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«Vivir por encima del destino»: Carlos Barral en sus memorias

Memorias

Carlos Barral

Barcelona, Lumen, 2015

944 pp. 29,90 €

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Pero inventa,
inventa para ti una larga historia
del vivir por encima del destino.

«El escaño», en Lecciones de cosas
(Veinte poemas para el nieto Malcolm)

 

Dos designios autobiográficos: Barral y Gil de Biedma

En enero de 1955, Carlos Barral escribía los primeros apuntes de un diario sobre la composición de los versos de Metropolitano y, al iniciar su libro siguiente, Diecinueve figuras de mi historia civil, reincidió en dejar constancia escrita de sus notas de trabajo (hay edición de todos, al cuidado de Luis García Montero, en 1997): se trataba de unos diarios que –como confiesa en el prólogo a Los años sin excusa– resultaban «actas, casi, de laboratorio literario», alguna vez salpicadas de observaciones sobre sus relaciones personales. Su amigo Jaime Gil de Biedma inició también unos diarios más convencionales en 1956, fruto de la convalecencia de un episodio de tuberculosis que le proporcionó un título irónico para el libro posterior que las recogió, ya adecuadamente aderezadas: Diario del artista seriamente enfermo, editado en 1973.

Seguro que ambos proyectos se estimularon mutuamente, como si se tratara de una noble competición deportiva; los hipertrofiados egos de sus autores justaron a menudo por el mero placer de hacerlo, siempre protegidos por su tendencia común al histrionismo jocoso y por su vieja amistad. Pero eran muy distintos: más dado al fatalismo y la vulnerabilidad el yo más maduro de Gil de Biedma, más tendente a la mitificación, y también más inmaduro, el de su amigo y contendiente. Carlos Barral conoció –y celebró, sin duda– el considerable éxito de la publicación del Diario de su amigo, y supongo que debió de ser un acicate para ensayar, por su parte, una prosa informal (aunque estilísticamente muy cuidada) donde camparan el sarcasmo y la improvisación. Desdeñó la forma de diario y prefirió acogerse al más imparcial campo de las «memorias», aunque evitando ese marbete que supone cierta solemnidad y suscita la sospecha de la autojustificación: lo suyo sería una relación autobiográfica, con estructura de memorias temáticas, en las que buscaría la unidad emocional de cada capítulo. Cierta inevitable mitificación sería inseparable de la burla y no ocultaría al lector que la probidad literaria predominaba sobre la exactitud testimonial.

En enero de 1973, Barral firmaba las palabras prologales de Años de penitencia y en el año dramático de 1975 salía, por cuenta de Alianza Editorial, la primera edición del libro. En tiempos de fervor memorioso colectivo, Barral pretendía afirmar orgullosamente la historia de una diferencia y, a la vista de esta edición conjunta de sus tres volúmenes, es hora de reconocer el muy alto lugar de estos textos en el panorama de las letras españolas de los últimos cincuenta años. Y esta edición –tan cuidadosa, e ilustrada con unas excelentes fotografías– es muy bienvenida. La necesaria revisión de los textos y un prólogo espléndido y perceptivo han sido obra de Andreu Jaume, que hace poco hizo lo mismo con los Diarios, al fin completos, de Jaime Gil de Biedma. Por ambos trabajos, y por el rescate del epistolario de este último (El argumento de la obra, Barcelona, Lumen, 2010), merece nuestro especial reconocimiento.

