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Juegos de guerra

Fin de campo

Don DeLillo

Barcelona, Seix Barral, 2015

Trad. de Javier Calvo

282 pp. 19 €

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Comparada con Americana, su única antecesora, la segunda novela de Don DeLillo, Fin de campo, publicada originalmente en 1972, es un artefacto más aerodinámico y estilizado, más depurado en todos los sentidos, y la voz de DeLillo, aunque ya estaba en parte formada en aquella primera novela (por lo demás excepcional), adquiere aquí una autoridad y un poder hipnótico nuevos. Fin de campo posee, además, esa nitidez y compacidad de las novelas muy memorables, y los clásicos diálogos de DeLillo, desternillantes, relampagueantes, llenos de líneas memorables y de yacimientos aparentemente inéditos de realismo y de alta lírica, alcanzan en ella una de sus cumbres. Por supuesto, hay una razón por la que hasta ahora nunca se había traducido a nuestro idioma: es una novela sobre fútbol americano. Los escritores estadounidenses suelen convertir sus deportes nacionales en prolongadas metáforas cósmicas, y a los europeos nos cuesta entender por qué ese mundo de coquillas y tabaco de mascar es tan importante.

En Fin de campo, Gary Harkness, narrador y protagonista, juega al deporte estadounidense por excelencia a nivel universitario. Después de varias épocas de abulia que le hacen abandonar el deporte y, posteriormente, fichar por sucesivas universidades –en detrimento de su currículo–, termina en una oscura universidad texana con un nombre heraclitiano o gnóstico: Logos College. Allí, el equipo de fútbol está dirigido por una genial parodia del capitán Ahab y de Mr. Kurtz: el entrenador Emmett Creed, un hombre legendario y atormentado que no habla con los jugadores, se pasa los entrenamientos subido a una torre –como si fuera el palo mayor del Pequod– y, finalmente, deja de salir de su dormitorio, desde donde emite palabras oraculares.

Harkness es un personaje curiosamente fascinante y, al mismo tiempo, frío, vacío de cualidades humanas. Por una parte, es una representación de cierto triunfalismo archiestadounidense –el joven atleta con dotes intelectuales, capaz de entrar en el espíritu gregario del deporte del ejército, neutralizador de la individualidad– y, al mismo tiempo, está dotado de una brecha en su personalidad que lo separa del resto y le permite mirarlo todo desde fuera. Nada más estadounidense que esa grieta individualista. Harkness está perfectamente abierto al exterior. Todo el cosmos pasa limpiamente a través de él, sin turbulencias. Aparte de jugar al fútbol, tiene una novia muy guapa y muy gorda llamada Myna –con la que se desarrolla una preciosa escena erótica–, mantiene innumerables y enloquecidas conversaciones con sus compañeros, asiste a clases de Aspectos de la Guerra Moderna impartidas por el mayor Staley (algo así como Sterling Hayden en Dr. Strangelove en modo estático) y estudia obsesivamente todo lo relacionado con la guerra nuclear. Hay algo en él que recuerda al Törless de la novela de Robert Musil, a ciertos personajes de J. D. Salinger o de Jean-Luc Godard (una de las influencias confesas de DeLillo).

Fin de campo avanza, más que a través de desarrollos argumentales al uso, mediante sucesivas metamorfosis de ciertas ideas. Las novelas de DeLillo, a partir de La estrella de Ratner (1976), empezarían a hacerse más plot-driven, es decir, empezarían a construirse con argumentos más sólidos desde el punto de vista realista, una tendencia que alcanzaría una especie de culmen en Running Dog (1978), casi un thriller en toda regla. Pero en las primeras novelas la forma es menos convencional, todo tiene un aspecto más libre, más ligero, y esta novela es uno de los mejores ejemplos. La lectura es deliciosa, está llena de genuino humor y de continuas revelaciones secundarias (las clases de Zapanac, el maravilloso resumen de una novela de ciencia ficción de un ficticio autor mongol, casi cualquier cosa de los diálogos). Al mismo tiempo, produce una sensación de extraño estatismo: Harkness y sus compañeros parecen estar en una burbuja, suspendidos en el hiperespacio y alejados del tiempo y el mundo normales, y el libro, casi como la descripción de un extenso cuadro estático y no como una acción en el tiempo, avanza imperceptiblemente a través de esas metamorfosis conceptuales hasta llegar a un clímax –el partido con el principal equipo rival, que ocupa el largo capítulo que compone por sí mismo la segunda parte de la novela: un asombroso y visionario poema en prosa– y después de una larga y anticlimática sección final, concluye con cierta brusquedad. Uno diría que es una novela más lírica que novelesca; de un lirismo, eso sí, límpido, acerado y distante.

