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La culpa de todo

Paris-Austerlitz

Rafael Chirbes

Barcelona, Anagrama, 2016

160 pp. 15,90 €

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Las novelas más celebradas de Rafael Chirbes (1949-2015) son poderosas narraciones corales que tienen una vocación de ajuste de cuentas. Si Balzac escribió que la novela es la historia privada de las naciones, Chirbes era uno de esos autores que centran la investigación en el cubo de la ropa sucia. Era un autor de realismo de tesis, con tendencia a la escatología y al barroquismo, obsesión por la culpa, talento para los monólogos (y en especial los de los personajes «negativos») y el impulso de describir lo que veía como un gran ejercicio de autoengaño generacional y social.

Paris-Austerlitz, su novela póstuma, es una obra más intimista y formalmente austera, despojada del efectismo retórico y el propósito histórico-sociológico del retrato del antifranquismo de La larga marcha, la crónica de familia y especulación urbanística en el Mediterráneo de Crematorio o la descripción desoladora de la crisis de En la orilla. Más cercana a Mimoun, su primera novela, es casi una pieza de cámara, que cuenta una relación amorosa entre un pintor español y un obrero francés treinta años mayor. El pintor, narrador de la historia, es un joven español de buena familia e ideología izquierdista que viaja a París. Cuando sus compañeros de piso lo echan porque no paga lo que le corresponde, conoce a Michel, fortachón y normando, que lo acoge una noche y se convierte en su amante durante un tiempo.

Más tarde, Michel enferma de sida («la plaga» en la novela); en cierto modo, su dolencia desata la narración, el relato desordenado cronológicamente de un breve idilio, su destrucción y sus consecuencias. En el caso de Michel -más viejo, más pobre, menos culto-, al desamparo del abandono se le suma una enfermedad devastadora. Uno de los atractivos de Paris-Austerlitz es el punto de vista: el tono del narrador es el de alguien que huyó hace mucho de una relación e intenta escapar de una culpa.

La novela transcurre sobre todo en Vincennes, a las afueras de París, con alguna excursión al centro los fines de semana (y una visita a un local de cruising). La homosexualidad, presente en muchas obras del autor valenciano de manera lateral, ocupa el centro del relato. El narrador pronto se cansa de la relación de dependencia que busca Michel, que se entrega por completo pero exige una reciprocidad. Hay una diferencia de clase social, pero también de aspiraciones: Michel desea una felicidad más bien sencilla y rutinaria, de borracheras en bares del barrio donde beber a crédito, sexo en casa y un viaje una vez al año.

Al comienzo, el sexo tiene a veces un carácter más feliz que en otros libros de Chirbes («eran los días felices y cualquier cosa se volvía motivo de risa, excusa para empujarnos con los dos codos y dejarnos caer contra el muro de la cocina o encima de la cama»). El narrador recuerda la alegría inicial: «Michel me presentó a Jaime, su compañero de trabajo, y aquellas tardes, tomando copas en la barra, fuimos felices». Hay un goce sensual en la comida -Chirbes, como en otros lugares, cita a Lucrecio y el canibalismo de los amantes- y en el descubrimiento de palabras «que no me habían enseñado en cursos de francés, nombres de verduras, de embutidos, de peces, denominaciones».

Pero en el libro el sexo posee también un elemento conflictivo, tortuoso y a veces repugnante. El de Michel es «un cuerpo que me atrae y me repele a la vez». Con el tiempo, el idilio se transforma en una especie de prisión para el narrador: «Yo temía sobre todo los fines de semana en que no teníamos ni un franco y nos pasábamos las tardes enteras en mi casa: me saturaba el contacto constante de los cuerpos y acababan por asquearme los repetidos acoplamientos». La relación le hace olvidar también su vocación de pintor: «Mientras permanecí en esa casa diminuta apenas pude pintar. Faltaba espacio, faltaba luz».