Del taller de unas memorias

¿Están dictados los tres libros de memorias de Carlos Barral, como leemos en el preliminar de Años de penitencia? En las páginas del último volumen de la serie, Cuando las horas veloces, a la hora de evocar el tiempo de la redacción del libro, no hay noticia de tal cosa: «No sólo no conservo referencias de la seguramente larga redacción de Años de penitencia, sino que no recuerdo en absoluto cómo y cuándo fui escribiendo el libro, seguramente en las pausas entre poemas e intentos de poemas y con una dedicación menos atenta y algo secundaria». La presunta improvisación oral era, pues, la propia de una obra menor en la jerarquía convencional de los géneros literarios, a la que Barral era fiel. Precisamente, por ser menor, todo podía tener un aire más casual, más hablado que escrito. En la prosa casual de Barral, el autor gusta de explicitar el sistema de asociaciones mentales, menudean los avisos de saltos cronológicos o de reiteraciones, se ejerce la continuada coquetería de preguntarse si esto fue así, o cuándo ocurrió tal cosa.
Sin duda, los textos resultantes fueron objeto de un concienzudo pulimiento del estilo, pero jamás sufrieron una revisión de la ortografía de algún nombre propio (del pasado o del presente), ni la confirmación de una fecha histórica, o la comprobación de un recuerdo. Ese proceder era otra victoria del inventor sobre el amanuense. Es patente que el ritmo y la naturaleza del contenido de estas memorias, así como la relación de su autor con el texto, se fijaron en Años de penitencia; el segundo volumen, Los años sin excusa (1977), nació como una consecuencia natural de aquel y como un deseo –que el título proponía– de minimizar la importancia del tiempo histórico de fondo. La «penitencia» había sido la que padecimos todos, pero –como reconoce explícitamente el segundo título– la madurez ya no tenía coartadas. Lo recoge muy bien el último episodio de Años de penitencia, cuando en una Gerona fría y destemplada, donde ha terminado el servicio militar, su amigo Alberto Oliart y él, ambos a caballo y en uniforme de alférez, contemplan una manifestación de protesta y perciben ser objeto de la sorda hostilidad del ambiente, algo que hasta entonces nunca habían sentido: «Éramos desde hacía mucho tiempo, todo el tiempo para ser exactos, algo muy distinto de lo que habíamos imaginado ser, pero de ahora en adelante esa sería nuestra condición constante y principal […]. Hizo mucho frío aquel invierno, último de mi existencia sin responsabilidades, la gratificante y mimada inmadurez».

Barral debió de dudar a la hora de añadir un nuevo tomo, Cuando las horas veloces (1988), al armonioso edificio de dos plantas que había culminado diez años antes. Imagino que no fueron flacos estímulos ni la dotación del Premio Comillas, que obtuvo, ni las ganas de echar su cuarto a espadas en los sonados pleitos editoriales por los que pasó. Pero no le gustaba narrar al hilo de una cronología poblada de muchos acontecimientos importantes y en un ritmo obligadamente más rápido que antes, cuando cada volumen sólo equivalía a un decenio de su vida. Advirtió que, paradójicamente, recordaba mejor «una jornada cualquiera de aquel relativamente lejano 1962 [las narradas en el libro Los años sin excusa] y me parece que reconozco el timbre de la voz de las personas con que pude estar reunido e incluso resucitar el olor de su bulto, de sus vestidos y del lugar donde nos encontrábamos». «No ha pasado bastante tiempo», lamentaba quien sólo admitía la realidad cuando estaba revestida de leyenda, como territorio ritual de evocación y también de ejercicio de la memoria caprichosa. La aceleración histórica tiende a ser propicia a la síntesis falaz: «Al cabo de los años, el sesenta y ocho, el sesentayochismo, resulta ser una frontera histórica totalmente fantasmal, imaginaria y ahora insignificante, lo que no evitará que los historiadores del futuro inventen sobre ella teorías cronológicas». Y esos cambios hechos al dictado de los titulares de prensa le producen la sensación de «cuando uno despierta en los viajes convencido de estar en un determinado sitio antes de comprobar, segundos después, que se encuentra en otro».

El tiempo de la sensibilidad tiene otras pautas. El año de la muerte de Carrero Blanco «no es en mi recuerdo una fecha histórica, un hito en la historia política», pero, en cambio, recuerda con viveza que «aquel año señala un adelgazamiento del ámbito en el que se hacía cauce mi madurez, esa etapa ambigua en que se procura ignorar que ya se han perdido todas las indulgencias y las ventajas de la tardía juventud y aún no se alcanzan las de la experiencia». Dos años después, a aquellos días de noviembre de 1975 y a la muerte de Franco no puede negarles una imperativa autoridad histórica, pero necesita verlos desde el interior de sí mismo, en relación consigo y sus deseos vehementes: «Sí, aquella espantosa prolongación de la agonía era por nosotros, por el miedo que infundíamos a aquellos cretinos que rodeaban al casi expirado, por la incertidumbre que provocaba nuestra risueña paciencia. Estábamos castigando al moribundo al pie del cadalso imaginario y atormentando a sus últimos corifeos», porque «habíamos asumido todos el papel de verdugos, de ejecutores de una gran venganza».