Es verdad que ciertas novelas de DeLillo pueden parecer superficialmente sátiras (de las agencias de publicidad de los años sesenta y los «bright young men of Madison Avenue» en la primera mitad de Americana; de la mitología del rock & roll en Great Jones Street; del mundo académico en Ruido blanco y, de forma embrionaria, en ésta). Sin embargo, estos escenarios son –aunque mil veces más nítidos y vivos, por cierto, que los marcos realistas de otros escritores más serios– ilusiones que sirven a su autor para sus juegos de progreso motívico, prestas a desaparecer en cualquier instante. El método de construcción de sus novelas suele estar basado en estos desarrollos de motivos o patrones: temas o estructuras que se repiten en diferentes contextos, como tramas ocultas que subyacen a la superficie inmediata, verdaderos núcleos de la obra.

En Fin de campo, el motivo central es la actuación sobre el hombre de fuerzas y estructuras mecánicas. Resulta característico que la propia novela sea un modelo de la realidad: la trama de patrones en el texto apunta a que en la realidad existe una trama de fuerzas impersonales que constituyen el verdadero tema de nuestras vidas: vivimos con la ilusión de que poseemos un yo, una voluntad y cierto porcentaje de libertad, pero en realidad, según este modelo, esos «dominadores de este mundo tenebroso» (en palabras de Pablo de Tarso) son los que viven nuestras vidas a través de nosotros.

El fútbol, la guerra y el lenguaje son aquí los grandes generadores de estructuras mecánicas. El tema del lenguaje como fuerza independiente es omnipresente en la novela, como un desarrollo de ciertas ideas de Heidegger sin nombrarlo: «El hombre actúa como si fuese el dueño y el formador del lenguaje, cuando en realidad el lenguaje es el dueño del hombre. Cuando esta relación de dominio se invierte, el hombre cae en extrañas maquinaciones. […] Estrictamente hablando, es el lenguaje el que habla». Una y otra vez, Harkness siente que las palabras han dejado de ejercer su función de meras portadoras de contenido y han comenzado a mostrar funciones insospechadas, intenciones propias. El fútbol, la inhumana disciplina del deporte profesional, es otra metáfora. (En ese deporte, por cierto, se denomina patrón pattern en inglés– a cierto tipo de jugadas planeadas de antemano.) Mientras juega, Harkness se siente una pieza más de un complejo sistema: «La tarde transcurría en etapas medidas teóricamente, con fluidez, y yo me movía por ella no en calidad de mí mismo, sino como una secuencia extraída de la idea misma de movimiento, como una breve disposición de esquemas y leyes físicas abstraídas del conjunto. Todo era maravillosamente automático, armonioso, soñado por un genio». El fútbol genera líneas de fuerza, ángulos de proyección, que dirigen a los jugadores, a los entrenadores, al público. Harkness, ese joven extrañamente vacío, exulta en esa potencia deshumanizadora, como un buitre que se deja llevar por una corriente de aire caliente. Otro gran generador de patrones es el ejército y la idea de donde éste extrae su potencial: la guerra. El mayor Staley asegura, en los delirantes monólogos que pronuncia ante Harkness en la habitación de un motel, que en el futuro la guerra estará por completo automatizada y seguirá reglas totalmente estrictas de derrota y victoria. Ya no habrá lugar para lo incierto, para lo humano. ¿Por qué seguirá habiendo guerra entonces? Porque fuerzas inconscientes del ser humano o externas a él desean esa guerra y se valen de ella para sus fines.

Los predecibles paralelismos entre la guerra y el deporte –dos metáforas engarzadas–, son borrados de un plumazo cuando el profesor Zapalac, predecesor de aquel inolvidable Murray Jay Siskind de Ruido blanco, declara: «Rechazo la idea del fútbol americano como guerra. La guerra es la guerra. No necesitamos sustitutos porque ya tenemos el original». El mundo es lenguaje, pero, como ocurre con el lenguaje, de pronto pierde su función comunicativa y se convierte en realidad no referencial, es decir, en mundo real. Ese es el movimiento que parece seguir Harkness hacia el final (en cola de ratón) de esta novela sutil y magnífica.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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Ficha técnica

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