Incluso en los elementos celebratorios de la pareja, como la música que le gusta a Michel, hay algo desasosegante: «Me irritaba la idea que lo activaba, el contenido, el fondo de la cosa: eso de necesitar siempre a alguien sin que importe demasiado quién sea el elemento, que alguien te cuide como valor superior a cualquier otro». Esa necesidad tiene un elemento impersonal. El narrador se siente sustituto de otros amantes, preferiblemente mediterráneos, que alivian la dependencia de Michel: lo necesita mucho, pero podría ser otro. Michel emparenta ese anhelo de compañía con el de una mujer que precisa «tener a alguien para quien arreglarse, ir a la peluquería, maquillarse, perfumarse. La compañía del hombre la vuelve femenina, la hace mujer».

El dinero es uno de los temas del libro, como en otras obras de Chirbes. Pero no es lo único que se intercambia. En unas líneas, el narrador pasa del dinero metafórico al dinero real: «Sospechaba que todo lo que Michel me ofrecía tendría que devolvérselo algún día, y empecé a mirar su afán por gastar conmigo hasta el último céntimo como el deudor mira el libro de operaciones del prestamista que acabará por cobrarle un interés desorbitado». La independencia económica del narrador, inicialmente ocultada, con respecto a Michel (aunque no con respecto a su familia) es una de las cosas que le permiten abandonar esa relación.

La fragilidad de Michel es también su fortaleza, lo que aprisiona al narrador. El libro es un intento de justificación por haber conquistado esa libertad.

Michel –reprocha el narrador– lo atribuye todo a la herencia y a causas ajenas a él. Su respiración trabajosa (que hace que el protagonista lo expulse de la cama) no se debe al tabaco, sino a los genes. La raíz de su desvalimiento también está en otra parte: «La culpa de todo siempre la tenía la pobreza, y una especie de indefinido temor al destino que es propiedad exclusiva de los pobres». Las descripciones que Michel hace de su infancia durante la Segunda Guerra Mundial -con su madre acostándose con soldados alemanes, con el padre suicida poco después del fin de la contienda- tienen un propósito justificativo. Michel explica su dependencia hablando de su madre, pero el narrador también juega con ese paralelismo: si la madre huele a otros hombres, tras una tarde promiscua el narrador critica que Michel huela a sexo.

El tono del narrador tiene algo de respuesta a unos reproches que a veces le hace Michel y que en otras ocasiones corresponden sobre todo a su percepción. Tiene también momentos paranoicos: por ejemplo, su preocupación por lo que piensen de él en los lugares de clase baja que frecuentaba con Michel, o el temor a que su examante le hubiera contagiado el sida, y de que incluso deseara hacerlo, para que fuera su prisionero. Michel, ya enfermo, critica que el narrador insistiera en utilizar preservativos en sus relaciones sexuales: la profilaxis habría sido una prueba de deshonestidad. La tendencia a la justificación del narrador le lleva también a juzgar a Michel con una severidad injusta: «Por aquellos días, no me quitaba de la cabeza la idea de que, en el fondo, el mal era expresión de una falta de ambición, e incluso de ausencia de orgullo».

A pesar de sus buenos momentos, Paris-Austerlitz carece de la ambición y la intensidad de las grandes obras de Chirbes. Aunque opera por acumulación, trazando una especie de círculos sobre un centro elusivo, algunas de las estrategias características de la prosa de su autor(como la alternancia entre primera y tercera persona, entre presente y pasado) no terminan de funcionar en una novela escrita con un tono más confesional y carente del rigor compositivo de sus mejores libros. Incurre en un expresionismo tópico y poco convincente («Queda fuera París, el impasible animal de hielo, las escamas rugosas de sus piedras y las afiladas pizarras de sus tejados»), en expresiones poco creíbles (al parecer, Michel cuenta: «una mañana estuvimos los tres hermanos subidos en el tejado, afianzándolo con alambres»)o reflexiones desconcertantes (al describir una casa, el narrador dice: «El par de habitaciones con la minúscula cocina encajada entre las dos pasaría con dificultad la calificación de habitable si a la municipalidad de Vincennes le preocupara lo más mínimo cómo viven sus ciudadanos»). Lo mejor del libro es el retrato, casi siempre elíptico y desasosegante, de una vivencia traumática y un malestar culpable.

Daniel Gascón, editor de la revista Letras Libres en España, es autor de Entresuelo (Barcelona, Literatura Random House, 2013).

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Ficha técnica

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