Por eso, el primer plano de estas páginas nos presenta un interior muy barraliano en una habitación del hotel Corona de Aragón, de Zaragoza. El día 19 ha mantenido una reunión con libreros locales, seguida de una cena con amigos de Calafell y que ha estado a punto de amargar la ingesta de un espantoso «licor búlgaro». Ya de madrugada, la llamada telefónica de Yvonne le ha dado la noticia y el sopor que sigue lo llenan unas pesadillas que «en la desmemoria de aquel despertar súbito y fatigado, quedaban como imágenes del Hades, y en las que habían figurado Javier Pradera, Jorge Semprún, Luis Martín Santos y otros discrepantes, vivos y muertos, muy a barullo». Sobre la mesilla de noche, «un ejemplar de bolsillo de Le neveu de Rameau que me hacía compañía en aquel viaje» daba la nota de venial pedantería y de insobornable fidelidad a la literatura clásica francesa.

En general, Cuando las horas veloces no tiene el apetito y el disfrute del recuerdo que ostentan los dos primeros títulos de la serie. Asistimos a una cabalgata de reuniones, proyectos, ilusiones y fracasos, escoltados por los avisos de una salud precaria y, sobre todo, por la clara conciencia de que se acaba un modo de ser editor y de que el balance contable prevalecerá en lo sucesivo sobre la imaginación y el riesgo. Por eso le parece ahora que el tiempo ya no es nuestro, si es que alguna vez lo ha sido. Barral había escrito dos hermosos libros para tomar posesión moral de su pasado y otro para preguntarse, a la postre, «¿Cuándo terminó realmente el pasado?», que es la desolada playa que barruntan los que ya no tienen futuro. No deja de haber mucha amargura cuando se quiere convencer de lo contrario: «¡Hay que seguir haciendo ejercicio de uno mismo e incluso inventar textos y poemas!»

Los versos latinos que encabezan los capítulos de la tercera entrega no son, por supuesto, una vana presunción de latinista a la violeta: el fragmento que abre el libro da la clave de su título («…iungere equos Titan velocibus imperat horis»); el texto al frente del capítulo final alude a la dramática conclusión de una leyenda mitológica. Y uno y otro pertenecen al Libro I de Las metamorfosis, de Ovidio: allí se narra el desdichado final de Faetón, quien, montado en su carro veloz, tirado por los cuatro mejores caballos, quiso acercarse tanto al sol que fue quemado por este. ¿No era el recuerdo de Faetón el epitafio más cabal y, en el fondo, más piadoso de una ambición hermosa? ¿No fue Barral, y le gustó verse así, el Faetón de los dos decenios de oro de la edición española, los que van de 1960 a 1980?

La memoria como conjuro

La edición póstuma de octubre de 1990 incorporó dos textos breves sobre su infancia, que no son muy afortunados y que ahora han pasado al apéndice final de Memorias. Es patente que ese período de su vida no le interesaba literariamente. La memoria de los días remotos tiende a privilegiar alguna forma de soledad y una conciencia obstinadamente receptiva; en cambio, el mecanismo de la memoria de Barral se activa por los estímulos contrarios: cuando hay proyectos por realizar y, sobre todo, cuando hay una densa relación interpersonal. El Barral de las memorias es inseparable de los sueños de acción y de los amigos que siempre lo rodean, de los personajes que conoce, de los subordinados que comparten sus jornadas de trabajo. Es revelador que la cubierta de la reedición de Años de penitencia en 1990 reproduzca un fotomontaje en el que el joven Barral salta ágilmente, y lo hace sobre una fotografía de cuando era niño, que tomó su padre en la playa de Calafell.

