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Fulgurantes cenizas

Pisando ceniza

Manuel Arroyo-Stephens

Madrid, Turner, 2015

348 pp. 24 €

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Este es, en mi opinión, un libro muy bueno. No se publican muchos como él al cabo del año. En realidad, en la literatura española no puede decirse que se hayan publicado muchos libros como este en los últimos años.

Puede uno decir estas cosas y decirlas de esta manera poco alambicada porque no soy crítico literario. No tengo que hablar como hacen ellos, ni hinchar el abdomen antes de hablar, metiendo aire en los pulmones, porque no estoy necesitado de convencer a nadie de lo que voy a decir, no me va en ello mi prestigio ni quiero influir en la literatura de ahora con mis opiniones ni impresionar a los profesores universitarios, ocupados la mayor parte de ellos en estudios provechosísimos y difíciles. Al contrario. La experiencia me dice, después de cuarenta años editando, escribiendo y hablando de libros, propios y ajenos, que basta que uno diga «este libro está bien; está bien tal o cual autor», para que caiga sobre el autor y sobre el libro en cuestión un sambenito de libro o autor raro y minoritario; en el mejor de los casos, exquisito, fino, inteligente, pero minoritario. Así pues, cuando dice uno que este libro de Manuel Arroyo, Pisando ceniza, me ha gustado mucho, no sé si le estoy o no haciendo un favor a nadie, ni al autor, ni al libro, ni al editor.

Pero aunque no soy crítico, de leerlos tanto y con tanto provecho también, se me han pegado algunas de sus muletillas: este libro puede leerse a tres niveles. Uno: como un libro que obliga a abrir de nuevo la nómina de una generación que parecía tener dicho casi todo ya. Dos: como un libro que obliga, una vez más, a revisar los estatutos de la ficción en la literatura memorialística, y al revés, los de la crónica en la novela. Y tres: como un libro que hemos de leer como leemos los buenos libros, sin importarnos mucho las categorías y la jerga profesional.

Manolo Arroyo está ya cerca de los setenta años y ha pasado toda su vida editando libros. En alguna parte del suyo nos dice que ha editado miles de ellos. Fundó la editorial Turner y mantuvo abierta la librería del mismo nombre, una de las mejores de Madrid aquellos años. Se benefició, como otros libreros y editores del momento (el de los años que siguieron a la muerte de Franco), del erial cultural y editorial español en que el franquismo había convertido España, pero algunas de sus empresas (la reedición facsímil, asociado con unos editores alemanes, Topos Verlag, de míticas revistas de la república y de la guerra, Revista de Occidente, La Gaceta Literaria, El Mono Azul, Hora de España), sólo estuvieron al alcance de él, con resultados de excelencia nunca superados desde entonces. De este momento, de esa experiencia y con los personajes mitad bohemios, mitad esnobs, que lo acompañaron entonces, trata el primero de los relatos de Pisando ceniza, protagonizado por un librero de viejo a quien se llama en su libro Enrique Moreno, réplica del librero real Enrique Montero. Son una pequeña parte de los que conoció. Porque digámoslo ya: Arroyo ha conocido a todo el mundo (y el hecho de que fuera apoderado del torero Rafael de Paula o de la cantante Chavela Vargas no son más que dos pinceladas coloristas de una biografía que daría para treinta volúmenes como este).

Pese a haber editado tantos libros, Arroyo sólo había escrito y publicado dos breves opúsculos: uno de ellos de forma anónima, un panfleto «contra los franceses» (del que Bergamín decía –delante de su autor, desde luego–, que no podía ser suyo, porque era muy bueno) y otro sobre el propio Bergamín (que en este nuevo libro se amplía considerablemente). De modo que Arroyo se incorpora a la literatura cuando la mayor parte de los escritores de su generación bien han desaparecido, bien han dejado de escribir o publican obras exhaustas, de taller. Y lo hace con un libro que no suena a nada de lo que sus compañeros de generación han escrito. No parece ni siquiera español, no parece ni siquiera literatura.

