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Qué (no) vemos cuando leemos

Qué vemos cuando leemos

Peter Mendelsund

Barcelona, Seix Barral, 2015

Trad. de Santiago del Rey

448 pp. 20 €

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Si de la portada de un libro tuviéramos que suponer la esencia del texto al que antecede, diríamos que la sobria primera plana de Qué vemos cuando leemos augura un ensayo serio, formal, que huye de las florituras y va a la esencia de las cosas. Tan austera y meditada composición viene a cargo del propio autor, Peter Mendelsund, director de arte de la editorial Alfred A. Knopf, filósofo de formación y reputado diseñador de portadas en el ámbito anglosajón. Decía Mendelsund en una entrevista que le encantaría que las portadas de los libros no ofrecieran información adicional para evitar distracciones que influyeran en la lectura y en esta ocasión parece aplicar a rajatabla ese deseo en el conjunto de la obra: la portada no da información del texto, ni el texto del tema que trata. Leer Qué vemos cuando leemos deja con el regusto de haber estado hojeando la introducción de algo más que nunca llega, construido a partir de un cuidado apartado visual, pero dejándonos en la tapa de un contenido que no profundiza en ninguna de las cuestiones que plantea. En determinados momentos da la sensación de que nos encontramos frente a un diario personal o un conjunto de aforismos del autor y no ante la exploración única del fenómeno de la lectura que nos han vendido algunos.

Sin embargo, sería injusto juzgar este libro sin tener en cuenta la voluntad del autor por acercar al gran público este conjunto de cuestiones asociadas a la práctica lectora. Lo cierto es que todo amante de la literatura debería agradecer cualquier aportación al estudio de la fenomenología de la lectura, y si algo demuestra Mendelsund en sus páginas es que su motor es la curiosidad y que trata de compartir con los lectores todas sus dudas respecto a la magia de zambullirse en una narración escrita. Una magia a la que disciplinas como la Psicología o la eurociencia van descubriéndole poco a poco sus trucos.

El resultado no es un ensayo académico sobre la fenomenología de la lectura ni una obra divulgativa al uso: Qué vemos cuando leemos se acerca más a un artefacto mayormente visual donde el protagonismo está en el diseño de unas acertadas ilustraciones –hilarante personificación del comienzo del Ulises de Joyce, con ese «Majestuoso, el orondo Buck Mulligan…», digno del imaginario de Mary Shelley– que describen acontecimientos de nuestra experiencia lectora y se mezclan con las reflexiones y preguntas de un autor más entregado a su labor ilustrativa que a la escritura de un texto coherente que sirva como primera aproximación al ámbito de la recepción lectora. El problema es que tal como señala Tim Parks en The New York Review of Books, si examinamos a fondo la experiencia lectora, comprenderemos que implica una mayor complejidad y que, sobre todo, es mucho menos visual de lo que se supone comúnmente, o de lo que Mendelsund supone que se supone comúnmente.

Y es que tanta suposición y vaguedad ensombrecen parcialmente la buena intención del autor por acercarnos la creatividad que implica leer cualquier novela o relato, aunque el tono utilizado sea peligrosamente cercano a esas TED Talks tan de moda en la actualidad. La exigua bibliografía que maneja, o el sorprendente uso de fuentes anónimas –se menciona a un neurocientífico del que nunca más se supo–, son pequeñas deficiencias en la credibilidad de un autor que, probablemente por esa concisa labor de documentación, incurre en determinados momentos en erradas suposiciones basadas en una sola experiencia –la suya– o, a lo sumo, de la de un indefinido grupo de lectores.

Así, afirmar que «cuando recordamos la experiencia de leer un libro, imaginamos un despliegue continuo de imágenes» (p. 29) es caer en un reduccionismo que obvia gran parte de la fenomenología asociada a ese proceso cognitivo (algo que no hace, por ejemplo, Eric Kandel en La era del inconsciente, monumental obra en la que el premio Nobel estudia el diálogo entre arte y ciencia). Por suerte, Mendelsund no olvida el papel que desempeñan también la memoria y la imaginación a la hora de rellenar esos huecos o espacios indeterminados de los que primero Roman Ingarden y, más tarde, Wolfgang Iser sentaron las bases teóricas.