La época ideal de Barral, como la de su amigo Jaime Gil de Biedma, fue la juventud, la única que vale la pena ser vivida. Y que tiende a vivirse colectivamente. A lo largo de todas sus memorias, Barral dejó constancia de la fratría que acompañó sus pasos y que fue testigo de los deterioros de la madurez. A su recuerdo, y también un tanto a su sátira (preventiva), dedicó un libro, bastante olvidado, que escribió un lustro después de haber concluido Los años sin excusa: la novela Penúltimos castigos (1986). Pensó haberla titulado Prueba de artista, que no estaba mal como proclamación de oficio, pero al cabo le pudo más el significado moral de «castigos»: el diccionario académico nos recuerda que, además de la noción habitual de «pena impuesta», mantiene los significados antiguos de «reprensión, aviso, consejo» y de «enseñanza o ejemplo», que son los que están presentes en el título. El meollo del relato está en la duplicación del autor que vuelve sobre sus recuerdos y narra, al paso de su propio hundimiento, la decadencia, la muerte y el sepelio del personaje Carlos Barral. El narrador es otro artista (pintor y escultor), cuyo nombre no sabemos, que comparte el mundo veraniego de Calafell y el grupo de amigos, tan grato como, alguna vez, impertinente y destructivo. Asistimos a una cabalgata de desórdenes afectivos, camas deshechas, charlas hasta el amanecer y certámenes de ingenio venenoso que sobrenadan en un río de alcohol.

El libro es inteligente, profuso y ególatra, como si el editor de tantos novelistas hubiera querido demostrar su capacidad de brillar en un género que siempre tildó de menor en su escala de valores. Finge que es, en rigor, el manuscrito que el escultor ha escrito por mandato de su psiquiatra, lo que resulta un recurso –me parece– que venía de una novela editada tempranamente por Barral y muy apreciada por él, La conciencia de Zeno, de Italo Svevo. Tampoco parece casual que quisiera distanciarse de la literatura haciendo de su personaje un artista plástico y permitiéndose alguna disquisición estética y técnica sobre los mundos de la escultura y la pintura. Penúltimos castigos es un exorcismo del fracaso, que se escribió bajo la impresión del suicidio de su amigo Alfonso Costafreda con el propósito de conjurar en la escritura los males que lo amenazaban: lo que los poemas de veinte años antes llamaron las «usuras» del tiempo. Y por eso puede leerse como otra vuelta de tuerca a la imagen de sus memorias en sus aspectos más íntimos; el autor imaginario de la novela habla con la esposa de Barral, Yvonne, sobre la crisis permanente del editor y consigna: «Conversar con Barral de vez en cuando tendría su encanto, sobre todo si la enfermedad lo debilitaba y le quitaba parte de su agresividad verbal y su irreprimible inclinación al equilibrismo intelectual y a pontificar sobre lo que ignoraba». Pero tampoco oculta un aspecto que, en las memorias, es muy borroso: la existencia de unas «excursiones sentimentales» del escritor que nos presenta como «curiosidades estéticas, intentos del narrador que no era y hasta del artista plástico que le hubiera gustado ser», pero que hicieron que «se viese obligado a mentir, a mentirle a ella y mentirse a sí mismo, finalmente […]. La mentira era una superposición del personaje a la persona, la mentira quitaba de en medio a la persona y provocaba un vacío angustioso».

En las frases finales de Los años sin excusa había dejado clara su desazón por el paso del tiempo que, en el fondo, tenía la culpa de todo: «El acarreo del miedo, de toda clase de vagos temores confesables, pero que no interesan a nadie, y sobre todo el miedo al desacuerdo definitivo con la propia imagen, es una constante de la conciencia de madurez. Terminada la juventud se está a merced del miedo».