Arroyo cuenta cosas. Muchas, una detrás de otra. Se diría que lleva dentro una manera de contar sencilla que recuerda a escritores «poco» literarios, como los Baroja: Pío, Ricardo, Julio. Decía Juan Ramón Jiménez, para criticar a don Pío, que este era como un largo tren de mercancías. Se refería a que su estilo era monótono, renqueante y arrastrado. Es verdad, Baroja no es un corcel, tiene más de caballo normando, pero hay también en ello una poesía especial, la poesía de las cosas sencillas, y está muy cerca de la vida. Lo de Arroyo es en el fondo muy cervantino, es decir, muy poco español; el estilista español, en cuanto le dejan, se enrosca como la pescadilla (lo decía Pla). Y Arroyo escribe como escribe, porque lo que escribe está muy cerca de lo que habla y de la manera de hablar, y a igual distancia está también lo que piensa de lo que dice. De modo que, al final, el acento de lo que cuenta está siempre en lo que cuenta. La verdadera poesía del relato está en el modo de mirar las cosas y las personas, en el caso de estos relatos una tropa de gentes bastante curiosa: libreros de viejo más o menos postineros, otros más zarrapastrosos, poetas de tres al cuarto, encuadernadores excelsos, millonarios bibliófilos, toreros, señoritos, financieros esnobs, amigos de verdad, artistas sin pretensiones, pero buenos, y artistas malos, pero con pretensiones, borrachines, republicanos sin porvenir, aduaneros, censores y policías franquistas tratados con tanto desdén que casi resultan simpáticos…

Debería uno haber dicho ya que el libro de Arroyo es un libro de seis relatos. Son relatos autobiográficos y todos tienen algo en común que da pie al título: hablan de los muertos. No de la muerte, sino de muertos, muertos familiares, próximos, queridos o no, todos tratados con mirada misericordiosa. Esta de la misericordia o de la compasión es también una virtud cervantina, es decir, poco española. Sí, a todos ellos los mira misericordiosamente, aunque sus vidas reales probablemente no estuvieran nunca a la altura de su retrato. Y no es que Arroyo los saque como deberían haber sido; en absoluto, los saca como tienen que ser en su libro, en la idea que él tiene de la vida y de la literatura. El libro podría haberse titulado Los muertos, como el relato de Joyce de Dublineses. Alguno de ellos, los que dedica a su hermano y a su madre, los últimos del libro, podríamos haberlos leído en Dublineses. Son emocionantes como lo es la película que John Huston, cuando adviertes que sus muertos son también los tuyos, y que habla de ellos como ha de hablarse de ellos: en silencio, con el sentimiento.

Los relatos pueden leerse como retratos fidedignos de unos personajes reales (Montero, Bergamín, el torero Paula –protagonista de otro de ellos, y este, aunque no está muerto, parece vivir ya tan lejos de este mundo, vestido de sombras, más que de luces, que también él es parte de las cenizas–, los vecinos de su pueblo –Espinosa de los Monteros, en el relato Berueza–, y algunos miembros de su familia). Y así los leerán quienes conozcan a los personajes en cuestión, incluso al propio autor. Pero tales personajes están llamados a que se lean como lo que son: literatura, entendiendo por tal lo que entendemos cuando hablamos de la buena: trozos de vida, independientes del modelo real de donde fueron tomados, tal y como leemos tantas páginas de Stendhal, incluidas en ellas sus diarios y sus recuerdos de egotismo.

«Cuando miento, me aburro», decía Stendhal. Cuando decimos que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, lo decimos porque al mentiroso le pierde el estilo (por la boca muere el pez, decimos también). Arroyo tampoco necesita mentir, porque en un relato presentado como eso, como relato, la verdad sucede sólo en sus páginas. La verdad en un libro es una verdad literaria, y no hay que venir a buscarla a lo real. La realidad de la que se habla es únicamente la que está descrita en esas páginas, una que está a medio camino entre los vivos y los muertos. Como la literatura.

A propósito de las entregas del Salón de pasos perdidos, unos libros que se escriben como diarios y se publican como novelas, suelen reprochar a su autor que no se atenga más escrupulosamente a algunos de los hechos o personajes que creen haber reconocido (y a menudo de modo errado). ¿Le dirán a Arroyo aquellos que conozcan a los personajes y los hechos de los que se habla en su libro, que ha fantaseado, o que no ha contado toda la verdad, o que la realidad era más o menos cruel de cómo él la ha pintado? Su libro es la prueba de que todas esas cosas que escriben sobre la ficción y la realidad los estudiosos son igual de provechosas que los análisis de los economistas que analizan las causas de la crisis que ellos no supieron predecir. La ficción y la realidad se encuentran siempre también a medio camino, es decir, en la verdad. De los libros, desde el Quijote, nos incumbe no su ficción o la realidad que haya en ellos, sino la verdad con que están escritos, la verdad que ellos mismos alumbran.