Lamentablemente, el autor parece ir dando palos de ciego con sus elucubraciones sobre todos los acontecimientos que se producen en nuestra mente y suele dejar poco más que bosquejados la mayoría de temas que propone. Cuando nos habla de que es habitual que los autores describan más la conducta que el aspecto de los personajes, no se preocupa por investigar que gracias a esa elección técnica por parte del escritor podemos practicar lo que se conoce como nuestra teoría de la mente (capacidad para atribuir estados mentales ajenos y propios); y cuando nos explica que cuando lee la descripción de Ana Karenina acaba pensando en la cara de alguna conocida, no identifica ese proceso con la resonancia entre la memoria del lector y el texto, tema sobre el que se ha escrito largo y tendido durante las últimas décadas en el ámbito de los estudios literarios de carácter cognitivo. Por no mencionar el papel protagonista de las emociones y la cognición social en la literatura, que parecen estar en un segundo plano detrás de la información visual que maneja el lector. Un buen ensayo debe ofrecer respuestas a nuestras preguntas y nuevas preguntas que responder en otros textos. Qué vemos cuando leemos cae repetidas veces en el error de quedarse en los interrogantes –muchos de ellos conocidos– y olvidarse de las respuestas.

Un ejemplo paradigmático de este comportamiento lo encontramos en uno de los primeros capítulos, titulado Ficciones. Mendelsund nos pregunta qué sucede cuando leemos el famoso «Llamadme Ismael» con que empieza Moby Dick y nos responde en el párrafo siguiente que «Lo más probable es que oigas la frase (con el oído de tu mente)». Comprendo el afán del autor por acercarse a un gran público mediante un tono cercano, pero recurrir a expresiones vagas como «lo más probable» o inventar conceptos como «oído de tu mente», que no sirven más que para confundir a aquellos que desconozcan por completo las ciencias cognitivas, supone un flaco favor hacia el rigor de una obra que «lo más probable» es que pretenda ser un primer acercamiento a la fenomenología de la lectura. Porque basta leer un poco de bibliografía científica sobre el tema en cuestión para descubrir que, efectivamente, al leer estamos escuchando lo que dicen los personajes, pero no con un oído esotérico, sino gracias a que se activan las mismas regiones cerebrales (eludiendo la parte del circuito en que se recibe y traduce a señales eléctricas un estímulo sonoro externo) que cuando escuchamos una voz real. Las carencias del autor se hacen en esos momentos insalvables y quien tenga una noción mínima de este ámbito del conocimiento se sentirá tentado de dejar a un lado el acompañamiento textual y centrarse exclusivamente en el disfrute de las ilustraciones.

Es por motivos como los descritos anteriormente por lo que algunos lectores que se hayan sumergido en Qué vemos cuando leemos con la sana intención de aprender un poco más sobre la recepción literaria y sus procesos cognitivos connaturales sentirán que no han saciado un apetito que creían que verían satisfecho con la obra de Mendelsund. Incluso algunos puristas –entre los que me incluyo– habrán sentido pánico al leer que el autor plantea que «quizá la imaginación lectora sea una experiencia esencialmente mística, irreducible a la lógica» (p. 368). Para todos ellos puedo decir con cierto regocijo que existen un gran número de obras y autores que tratan este aún poco conocido proceso receptivo desde el punto de vista de los estudios literarios cognitivos y cuyas publicaciones son verdaderamente reveladoras. No hubiera estado de más que el autor hubiera escarbado un poco en toda esta bibliografía y nos hubiera ofrecido esas miguitas de pan que todo lector de ensayos desea encontrar para continuar con el camino. Títulos como Why We Read Fiction, de Lisa Zunshine; Empathy and the Novel, de Suzanne Keen; The Literary Mind, de Mark Turner; Experiencing Narrative Worlds, de Richard J. Gerrig; o The Mind and its Stories, de Patrick Colm Hogan, pueden ser excelentes introducciones a los estudios literarios desde el prisma de las ciencias cognitivas. Incluso para aquellos que quieran tener una visión general de esta área podríamos recomendar el volumen editado por Isabel Jaén y Julien Jacques Simon titulado Cognitive Literary Studies, aunque si lo que se desea es una introducción amena y escrita con un gran dominio de la prosa me veo obligado a recomendar la lectura de Leer la mente, de Jorge Volpi, primera obra que leí sobre este tema y que me empujó a iniciar una investigación académica.

Probablemente no incluyamos Qué vemos cuando leemos en ese conjunto de obras que con unas pocas pinceladas nos hacen desear seguir leyendo sobre el tema que presentan, pero no sería justo desmerecer el ánimo divulgador de Peter Mendelsund. El tono del autor es muy ameno y sus opiniones acercan en ocasiones su lectura a una conversación entre amigos, lo que agradecerán los lectores menos dados al ensayo académico. Además, su labor de diseño es encomiable y probablemente sea la principal razón para adquirir esta obra, un motivo de peso siendo como es el autor portadista y no escritor.

José Valenzuela es ingeniero biomédico e investigador en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra. Colabora habitualmente en la revista Jot Down y en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona.

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