La construcción del personaje

La experiencia de escribir Penúltimos castigos delata el mecanismo que construyó la vida de Carlos Barral: levantar una imagen de sí mismo como un héroe romántico, tan grande en el fracaso como en éxito, y, a la vez, la de un moralista clásico de estirpe cínica que defiende la virtud del desarreglo lúcido como correctivo de la hipocresía. Todo tan fuera de su tiempo como lo que empezó siendo su vestimenta de navegante estival y acabó por ser atuendo habitual: «Yo circulaba por los puertos –y confieso que lo sigo haciendo– realmente disfrazado de patrón de antaño, no sólo con gorra de galones y pantalón arremangado, sino incluso con faja, faixa de mariner […]. Y descalzo, naturalmente, cualesquiera que sean el clima y el terreno». No pensemos en las boinas campesinas con que se tocaban Baroja o Josep Pla, símbolos de su terne escepticismo, sino en algo más complejo y escenográfico, como cuando Barral nos describe su boda «con ceremonial improvisado, de tradición veneciana». Pero no hay nada improvisado en Barral… Decoró los muros del templo con artes de pesca, llevó su barco –el Fisis– a la entrada de la iglesia, pasaron los novios bajo el «túnel de armas» que hicieron con sus remos los tripulantes de la lancha salvavidas de Calafell. E hizo presidir el banquete de bodas a un viejo marinero del lugar. Siempre había lugar para el guiño anticonvencional que rizaba el rizo de la transgresión: «Cuando comenzaron a llegar los invitados, estábamos la novia y yo quitándonos el polvo, retozando en las rompientes. Cruzamos los primeros brindis chorreando en la puerta de casa, en vivo contraste con la gente disfrazada de chaqué, tan exóticos en aquel arenal».

Era muy consciente del alcance de su disfraz: «La invención del capitán […] no se originaba sólo en una vocación a la sencillez y al primitivismo compensadores de una estructuración difícil de la vida intelectual y de su práctica y en una necesidad de huida de la cotidianeidad tensa y opresivas: era también una réplica a la conciencia de inmadurez y comportaba un elogio anticipado de la experiencia. Uno de los caracteres esenciales de la comedia era el mimo de la vejez prematura». El capítulo «Él y nosotros (De nobis ipse [sic, por ipsis] silemus)», en Los años sin excusa, establece la distancia entre un yo que se esconde y un personaje en el que se exhibe, se defiende o sobrevive al deterioro. El paréntesis latino es una cita de Francis Bacon que Kant utilizó para abrir la Crítica de la razón pura y que le lleva a «ir advirtiendo al lector del juego de las principales variantes en el pasado entonces por venir que se difumina hasta el presente». Rebasada ya la treintena, al autor corresponden las inevitables averías de una vida acelerada y las crisis depresivas de una naturaleza frágil; al personaje le toca ser «un cuerpo de apariencia sana, ostentosamente musculado, sobre un esqueleto atlético y proporcionado», buen deportista, aunque nunca en competición sino por gusto del esfuerzo solitario, que se acepta inmaduro y hasta irresponsable, tan acostumbrado a las deudas como a los golpes de la suerte («uno acaba incubando una antipatía irracional a la información aritmética, alergia a los balances y a la documentación contable que fingía no saber leer y que no quería explicar ni explicarse»), tan gustoso de los buenos libros como entregado al «desmedido amor a las materias nobles y tradicionales y antipatía a los materiales de la industria y más aptos a la serialización».