Yo no conozco ni conocí a su hermano, no conocí tampoco a su madre, pero bastan esos dos relatos conmovedores, tan desoladores como piadosos, para que no pueda dudar ya nunca de que todo sucedió tal y como allí se nos cuenta. Y cuando dentro de muchos años alguien vuelva a leer esos relatos, seguirá llegándole el latido, el aliento, de esos seres vivos, oirán de ellos su respiración en cada una de las palabras, como nos sucede con Andrés Hurtado o Sansón Carrasco. Como vemos en la hierba que crece sobre las tumbas, sopla el aire y se mueve, y los muertos viven así en ese soplo, en esa hierba.

Sí conoció uno algo a Bergamín, en cambio. De hecho, le debo a Arroyo haberlo conocido, cosa que nunca podré agradecerle lo bastante. La idea que podamos tener Arroyo y yo de Bergamín no coincide del todo, y no sólo porque Arroyo lo conociera más que yo, o porque mí me falten datos. Los que nos proporciona Arroyo de su vida y, sobre todo, de sus últimos años, son valiosísimos, desde luego. Pero lo que hace valioso y verdadero su retrato y su relato no es que el Bergamín de Arroyo (a quien, por cierto, ni siquiera nombra por su nombre) se parezca al Bergamín real, sino lo que descubrimos de Arroyo en el retrato que hace a Bergamín, la manera de mirarlo, acompañarlo, recordarlo y juzgarlo, sin retórica ni poses, sin decoraciones literarias o políticas, con piedad pero sin adulación, y el tono. El gran acierto de este libro es el tono.

Con la voz apagada es el título de uno de los libros de Bergamín. Con la voz apagada está escrito Dublineses. Con la voz apagada está escrita esta ceniza. Si se tiene la potencia de voz de Tolstói, es un gran don, porque abre uno la boca en Yásnaia Poliana y lo oyen en Pernambuco; pero si alguien habla como Chéjov, también está bien, y viene uno desde Pernambuco para oírlo y quedarse a su lado. Las frases de Arroyo están dichas en voz bastante baja, y todas son cortas (todos hablamos con frases cotas), porque la aspiración máxima es escribir como se habla (y lamento de verdad volver a repetir una vez más aquello de «quien escribe como se habla llegará en lo porvenir y será más hablado que quien escribe como se escribe», que decía Juan Ramón) y las palabras que emplea vienen todas en moneda pequeña, nunca en billetes, y menos aún en billetes grandes (que son los que suelen utilizar los mafiosos, también los de la literatura, esos que Miguel Espinosa llamaba con gracia «los escritorazos»). En cuanto a las cosas que se nos dicen, son todas significativas por algo: una mirada, una pequeña traición, combinaciones a tres bandas, tal o cual detalle sutil, todo encaminado a crear una atmósfera especial, todo en su justa medida, la melancolía, el humor, la tristeza, la soledad, las ilusiones perdidas y las nuevas, la vida de ayer, la suya, la nuestra, la tuya, que no habías nacido cuando sucedían muchas de las cosas que te cuenta…

Me gustaría, lector, lectora, haberte contagiado algo de lo mucho que me ha gustado este libro, algo de lo mucho valioso que encontré en él. Sí, hay algo que lo hace diferente de la mayor parte de los que habrás leído (y no sólo porque lo leerás como quien se bebe un vaso de agua), algo que no sé muy bien qué es. Si lo supiera, te lo habría dicho. Es la gracia, el don que tiene. El don está fuera del sistema de pesos y medidas. Pisando ceniza no se parece en nada, ni siquiera en la forma en que está editado (esa caja tan reducida y esos blancos tan dispendiosos ya sólo pueden verse en los libros del siglo XVIII, y me malicio que habrá sido una fantasía que el autor habrá impuesto al editor), a los libros que normalmente leemos. Hay algo en él que es poético de verdad, pero sin dejar de ser prosa: prosa sencilla, prosa austera, mitad medieval, mitad moderna. De una modernidad ya histórica y un poco pasada de moda, como la de Dublineses, como la que nos gusta a unos cuantos a los que no nos preocupa demasiado saber qué les gusta a los demás.

Andrés Trapiello es escritor. Sus últimos libros son Apenas sensitivo (Valencia, Pre-Textos, 2011), Los vagamundos (Barcelona, Barril y Barral, 2011) y Segunda oscuridad (Valencia, Pre-Textos, 2012) y Miseria y compañía (Valencia, Pre-Textos, 2013).

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