompatibilistas en relación con la libertad. En otros momentos, la exposición no es tan clarificadora, como en el caso del externismo semántico de Hilary Putnam (precisamente basado en el argumento de que no podemos ser cerebros en una cubeta, un punto que no se menciona), o en la caracterización de la actitud intencional de Daniel Dennett. Destaca por lo raro y clarificador la exposición de las ideas de Fichte, mostrando la centralidad de la intersubjetividad en su planteamiento.

Ahora bien, más allá de estas consideraciones, la lectura de este libro plantea también dificultades importantes debidas a problemas derivados de la traducción. No me refiero a los múltiples descuidos que aparecen continuamente en el texto (una muestra: «la tesis de que yo identificaría con el cerebro», p. 83), como si no hubiera habido tiempo de una corrección, sino a la traducción de los conceptos centrales en el texto: mente, espíritu, consciencia, autoconciencia, libertad o libre albedrío. Basta ilustrarlo con el término clave del libro, que figura en el propio título: «Geist». Este término puede traducirse por «mente», como se hace en el título, pero también por «espíritu», como se hace la mayoría de veces que aparece en el texto. Mientras que la filosofía de la mente es una especialidad filosófica bien establecida, la «filosofía del espíritu» tiene una resonancia hegeliana inevitable. Y mientras que la mente es el objeto de estudio de la Psicología, no está muy claro en qué consiste el espíritu, aunque seguramente sería un error considerarlo un objeto. De modo que el lector puede encontrarse en el texto la palabra «espíritu» con mucho mayor frecuencia de la recomendable, en contextos en los que habría sido más clarificadora la palabra «mente». Sin duda, es una dificultad grande para cualquier traductor, pero con consecuencias para la inteligibilidad del texto para el lector.

El lector no especializado va a encontrar dificultades suplementarias en este libro. Por una parte, el autor no parece preocupado por guiar al lector por el recorrido de propuestas y debates filosóficos en un sentido mínimamente didáctico. Las exposiciones no son completas, no se presentan los debates planteados como el modo de dar sentido a las diferentes propuestas, ni se contextualizan los problemas, ni se cierran las exposiciones o discusiones en un sentido que permita extraer conclusiones provisionales que permitan al lector entender la dirección del texto. De hecho, lo que aparece como objeto de crítica en un capítulo puede aparecer en el siguiente bajo una luz positiva.

A estas dificultades se añade un error fundamental en el planteamiento: Gabriel considera erróneamente que la filosofía de la mente contemporánea es una filosofía de la conciencia, cuando lo original del planteamiento actual es el énfasis en la organización funcional –el famoso funcionalismo–, y en dejar a la consciencia en segundo plano. De hecho, esta veta le hubiera aportado un número mucho mayor de historias de ciencia ficción directamente inspiradas en esta idea filosófica: la idea de que nuestra identidad personal se basa en una organización funcional que puede separarse de la materia en que se encuentra realizada. Desde Star Trek y la posibilidad de viajar instantáneamente por teletransportación, a Blade Runner y la posibilidad de conseguir una organización funcional personal con materiales sintéticos, la idea es fascinante y ha impulsado el desarrollo de la inteligencia artificial y la robótica. Sin embargo, el libro es mudo al respecto, a pesar de citar ambas películas en otro contexto. Esta discusión sigue siendo central en la discusión contemporánea, si bien el funcionalismo ha dejado de ser la posición dominante, y ha ido elaborándose una concepción corporalista, extendida y embebida en el mundo, de la mente, temas centrales en la filosofía de la mente del siglo XXI.

Acabo con el porqué del título. «Yo no soy quien ha escrito esta reseña» puede querer decir que «yo» no se reduce al hecho de haber escrito esta reseña. He hecho muchas más cosas e identificarme por una sola es una simplificación. Por ello, y del mismo modo, «Yo no soy mi cerebro» porque soy mucho más que mi cerebro, no me reduzco a mi cerebro: tengo un cuerpo, un pasado. Pero, del mismo modo que la interpretación inicial es compatible con la verdad de «yo soy quien ha escrito esta reseña», también hay un sentido en el que «yo soy mi cerebro» es cierto. Un sentido que Markus Gabriel rechaza que tenga sentido explorar. ¿O será cosa de su cerebro?

Antoni Gomila Benejam es catedrático de Psicología en la Universitat de les Illes Balears. Es autor de Verbal Minds. Language and the Architecture of the Mind (San Diego, Oxford y Ámsterdam, Elsevier, 2011), y ha editado, con Paco Calvo, Handbook of Cognitive Science. An Embodied Approach (San Diego, Oxford y Ámsterdam, Elsevier, 2008).

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