Las memorias nos obligan a aceptar que el «gran editor europeo» fue una invención tan romántica como la del veterano patrón del velero Capitán Argüello o del caballero de gusto exquisito. Pero la huella real del poeta-editor fue imborrable y la gestación de Biblioteca Breve, el homenaje de 1959 a Antonio Machado en Collioure (y sus consecuencias), la invención de las reuniones de Formentor –que trajeron el Prix International de Littérature y el Premio Formentor de Novela–, el fugaz pero brillante meteoro de Barral Editores, son capítulos trascendentales de la historia intelectual de España y de la desigual lucha de la libertad contra el régimen franquista, por más que se produjeran entre frivolidades divertidas, torrenteras de alcohol y madrugadas infinitas. Con una generosidad muy suya, Barral pone en primer plano la dimensión colectiva de aquellas escaramuzas victoriosas. Sus páginas antologan una inolvidable galería de retratos admirativos casi siempre, parcialmente malévolos algunos, certerísimos todos. Es indudable que a quienes más admira son Gabriel Ferrater y Jaime Gil de Biedma, los únicos que aciertan a domeñar su brillantez agresiva de polemista: el primero, por cuenta de su inverosímil cultura políglota; el segundo, por su inagotable capacidad de distanciación dialéctica. A Jaime Salinas lo sabe imprescindible pero escurridizo; en Luis Martín Santos aprecia una brillantez que camufla algún modo de inseguridad; en Manuel Sacristán advierte el histrionismo que viene de una imagen demasiado férrea de sí mismo; en José María Castellet, sin embargo, la versatilidad y el histrionismo carecen de pretensiones trascendentales: es un avispado pragmático. Juan Marsé no le obliga a ningún pugilato y es revelador que, al final, reconozca que es el único con el que habla el catalán dialectal de la costa donde los dos vivieron tanto. En los Goytisolo, cada cual a su modo, siempre hay algo que le fastidia, quizá la demasiada solemnidad de Juan, por ejemplo. La galería de asistentes a la muerte (novelesca) de Carlos Barral en Penúltimos castigos permite a su cronista precisar algún rasgo más: así, cuando imagina el enfado de Jaime Gil de Biema, que tolera mal los preliminares del funeral y se ausenta, o cuando se burla del empecinamiento de José Agustín Goytisolo, que quiere que los asistentes firmen una declaración acerca de la gratitud de las letras españolas a la figura del editor insigne.

En un capítulo de Años de penitencia, «La universidad: coin de table», Barral duda de haber conseguido «sugerir la naturaleza del grupo, del grumoso grupo que formábamos», que podría parecer «una fratría de pensionado». Pero dos líneas después se desmiente al aseverar sin ambages, sabedor de que ha logrado un retrato colectivo ciertamente antológico: «Dos hechos notables lo particularizan. Por una parte, que no sustituíamos a un grupo parecido que nos hubiese precedido ni fuimos sustituidos por otros más jóvenes». Lograron «serpentear en la vida intelectual del país desde posiciones que siempre acababan repercutiendo unas en otras», porque las «fiebres literarias, como las tuberculosis de antaño, marcan una vida. Y entretanto preservan, relativamente, de las formas generalizadas de abyección». Luego, como cuenta el capítulo «Gosar poder» («Atreverse a poder»), ya en Los años sin excusa, porque supieron hacer «política de generación» y porque irrumpieron en la vida literaria española sin falsos respetos ni provincianismos: «No estábamos dispuestos a respetar los galones de antólogo mayor de José Luis Cano, ni a reverenciar la moda del estro cantábrico de los Hidalgo, Hierro, Salomón, Maruri o Bousoño […]. No queríamos dejar de ser la excepción catalana, forjada en una encrucijada de lenguas e influencias que nos hacía diferentes y, en cierta medida, nos eximía de la monosemia de una cultura totalitaria, secuestrada por el involucionismo y el aislamiento de la dictadura y las ambivalencias de su dirigismo» (de la que apenas rescata a Vicente Aleixandre, «quien, a lo largo de veinte años, asumió la tutela sentimental y a menudo protectora de la poesía de un cierto nivel de ambición que se escribía en el país, en la totalidad de su territorio»).

De la realidad al mito

A Barral, la Edad Media no le gustó tanto como a Jaime Gil, pero adoró el mundo clásico: de la primera amaba la generosidad y la tendencia al exceso; de la segunda, la reflexión sentenciosa y precisa. El «sueño del caballero», que recoge Cuando las horas veloces, contiene una reveladora encarnación medieval: se ha soñado a sí mismo, armado pero sin guantelete ni calzado que lo protejan, obligado a cabalgar al encuentro de un contendiente que nunca llega; vuelve a recorrer al galope el mismo camino y otra vez comprueba que está solo, pero también que la senda de la justa se alarga y él siente que pierde las fuerzas, hasta caer rendido. No es mala imagen suya esta del justador sin miedo y sin tacha, y sin más contrincante que su propia tendencia al fracaso. Pero hay otros aspectos de su vitalidad expansiva (turbada por sacudidas pesimistas) que recuerdan –en el mundo clásico– a la personalidad arbitraria e inteligente de un Petronio (se lo he oído a menudo a María-Dolores Albiac), que dejó en Penúltimos castigos (y en buena parte de sus memorias) un Satiricón de un tiempo, que fue abundante en Tigelinos de oficina y transcurrió bajo la arbitrariedad de un Nerón envejecido, cruel y beato.

Cuarenta años después, las memorias más divertidamente ególatras de la literatura española siguen siendo, sin embargo, el inmarcersible retrato de un tiempo histórico, sin pretensiones de exactitud, ni truenos apocalípticos, ni ahuecamientos de la voz. Se escribieron desde un antifranquismo que tenía mucho de repugnancia estética (esto es, moral). Y también desde el interior de una burguesía barcelonesa que había ganado una guerra civil, aunque dejándose buena parte de su identidad más preciada como rehén de la victoria. Barral supo relatarlo con emoción al narrar la muerte de su padre, víctima indirecta de la contienda, ejemplo del burgués industrial e imaginativo, un patrón atento y querido, cuyo corazón no soporta la angustia y fallece, sentado en una modesta silla de portería antes de poder subir a su piso.

El catalanismo de Barral era una secreción espontánea, pero empecinada. Barral aborrece el Madrid de funcionarios y castizos, y no oculta su indiferencia por cualquier paisaje español que no sea aquella pequeña patria que eligió (Calafell y sus alrededores, de cuya decadencia se quejó siempre), un tanto a la manera en que Pío Baroja se constituyó en ciudadano de la «República del Bidasoa», procurando ignorar a los veraneantes de San Sebastián. Pocos reflejaron mejor el hastío de los años cincuenta, cuando «el país, además de mostrar su pequeñez, ya más acobardado que dolorido por la brutalidad de la posguerra, comenzaba a envilecerse. Y los más emergían del sopor de la infancia o de la adolescencia asustados y confusos». Pocas visiones de la Guerra Civil tienen la intensidad calculada y la plasticidad de aquel capítulo antológico, «Hijos del humo», en que proclama a su generación como la de los «hijos de la guerra». Su vivencia de la contienda fue un hortus libertatis, como habían escrito ya sus amigos Gabriel Ferrater (en una parte del «Poema inacabat») y Jaime Gil de Biedma (en «Intento formular mi experiencia de la guerra», de Moralidades), pero el niño que jugaba a batallas y agitaba banderitas anarquistas tiene como fondo los tiroteos callejeros (una vez le salvó la vida uno de los participantes), las partidas de captura de enemigos o el dramático fusilamiento de los religiosos que atendían el hospital marítimo infantil de Calafell. Sin embargo, la retaguardia republicana «no nos trató mal, no nos sometió al espectáculo de un largo ajuste de cuentas entre clases y tampoco, como ocurría, parece, al otro lado de los frentes militares, nos reblandeció una retórica belicista y supuestamente trascendental. Nos hizo extrañamente libres. Incluso libres en materia de opinión, debo insistir sobre ello».

El final de este capítulo (la frase «Tel qu’en lui-même enfin [l’éternité le change]») puede parecer algo enigmático: es el verso inicial del «Le tombeau d’Edgar Poe», de su predilecto Mallarmé, del que sólo cita la primera parte; restituida su integridad, el verso vendría a decir en español: «Al final, la eternidad le cambia y lo convierte en él mismo». Barral había podido referirse tanto a «la Barcelona enternecedora» que conoció antes de 1936 como –sobre todo– a sí mismo, en cuanto «heredero de aquel niño que la recorría empujado por el viento de una individualidad recién descubierta y por la curiosidad apenas atemorizada». Genio y figura, en fin.

José-Carlos Mainer es catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son La isla de los 202 libros (Barcelona, Debolsillo, 2008), Modernidad y nacionalismo, 1900-1930 (Barcelona, Crítica, 2010), Galería de retratos (Granada, Comares, 2010), Pío Baroja (Madrid, Taurus, 2012), Falange y literatura (Barcelona, RBA, 2013) e Historia mínima de la literatura española (Madrid, Turner, 2014).

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